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Nidau

Marcel Schwob


Artículo


Cerca de Biel, justo encima del oscuro lago de aguas verdes y agitadas y de los juncos que se hunden tristemente en el mismo, apareció a mi vista una torre cuadrada tocada con tejas y luciendo un enorme blasón rojo, cortado oblicuamente por una banda amarilla junto a un furioso oso negro rampante con las fauces abiertas.

La lluvia rayaba los arbustos y crepitaba en las rodadas; una niebla penetrante cubría las montañas del Jura, protuberantes, amenazadoras, erizadas de pinos negros y de finas hayas rojas, como si fueran pinceladas de tinieblas estriadas de sangre. Un siniestro tajo surcaba la arcilla remontando una garganta, entre sombríos bosquecillos y manchas de nieve, con una estrecha cremallera oxidada en cuyos rincones lloraban tripudas vagonetas abandonadas. Las ráfagas silbaban sobre los remolinos verdosos del lago, combando las cañas y estremeciendo los turbios charcos de barro.

Había ahí una vieja casita, recogida bajo su tejado, y detrás de sus ventanucos convexos dormitaban, en polvorientas estanterías, finos libretos de papel amarillento decorados con grabados sobre madera, sencillos y antiguos. Así pude releer los cuentos de Caperucita roja, de Los dos hermanitos, del Pobre Enrique y la triste historia de Blancanieves, en la que hay un espejo que habla. Y también leí la aventura de los tres que llegaron de Ultra-Rin.

BALADA

Llegaron tres desde la otra orilla
Y bajaron hasta la posada.
¡Posadera, cerveza de cebada!
¿Dónde está su blanca chiquilla?

Tengo cerveza fresca y buen vino
Y mi hija descansa ahí tumbada.
Entraron a echar una mirada
Y ahí la vieron, sobre tablas de pino.

El primero el sudario bajó
Y la miró con gran tristeza.
Hermosa niña, si aún vivieras
Conocerías a quien te amó.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Lucrecio: Poeta

Marcel Schwob


Cuento


Lucrecio apareció en una gran familia que se había retirado lejos de la vida civil. Sus primeros días pasaron a la sombra del pórtico oscuro de una alta casa empinada en la montaña. El atrio era severo y los esclavos mudos. Estuvo rodeado, desde la infancia, por el desprecio por la política y por los hombres. El noble Memio, que tenía su misma edad, sobrellevó, en el bosque, los juegos que Lucrecio le impuso. Juntos se asombraron ante las arrugas de los viejos árboles y espiaron el temblor de las hojas bajo el sol, como un velo verde de luz salpicado de manchas de oro. Contemplaron con frecuencia los lomos rayados de los chanchos salvajes que husmeaban el suelo. Atravesaron palpitantes cohetes de abejas y bandas movedizas de hormigas en marcha. Y un día alcanzaron, al salir de un soto, un claro totalmente rodeado por viejos alcornoques, asentados tan cerca uno de otro como que un círculo cavaba un pozo de azul en el cielo. La quietud en aquel asilo era infinita. Se hubiese creído estar en un ancho camino claro que fuera hacia lo alto del aire divino. Allí, Lucrecio se sintió impresionado por la bendición de los espacios calmos.

Abandonó con Memio el templo sereno del bosque para estudiar elocuencia en Roma. El anciano gentilhombre que gobernaba la alta casa le dio un profesor griego y lo conminó a que no volviese sino cuando poseyera el arte de despreciar las acciones humanas. Lucrecio no lo volvió a ver más. Murió solitario, execrando el tumulto de la sociedad. Cuando Lucrecio volvió había con él en la alta casa vacía, en el atrio severo y entre los esclavos mudos, una mujer africana, bella, bárbara y malvada. Memio estaba de regreso en la casa de sus padres. Lucrecio había visto las facciones sangrientas, las guerras de partidos y la corrupción política. Estaba enamorado.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Séptima: Encantadora

Marcel Schwob


Cuento


Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Alain el Gentil: Soldado

Marcel Schwob


Cuento


Sirvió al rey Carlos VII desde la edad de doce años, como arquero, después de que gente de guerra se lo llevara consigo del llano país de Normandía. Y se lo llevaron de esta manera. Mientras se incendiaba las granjas, se desollaba las piernas de los labradores a cuchillazos y se volteaba a las muchachas en catres de tijera, desvencijados, el pequeño Alain se había acurrucado en una vieja pipa de vino desfondada a la entrada del lagar. La gente de guerra volcó la pipa y encontró un muchachito. Se lo llevaron con sólo su camisa y su atrevido brial. El capitán hizo que le dieran un pequeño jubón de cuero y un viejo capuchón que provenía de la batalla de Saint Jacques. Perrin Godin le enseñó a tirar con el arco y a clavar con limpieza su saeta en el blanco. Pasó de Bordeaux a Angouléme y del Poitou a Bourges, vio Saint Pourcaín, donde estaba el rey, franqueó los lindes de Lorraine, visitó a Toul, volvió a Picardie, entró en Flandres, atravesó Saint Quentin, dobló hacia Normandie, y durante veintitrés años recorrió Francia en compañía armada, tiempo en el cual conoció al inglés Jehan Poule—Cras, por quien supo cuál era la manera de jurar por Godon, a Chiquerello el Lombardo, quien le enseñó a curar el fuego de San Antonio y a la joven Ydre de Laon, de quien aprendió cómo debía bajarse las bragas.


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3 págs. / 6 minutos / 100 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Crates: Cínico

Marcel Schwob


Cuento


Nació en Tebas, fue discípulo de Diógenes y además conoció a Alejandro. Su padre, Ascondas, era rico y le dejó doscientos talentos. Un día en que fue a ver una tragedia de Eurípides se sintió inspirado ante la aparición de Telefo, rey de Misia, vestido de harapos y con una cesta en la mano.

Se levantó en medio del teatro y en voz alta anunció que distribuiría los doscientos talentos de su herencia a quien los quisiera, y que en adelante le bastarían las ropas de Telefo. Los tebanos se echaron a reír y se agolparon frente a su casa. Sin embargo, Crates se reía más que ellos. Arrojó su dinero y sus muebles por las ventanas, tomó un manto de tela, unas alforjas y se fue. Llegó a Atenas y anduvo al azar por las calles, y a ratos descansaba apoyado en las murallas, entre los excrementos. Practicó todo lo que aconsejaba Diógenes. El tonel le pareció superfluo. Crates opinaba que el hombre no es un caracol ni un paguro. Se quedó completamente desnudo entre las basuras y recogía cortezas de pan, aceitunas podridas y espinas de pescado para llenar sus alforjas. Decía que sus alforjas eran una ciudad vasta y opulenta donde no había parásitos ni cortesanas, y que producía en cantidades suficientes, tomillo, ajo, higos y pan, que satisfacían a su rey. Así Crates llevaba su patria a cuestas, que lo alimentaba.

No se inmiscuía en los asuntos públicos, ni siquiera para burlarse, y tampoco le daba por insultar a los reyes.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Pocahontas: Princesa

Marcel Schwob


Cuento


Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba, desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.

En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el tráfico con los indígenas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Capitán Kidd: Pirata

Marcel Schwob


Cuento


No hay acuerdo acerca de por qué razón se le puso a este pirata el nombre del cabrito (Kidd). El acta por la cual Guillermo III, rey de Inglaterra, lo invistió del mando de la galera La Aventura, en 1695, comienza por estas palabras: “A nuestro leal y bienamado Capitán William Kidd, comandante, etc. Salve”. Pero es seguro que ya entonces era un nombre de guerra. Unos dicen que acostumbraba, elegante y refinado como era, calzar siempre, tanto en combate como en maniobra, delicados guantes de cabritilla con vueltas de encaje de Flandes; otros aseguran que durante sus peores matanzas exclamaba: “Yo que soy suave y bueno como un cabrito recién nacido”; otros aun, pretenden que metía el oro y las alhajas en sacos muy flexibles, hechos de cuero de cabra joven, y que se le ocurrió usarlos el día que saqueó un navío cargado de azogue con el cual llenó mil bolsones de cuero que todavía están enterrados en el flanco de una pequeña colina en las islas Barbados. Basta con saber que su pabellón de seda negra llevaba bordados una cabeza de muerto y una cabeza de cabrito, lo mismo que llevaba grabado en su sello. Los que buscan los muchos tesoros que ocultó en las costas de los continentes de Asia y de América, llevan delante de ellos un pequeño cabrito negro que debe gemir en el lugar donde el capitán enterró su botín; pero ninguno ha logrado nada. El mismo Barbanegra, quien había sido aleccionado por un antiguo marinero de Kidd, Gabriel Loff, sólo encontró en las dunas sobre las cuales se levanta hoy Fort Providence, gotas dispersas de azogue que rezumaban de la arena. Y todas sus excavaciones son inútiles, porque el capitán Kidd declaró que sus escondites serían eternamente ignorados debido al “hombre del balde sangriento”. Kidd, en efecto, fue acosado por ese hombre durante toda su vida, y los tesoros de Kidd son acosados y defendidos por aquél desde que éste murió.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Blancas Manos

Marcel Schwob


Cuento


El barquero observó con curiosidad a los dos hombres que andaban por el sendero que se descolgaba como un tajo en la arcilla. La tierra de alrededor sangraba, moldeada en ocre y hierro. A lo lejos, las olas habían desmenuzado el acantilado y el recorte de las bahías se curvaba hasta el campo. En el mar se veía ya el cerco rojizo crepuscular. Uno de los hombres parecía un viejo vagabundo y llevaba un garrote. El otro avanzaba con paso juvenil mientras silboteaba. Descendieron al alfaque del río, una línea clara y verde contra la cual batía un reflejo amarillo.

Se embarcaron, sin cruzar palabra, en la plataforma y el viejo estiró las piernas. El barquero navegó en oblicuo al medio de la corriente. Las escamas del agua se retorcían, rojas y negras, y el río se enroscaba en las orillas como una serpiente. Mirando hacia el otro borde, vieron, entre las manchas oscuras y coloridas de los bosques fluviales y de los cultivos, un anguloso puente de madera que enlazaba las orillas en la línea del horizonte.

En la última maniobra, los dos hombres se levantaron y cada uno pagó su pasaje. La orilla opuesta se presentaba negra y tapizada de brezos. Ascendieron lentamente y desaparecieron detrás de la cresta. El barquero recogió sus remos, colocó una piedra sobre la cadena de amarre, se encendió la pipa y se sentó en el fondo de la barca sacudiendo la cabeza.

—¿Vas a seguir silbando toda la noche? —preguntó el Pestes.

—Si vuestra merced me concede permiso… —respondió Blancas-Manos.

—¡Tanto silbidito…! Se diría que te va lo de vagabundear.

—Pues a lo mejor.

El Pestes se sentó sobre un talud.

—Ya está bien —dijo—, no doy un paso más, ni p’alante ni p’atrás. Tengo los pies machacados y no lo veo claro. Ya no doy ni un paso, ¿te enteras?

—A mí me pesan ya los pies —asintió Blancas-Manos.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Barba Negra

Marcel Schwob


Cuento


Habíamos dejado Jamaica a finales de marzo de 1717, con un buen cargamento de quinquina y de ron. Y teníamos planeado comprar, a lo largo de la costa, variadas frutas de gran excelencia con el fin de venderlas en las islas que no las producen, como guayaba, papaya, mamey, junipa, combari y manzanas de caoba, de entre las cuales no hay nada mejor que los zapotes, que tienen el tamaño de una pera y la carne carmesí. El dueño de nuestra chalupa, la Aventure, era David Harriot y llevábamos a bordo a dos mujeres de alegre vida, españolas, llamadas Machilla y Machillón. Conocían bien la región, y visitaban las posadas para animar a los señores marineros a beber su ron; cada una llevaba en su pecho una pequeña bolsa de piel cosida llena de monedas de a ocho.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Eróstrato: Incendiario

Marcel Schwob


Cuento


La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía en la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panorme, desde donde se veía, sobre el mar de abundantes colores, la línea brumosa de Samos. Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y rosas, desde que los magnesios, sus perros de guerra y sus esclavos que lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del Meandro, desde que la magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino hilado al torno de colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color amarillo manzana y blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los fulgores del fuego y los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de tejido apretado, ligero, todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos de oro en forma de copelas.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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