Primera parte
1
Estamos en el año de 1492. Tengo ochenta y dos de edad. Los
episodios de los que voy a hablaros son hechos que yo mismo contemplé
durante mi infancia y adolescencia. En las leyendas, romances y
canciones dedicadas a Juana de Arco que todos vosotros y el resto de la
gente leéis, recitáis y entonáis gracias a los libros estampados con el
nuevo arte de imprimir, recientemente inventado, se hace repetida
mención de mí, el caballero Luis de Conte. Yo fui su paje, asistente y
secretario. Estuve con ella desde el principio hasta el final.
Me crié con ella, en el mismo pueblo. Jugábamos juntos a diario
cuando éramos niños los dos, lo mismo que vosotros jugáis con vuestros
compañeros. Ahora, cuando nos damos cuenta de lo grande que fue, ahora
que su nombre es conocido en el mundo entero, puede resultar increíble
que yo esté diciendo la verdad. Es como si un triste cirio, débil y de
corta duración, al hablar del sol eterno y refulgente que recorre los
cielos, dijera: «Él fue mi camarada y vecino cuando los dos éramos
cirios».
Y, sin embargo, en mi caso, ésta es la verdad, tal como yo la digo.
Fui su compañero de juegos y luché a su lado en la guerra. Hasta hoy
conservo en mi memoria, bello y nítido, el retrato de aquella querida
figurita, con el cuerpo inclinado sobre el cuello de su caballo, que
volaba, cargando al frente de los ejércitos de Francia. Sus cabellos le
flotaban sobre la espalda, su coraza de plata se adentraba cada vez más y
más profunda y firmemente en el fragor de la batalla, perdiéndose
algunas veces de vista entre las agitadas cabezas de los caballos.
Espadas levantadas, plumas flotando en el aire, sobresaliendo de los
escudos protectores.
Información texto 'Juana de Arco'