Hay muchísimas mujeres que piensan que, con tal
de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse,
sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo
esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su
caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de
Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una
prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la
señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y
recibidas por ella y por el barón de Aumelach, no tendrían consecuencia
alguna, siempre que no fueran conocidas; y que si, por desgracia,
llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido,
no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó… El señor de Guissac,
desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella
y se apodera de una carta; al principio no encuentra en ella nada que
justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para
alimentar sus sospechas. Coge una pistola y un vaso de limonada e
irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer…
—Señora, he sido traicionado —le ruge enfurecido—; leed este billete:
él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección
de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que
puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es,
sin lugar a duda, de crimen alguno.
—¡Ya no me convenceréis, pérfida! —le contesta el marido furibundo—,
¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os
privará de la luz del día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.
Información texto 'El Fingimiento Feliz (o la Ficción Afortunada)'