Introducción
El Creador se sentó sobre el trono, pensando. Tras de sí, se
extendía el continente ilimitado del cielo, impregnado de un resplandor
de luz y color. Ante Él, como un muro, se elevaba la noche del Espacio.
En el cenit, Su poderosa corpulencia descollaba abrupta, semejante a una
montaña. Y Su divina cabeza refulgía como un sol distante. A sus pies
había tres arcángeles, figuras colosales disminuidas casi hasta
desaparecer por el contraste, con las cabezas al nivel de sus tobillos.
Cuando el Creador hubo terminado de reflexionar, dijo:
“He pensado, ¡contemplad!”.
Levantó la mano, y de ella brotó un chorro de fuego, un millón de
soles maravillosos que rasgaron las tinieblas y se elevaron más y más y
más lejos, disminuyendo en magnitud e intensidad al traspasar las
remotas fronteras del Espacio, hasta ser, al fin, puntas de diamantes
resplandeciendo en el vasto techo cóncavo del universo.
Al cabo de una hora fue disuelto el Gran Consejo.
Sus miembros se retiraron de la Presencia impresionados y
cavilosos, dirigiéndose a un lugar privado donde pudieran hablar con
libertad. Ninguno de los tres quería tomar la iniciativa, aunque cada
uno deseaba que alguien lo hiciera. Ardían en deseos de discutir el gran
acontecimiento, pero preferían no comprometerse hasta saber cómo lo
consideraban los demás. Se desarrolló así una conversación vaga y llena
de pausas sobre asuntos sin importancia, que se arrastró tediosamente,
sin objetivo, hasta que por fin el arcángel Satanás se armó de valor
–del que tenía una buena provisión— y abrió el fuego.
Dijo: —todos sabemos el tema a tratar aquí, señores, y ya podemos
dejar los fingimientos y comenzar. Si ésta es la opinión del Consejo…
—¡Lo es, lo es!—, expresaron Gabriel y Miguel, interrumpiendo agradecidos.
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