Textos más populares este mes de Marcel Schwob etiquetados como Cuento | pág. 3

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autor: Marcel Schwob etiqueta: Cuento


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Séptima: Encantadora

Marcel Schwob


Cuento


Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Esqueleto

Marcel Schwob


Cuento


Pernocté una vez en una casa encantada. No me atrevo demasiado a contar la historia porque estoy persuadido de que nadie la creerá. Sin duda alguna aquella casa estaba encantada, pero en ella nada sucedía como en otras casas encantadas. No se trataba de un castillo semiderruido encaramado sobre una colina boscosa, al borde de un precipicio lóbrego. No había sido abandonada desde hacía muchos siglos. Su último propietario no había fallecido de muerte misteriosa. Los campesinos no se santiguaban con pavor al pasar por delante de ella. Ninguna luz blanquecina aparecía en sus ventanas cuando la torre del pueblo daba las doce de la noche. Los árboles del parque no eran tejos y los niños asustadizos no iban a acechar a través de los setos formas blancas al anochecer. No llegué a una hospedería donde todas las habitaciones estaban ocupadas. El hospedero no se rascó prolongadamente la cabeza, con una vela en la mano, ni terminó por proponerme, algo dubitativo, preparar para mí una cama en la sala inferior del torreón. Ni añadió con rostro horrorizado que de todos los viajeros que habían dormido allí, ninguno había vuelto para contar su espeluznante fin. No me habló de los ruidos diabólicos que se escuchaban por la noche en la vieja casa solariega. No experimenté ningún sentimiento íntimo de valor que me impulsara a intentar la aventura. No tuve la ingeniosa idea de proveerme de un par de teas y de un arma de chispa; tampoco adopté la firme resolución de velar hasta medianoche leyendo un volumen suelto de Swedenborg, ni sentí a las doce menos tres minutos que un sueño profundo se abatía sobre mis párpados.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Corazón Doble

Marcel Schwob


Cuento


PREFACIO

1

La vida humana as interesante en primer lugar per sí misma; pero si el artista no quiere representar una abstracción, tiene que ubicarla en el medio que le corresponde. Todo organismo consciente posee profundas raíces personales; pero la sociedad ha desarrollado en él tantas funciones heterogéneas que sería imposible cortar esos miles de conductos por los cuales se nutre sin provocar su muerte. En el individuo existe un instinto egoísta de conservación; también la necesidad de los otros seres, entre los que se mueve.

El corazón del hombre es doble; el egoísmo es en él la contrapartida de la caridad; el individuo es la contrapartida de las masas; para su conservación, el ser cuenta con el sacrificio de los demás; los polos del corazón se hallan en el fondo del yo y en el fondo de la humanidad.

Así el alma va de un extremo al otro de la expansión de su propia vida a la de la vida de todos. Pero hay un camino que recorrer para llegar a la piedad, y este libro se propone marcar sus etapas.

El egoísmo vital experimenta temores personales: es el sentimiento que llamamos TERROR. El día en que el individuo llega a concebir en los otros seres los mismos temores que le atormentan, interpreta exactamente sus relaciones con la sociedad.

Pero la marcha del alma por el camino que lleva del error a la piedad, es lenta y difícil.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Vida de Morfiel, Demiurgo

Marcel Schwob


Cuento


Morfiel, al igual que los demás demiurgos, fue llamado a la existencia por una palabra del Ser Supremo, que pronunció su nombre. Enseguida se encontró en el mismo taller celeste que Sar, Tor, Aroquiel, Tauriel, Ptahil y Barroquiel. El demiurgo en jefe, que dirigía el taller, era Avatar. Todos se dedicaban activamente a la construcción de nuestro mundo siguiendo los modelos previstos. Avatar suministró a Morfiel su parte de tierra, agua y metal y le encargó la confección de cabellos. Otros modelaban narices, ojos, bocas, brazos y piernas. Barroquiel se encargaba de las monstruosidades, y deformaba una porción de los productos terminados antes de entregarlos a su jefe Avatar. En efecto, algunos demiurgos ya habían trabajado en otros mundos superiores, y convenía que este fuera diferente. Así que, siguiendo una innovadora idea de Avatar, Barroquiel dividió la naturaleza entre hombres y mujeres, que en el mundo inmediatamente superior al nuestro, como señala Platón, no forman más que un único ser que anda sobre cuatro pies y cuatro manos ordenadas orbicularmente, de forma similar a los cangrejos. Hay una isla en otro mundo inferior al nuestro donde Avatar ordenó dividir de nuevo a los hombres, de manera que estos no tienen más que un ojo, una oreja y una pierna, y su cerebro no está dividido en dos sino que es totalmente redondo. Y lo que para nosotros es par, es impar para ellos. Ya que están hechos siguiendo el modelo de los monocotiledóneos o tubos vivientes que se adhieren a las rocas marinas, por lo que no conciben la segunda dimensión del espacio y piensan que el universo es un intervalo discontinuo. De manera que, saltando sobre su única pierna, atraviesan sin dificultad lo que a nosotros nos resulta impenetrable, murallas o montañas, y cuentan en impar: uno, tres, cinco, siete.


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3 págs. / 5 minutos / 63 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Casa Cerrada

Marcel Schwob


Cuento


Era una casa extraña, cerrada, gris y cuyas ventanas parecían parpadear; se había acostado a dormir en la cuesta de una calle larga. Su puerta estaba hundida, descolorida y muda, sin cerradura ni timbre ni aldaba. Parecía haber exhibido en el pasado la cruz roja de dos pies con la divisa: «Que Dios tenga piedad de nosotros» que advertía que dentro habitaba la peste. Tal vez también Morgana la había marcado con tiza, antaño, para engañar a los ladrones. Pero el paso del tiempo había desgastado estos signos; las manchas indolentes en la madera descolorida no hablaban ni de peste ni de crímenes y esta puerta parecía emparedada en el silencio.

Las ventanas permanecían cerradas día y noche gracias a unos postigos uniformes y bien ajustados. Incluso en los días de gran calor, si pasabas los dedos por la rendija de las tablillas, podías sentir frío, como si la casa rezumara sombra. A veces, cuando llovía y en el adoquinado palpitaban brillantes regueros de agua, se entreabrían dos postigos para respirar en la tormenta y una cortina roja se inflaba en la profunda negrura de una habitación desconocida.

Durante el día, la casa permanecía terriblemente silenciosa. Ni la lechera ni el cartero llamaban por las mañanas a su puerta. Estaba situada de tal manera que en todo momento parecía aquella ciudad del Alto Egipto, Syena, donde al mediodía del solsticio de verano los cuerpos no dan sombra. Pues sus muros jamás manchaban la luz del sol, y por la noche se envolvía completamente en las tinieblas.

Se cuenta que un día unos niños, tras golpear la puerta descolorida durante largo tiempo, se sentaron delante de ella. De repente, escucharon un horrible juramento procedente del interior, seguido de un nuevo silencio. Y a pesar de golpear de nuevo la puerta con puños y pies y de lanzar arena y barro a las contraventanas, no volvieron a oír nada.


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3 págs. / 5 minutos / 69 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Endemoniada

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos montado la mesa bajo los árboles, y el mantel bordado estaba cubierto de hojas muertas. Algunas de ellas flotaban en el champagne, dentro de las finas copas. Tan sólo quedaba una vela, alrededor de la cual se escuchaba un chisporroteo de insectos. Los invitados se habían ido alejando. El sonido de sus voces llegaba de tanto en tanto al bosquecillo en el que me hallaba. Mi inquietud vagabundeaba entre los sueños provocados por una misteriosa persona, cuando de repente me sobresalté, al verla ahí mismo, sentada entre los cubos de hielo y los tazones de plata. Una risa interior la estremecía entera. Una larga linterna anaranjada que colgaba de una rama iluminaba su rostro. Podía ver cómo sacudía sus tobillos, cubiertos con un entramado de oro. Su ropa bailaba en sus caderas y ondulaba en sus senos como los pálidos reflejos de un estanque, y el tul tenía el delicado color de las mantis viajeras. Entonces vi sus manos, juntas una sobre la otra, como una grapa. Y de repente, los músculos de su cuello comenzaron a agitarse. Su melena se torció, sus ojos se dilataron y se fijaron, su boca se abrió, larga y roja. Repitió tres veces ese estremecimiento, como si quisiera hablar. Pero no podía, pues sus labios palpitantes nunca se encontraban y su garganta parecía estrangulada. En la tercera ocasión lanzó una carcajada ronca, mientras sacudía la cabeza, se retorció las manos, jugó a las tabas con trozos de hielo y rompió una copa de champagne con los dientes. Se levantó bruscamente la falda, lanzando una pierna singularmente cubierta de hilos de oro hacia la vela, que tiró; arrancó después la linterna, triturándola. La luz anaranjada se extinguió. Fue entonces cuando la oí suspirar de placer.


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2 págs. / 5 minutos / 51 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Alfiler de Oro

Marcel Schwob


Cuento


Hacía unos instantes que el vaivén de la puerta, que sacudía sus tres ventanales, ya no atraía la atención de las mujeres. Los ingleses salían y entraban, con sus flexibles sombreros, sus pantalones holgados, fumando pipas cortas, sin levantar ningún revuelo. El pequeño ciclista, con aire ingenuo, permanecía solo en un rincón, abandonado por las madamas. Todas estaban mirando a un hombre moreno, pálido, que se había sentado en una mesa del fondo. Tenía unas cejas extraordinariamente espesas, tan tupidas que cubrían el entrecejo; una nariz afilada y una boca muy roja; el cuello encajado en un collar de perro ancho y dorado constelado de brillantes; unos largos guantes rojos rodeados por dos brazaletes de oro amarillo con un único ópalo en la mitad. Un corsé ceñía su torso, aunque la flácida tela de su pantalón evidenciaba la flaqueza de sus piernas. Pero lo más extraño era sobre todo sus ojos, claros y grises, pero sin fondo, encendidos con una mirada fría que caía como atravesando un vidrio pulido.

«Aquí tienes a tu pimpollo, —exclamó Nini-la-Maquillada a Cuello-de-Terciopelo—. Ya me lo prestarás». Julie-la-Cantarina pasó cerca del hombre rozándole el cuello con la punta de sus senos, apenas cubiertos con tul blanco, mientras canturreaba: «No son colgajos, son picaruelos — ¡y apuntan hacia los cielos!». La pequeña Cinco-Minutos-en-mi-Cama, que de reina de los pilluelos de la Plaza Maubert se había convertido de repente en «princesa de los grititos» del bulevar, se acercó a mirarlo delante de sus narices y estalló en carcajadas.


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5 págs. / 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Blancas Manos

Marcel Schwob


Cuento


El barquero observó con curiosidad a los dos hombres que andaban por el sendero que se descolgaba como un tajo en la arcilla. La tierra de alrededor sangraba, moldeada en ocre y hierro. A lo lejos, las olas habían desmenuzado el acantilado y el recorte de las bahías se curvaba hasta el campo. En el mar se veía ya el cerco rojizo crepuscular. Uno de los hombres parecía un viejo vagabundo y llevaba un garrote. El otro avanzaba con paso juvenil mientras silboteaba. Descendieron al alfaque del río, una línea clara y verde contra la cual batía un reflejo amarillo.

Se embarcaron, sin cruzar palabra, en la plataforma y el viejo estiró las piernas. El barquero navegó en oblicuo al medio de la corriente. Las escamas del agua se retorcían, rojas y negras, y el río se enroscaba en las orillas como una serpiente. Mirando hacia el otro borde, vieron, entre las manchas oscuras y coloridas de los bosques fluviales y de los cultivos, un anguloso puente de madera que enlazaba las orillas en la línea del horizonte.

En la última maniobra, los dos hombres se levantaron y cada uno pagó su pasaje. La orilla opuesta se presentaba negra y tapizada de brezos. Ascendieron lentamente y desaparecieron detrás de la cresta. El barquero recogió sus remos, colocó una piedra sobre la cadena de amarre, se encendió la pipa y se sentó en el fondo de la barca sacudiendo la cabeza.

—¿Vas a seguir silbando toda la noche? —preguntó el Pestes.

—Si vuestra merced me concede permiso… —respondió Blancas-Manos.

—¡Tanto silbidito…! Se diría que te va lo de vagabundear.

—Pues a lo mejor.

El Pestes se sentó sobre un talud.

—Ya está bien —dijo—, no doy un paso más, ni p’alante ni p’atrás. Tengo los pies machacados y no lo veo claro. Ya no doy ni un paso, ¿te enteras?

—A mí me pesan ya los pies —asintió Blancas-Manos.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Nupcias del Tíber

Marcel Schwob


Cuento


El trazo de un rayo le servía de camino.

Catulle Mendès (Hesperus)

Cerca de Horta, el Nar desemboca en el Tíber, pero sin obstáculo alguno, ni olas ni espuma; una larga línea amarilla, que tan sólo chapotea un poco, señala la unión de ambos ríos. En sus orillas crecen entremezclados cañas y juncos, frecuentados por martines pescadores y patos salvajes; los sauces derraman sus hojas lloronas y hunden sus ramas combadas en el río moribundo. El reflujo del encuentro calma su corriente y el agua tranquila se cubre de nenúfares que abren y cierran sus amplias corolas blancas sobre sus estambres amarillos. Los corpulentos ditiscos, con sus brillantes élitros, reman bajo el agua entre los tallos de las hierbas rojas; bajo las hojas, los picones erizan sus espinosas aletas.

La diosa Naria se dejaba llevar hasta la orilla, entre las cañas que ondulaban levemente y se apartaban rozando su cuerpo. Se tendía en la hierba, con una cascada de cabellos derramándose por su espalda, apoyando el mentón en ambas manos y los codos en el césped. Relucientes gotas cubrían su cuerpo como perlas rosas, verdes y azuladas; sus negros ojos brillaban como oscuros diamantes y su profunda mirada se extendía hasta la línea amarilla que separaba las aguas del Nar de las del Tíber. Siempre se detenía ahí, su blanco cuerpo jamás se había mancillado en las embarradas turbulencias de agua que ondulaban en el horizonte. Los chapoteos del Nar le murmuraban «adiós» al pasar cerca de ella, entre las cañas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Barba Negra

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos dejado Jamaica a finales de marzo de 1717, con un buen cargamento de quinquina y de ron. Y teníamos planeado comprar, a lo largo de la costa, variadas frutas de gran excelencia con el fin de venderlas en las islas que no las producen, como guayaba, papaya, mamey, junipa, combari y manzanas de caoba, de entre las cuales no hay nada mejor que los zapotes, que tienen el tamaño de una pera y la carne carmesí. El dueño de nuestra chalupa, la Aventure, era David Harriot y llevábamos a bordo a dos mujeres de alegre vida, españolas, llamadas Machilla y Machillón. Conocían bien la región, y visitaban las posadas para animar a los señores marineros a beber su ron; cada una llevaba en su pecho una pequeña bolsa de piel cosida llena de monedas de a ocho.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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