Textos más populares este mes de Marcel Schwob | pág. 2

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autor: Marcel Schwob


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El Capitán Kidd: Pirata

Marcel Schwob


Cuento


No hay acuerdo acerca de por qué razón se le puso a este pirata el nombre del cabrito (Kidd). El acta por la cual Guillermo III, rey de Inglaterra, lo invistió del mando de la galera La Aventura, en 1695, comienza por estas palabras: “A nuestro leal y bienamado Capitán William Kidd, comandante, etc. Salve”. Pero es seguro que ya entonces era un nombre de guerra. Unos dicen que acostumbraba, elegante y refinado como era, calzar siempre, tanto en combate como en maniobra, delicados guantes de cabritilla con vueltas de encaje de Flandes; otros aseguran que durante sus peores matanzas exclamaba: “Yo que soy suave y bueno como un cabrito recién nacido”; otros aun, pretenden que metía el oro y las alhajas en sacos muy flexibles, hechos de cuero de cabra joven, y que se le ocurrió usarlos el día que saqueó un navío cargado de azogue con el cual llenó mil bolsones de cuero que todavía están enterrados en el flanco de una pequeña colina en las islas Barbados. Basta con saber que su pabellón de seda negra llevaba bordados una cabeza de muerto y una cabeza de cabrito, lo mismo que llevaba grabado en su sello. Los que buscan los muchos tesoros que ocultó en las costas de los continentes de Asia y de América, llevan delante de ellos un pequeño cabrito negro que debe gemir en el lugar donde el capitán enterró su botín; pero ninguno ha logrado nada. El mismo Barbanegra, quien había sido aleccionado por un antiguo marinero de Kidd, Gabriel Loff, sólo encontró en las dunas sobre las cuales se levanta hoy Fort Providence, gotas dispersas de azogue que rezumaban de la arena. Y todas sus excavaciones son inútiles, porque el capitán Kidd declaró que sus escondites serían eternamente ignorados debido al “hombre del balde sangriento”. Kidd, en efecto, fue acosado por ese hombre durante toda su vida, y los tesoros de Kidd son acosados y defendidos por aquél desde que éste murió.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Zueco

Marcel Schwob


Cuento


El bosque del Gâvre está cruzado por doce grandes senderos. La víspera de Todos los Santos, el sol rayaba aún las hojas verdes con una barra sangre y oro, cuando una niña vagabunda apareció por la ruta principal del este. Llevaba un pañuelo rojo a la cabeza atado bajo el mentón, una camisa de paño gris con botones de cobre, una falda deshilachada, un par de pequeñas pantorrillas doradas, redondas como bolillos, que se introducían en zuecos guarnecidos de hierro. Cuando llegó a la gran encrucijada, al no saber hacia dónde ir, se sentó cerca de la señal kilométrica y se puso a llorar. Y lloró durante tanto rato que la noche cayó mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. Las ortigas dejaban inclinarse sus racimos de granos verdes. Los grandes cardos cerraban sus flores violetas, la carretera gris a lo lejos reforzaba su color grisáceo bajo la niebla. De repente, dos garras y un fino hocico se subieron a un hombro de la pequeña; y después un cuerpo aterciopelado por completo, seguido de una cola en penacho, anidó entre sus brazos e introdujo su nariz en la manga corta de paño. Entonces la niña se levantó, y se introdujo bajo los árboles, bajo los arcos que formaban las ramas entrelazadas con breñas picadas de endrinas de donde surgían de improviso avellanos y ablanedos dirigidos hacia el cielo. Y, al fondo de una de aquellas bóvedas negras, vio dos llamas muy rojas. El pelo de la ardilla se erizó; algo rechinó los dientes, y la ardilla saltó al suelo. Pero la niña había corrido tanto por los caminos que ya no tenía miedo, y avanzó hacia la luz.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Eróstrato: Incendiario

Marcel Schwob


Cuento


La ciudad de Éfeso, donde nació Heróstratos, se extendía en la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles de Panorme, desde donde se veía, sobre el mar de abundantes colores, la línea brumosa de Samos. Rebosaba de oro y tejidos, de lanas y rosas, desde que los magnesios, sus perros de guerra y sus esclavos que lanzaban venablos, fueron vendidos a orillas del Meandro, desde que la magnífica Mileto fue arruinada por los persas. Era una ciudad de molicie, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, telas de lino hilado al torno de colores violeta, púrpura y cocodrilo, sarápides color amarillo manzana y blancas y rosas, paños de Egipto color jacinto, con los fulgores del fuego y los matices móviles del mar, y calasiris de Persia, de tejido apretado, ligero, todos ellos tachonados en su fondo escarlata de granos de oro en forma de copelas.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de Odjigh

Marcel Schwob


Cuento


En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Salvaje

Marcel Schwob


Cuento


El padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a arrastrarse sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas magulladas y sus ramitas heridas. Por la noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la sombra. Búchette sabía a qué hora había que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el trozo de pan moreno. El se tendía entre las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para gritar: «¡Uuu!».

Había una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía observarla desde lejos.

Cierta mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de la misma edad de Búchette.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Carreras: Mimo XIII

Marcel Schwob


Cuento


Las higueras han dejado caer sus higos y los olivos sus aceitunas, porque algo extraño ha ocurrido en la isla de Scira. Una muchacha huía, perseguida por un muchacho. Se había levantado el bajo de la túnica y se veía el borde de sus pantalones de gasa. Mientras corría dejó caer un espejito de plata. El muchacho recogió el espejo y se miró en él. Contempló sus ojos llenos de sabiduría, amó el juicio de éstos, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha comenzó de nuevo a huir, perseguida por un hombre en la fuerza de su edad. Había levantado el bajo de su túnica y sus muslos eran semejantes a la carne de un fruto. En su carrera, una manzana de oro rodó de su regazo. Y el que la perseguía cogió la manzana de oro, la escondió bajo su túnica, la adoró, cesó su persecución y se sentó en la arena. Y la muchacha siguió huyendo, pero sus pasos eran menos rápidos. Porque era perseguida por un vacilante anciano. Se había bajado la túnica, y sus tobillos estaban envueltos en un tejido de muchos colores. Pero mientras corría, ocurrió algo extraño, porque uno después de otro se desprendieron sus senos, y cayeron al suelo como nísperos maduros. El anciano olió los dos, y la muchacha, antes de lanzarse al río que atraviesa la isla de Scira, lanzó dos gritos de horror y de pesar.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Lilit

Marcel Schwob


Cuento


Pienso que la amó tanto cuanto se puede amar a una mujer en este mundo; pero su historia fue más triste que ninguna. Él había estudiado durante mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francisca de Rímini cantaban en sus oídos.

En el primer ardor de su juventud había amado apasionadamente las vírgenes atormentadas de Correggio, cuyos cuerpos voluptuosamente prendados de cielo tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman dolorosamente al amor. Más tarde, admiró el pálido esplendor humano de las figuras de Rafael, su sonrisa apacible y su gozo virginal. Pero cuando fue él mismo, eligió por maestro, como Dante, a Brunetto Latini, y vivió en su siglo en el que los rostros rígidos tienen la extraordinaria beatitud de los paraísos misteriosos.

Y, entre las mujeres, conoció primero a Jenny, que era nerviosa y apasionada, cuyos ojos estaban adorablemente rodeados de ojeras, bañados de humedad lánguida, con una mirada profunda. Fue un amante triste y soñador; buscaba la expresión de la voluptuosidad con una acritud entusiasta; y cuando Jenny, fatigada, se quedaba dormida con los primeros rayos del alba, él esparcía guineas brillantes entre sus cabellos soleados; luego, contemplando sus párpados cerrados y sus largas pestañas que reposaban, su frente cándida que parecía ignorar el pecado, se preguntaba amargamente, recostado sobre la almohada, si ella no prefería el oro amarillo a su amor y qué sueños desilusionantes estarían pasando bajo las paredes transparentes de su carne.


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5 págs. / 9 minutos / 54 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Señores Burke y Hare: Asesinos

Marcel Schwob


Cuento


El señor William Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no hay duda alguna de que el poder de invención y simplificación perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos fueron presos. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo Burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Pocahontas: Princesa

Marcel Schwob


Cuento


Pocahontas era la hija del rey Powhatan, el que reinaba sentado en un trono hecho como para servir de cama y cubierto con un gran manto de pieles de mapache cosidas de las cuales pendían todas sus colas. Fue criada en una casa alfombrada con esteras, entre sacerdotes y mujeres que tenían la cabeza y los hombros pintados de rojo vivo y que la entretenían con mordillos de cobre y cascabeles de serpiente. Namontak, un servidor fiel, velaba por la princesa y organizaba sus juegos. A veces la llevaban a la floresta, junto al gran río Rappahanok, y treinta vírgenes desnudas bailaban para distraerla. Estaban pintadas de diversos colores y ceñidos por hojas verdes, llevaban en la cabeza cuernos de macho cabrío, y una piel de nutria en la cintura y, agitando mazas, saltaban alrededor de una hoguera crepitante. Cuando la danza terminaba, desparramaban las brasas y llevaban a la princesa de regreso a la luz de los tizones.

En el año 1607 el país de Pocahontas fue turbado por los europeos. Gentilhombres arruinados, estafadores y buscadores de oro, fueron a acostar en las orillas del Potomac y construyeron chozas de tablas. Les dieron a las chozas el nombre de Jamestown y llamaron a su colonia Virginia. Virginia no fue, por esos años, sino un miserable pequeño fuerte construido en la bahía de Chesapeake, en medio de los dominios del gran rey Powhatan. Los colonos eligieron para presidente al capitán John Smith, quien en otros tiempos había corrido aventuras hasta por tierra de turcos. Deambulaban por las rocas y vivían de los mariscos del mar y del poco trigo que podían obtener en el tráfico con los indígenas.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Séptima: Encantadora

Marcel Schwob


Cuento


Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y las puntas de sus dedos pintadas; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.

Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón. Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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