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La Flor del Castaño

Marqués de Sade


Cuento


Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

—¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor —dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía—. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.

—Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

—¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

—Pero, señorita…

—Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

—Señorita —responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz—, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

—¿Que la flor del castaño…?

—Pues bien, señorita, que huele como cuando se j…


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

¡Que me engañen siempre así!

Marqués de Sade


Cuento


Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de…, cuyo nombre, teniendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle. Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de Su Ilustrísima poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser revendida otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que se conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusieron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la alcahueta… «En su vida ha puesto la mano en ese sitio —comentaba ésta a la compañera que la ayudaba en la superchería—; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer…».

Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; comparece la víctima, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sacudida:


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Marido Escarmentado

Marqués de Sade


Cuento


A un hombre de edad ya madura, por más que hasta ese momento había vivido siempre sin una esposa, se le ocurrió casarse, y lo que tal vez hizo más en contradicción con sus sentimientos fue escoger a una jovencita de dieciocho años con el rostro más atractivo del mundo y el talle más adorable. El señor de Bernac, pues así se llamaba este marido, cometía una increíble estupidez al buscar una esposa, pues era menos versado que nadie en los placeres que procura el himeneo y las manías con que reemplazaba los castos y delicados placeres del vínculo conyugal distaban mucho de agradar a una joven de la manera de ser de la señorita de Lurcie, que así se llamaba la desdichada que Bernac acababa de encadenar a su vida. Y la misma noche de bodas confesó sus gustos a su joven esposa, tras hacerle jurar que no revelaría nada de ello a sus padres; se trataba —como señala el celebre Montesquieu— de ese ignominioso comportamiento que hace retroceder a la infancia: la joven esposa en la postura de una niña merecedora de un correctivo, se prestaba de esa forma, quince o veinte minutos más o menos, a los brutales caprichos de su decrépito esposo, y era con la ilusión de esta escena con lo que él lograba saborear esa sensación de deliciosa embriaguez que todo hombre, con más sanos instintos, de seguro no habría querido sentir más que en los amorosos brazos de Lurcie. La operación le pareció un poco dura a una muchacha delicada, bonita, criada en la comodidad y ajena a toda pedantería; no obstante, como le habían recomendado mostrarse sumisa, pensó que todos los maridos se comportaban igual; tal vez el propio Bernac había alentado esa idea, y ella se entregó con la mayor honestidad del mundo a la depravación de su sátiro; todos los días se repetía lo mismo y a menudo dos veces en vez de una.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mojigata

Marqués de Sade


Cuento


El señor de Sernenval, que rondaba los cuarenta años de edad, contaba con unas doce o quince mil libras de renta que gastaba con toda tranquilidad en París, y no ejercía ya la carrera de comercio que antaño había estudiado con miras a conseguir un cargo de regidor. Hacía algunos años había contraído matrimonio con la hija de uno de sus antiguos colegas, cuando ella tenía unos veinticuatro años. No había otra mujer con tanta frescura, con tanta lozanía y tan rellenita como la señora de Sernenval. Aunque no tuviera el físico de las Gracias, resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor, y aunque su apariencia no fuera precisamente el de una reina, emanaba de ella tanta voluptuosidad, con esos ojos tan amorosos y lánguidos, esa boca tan hermosa, esos senos tan redonditos y firmes, que era una de las mujeres más atrayentes de París.

Sin embargo, la señora de Sernenval, tan atractiva como era, adolecía de un defecto insoportable: una infinita mojigatería, una beatería irritante y una actitud tan ridículamente pudorosa que raramente su marido podía convencerla para que se dejara ver en público en su compañía. Tampoco era frecuente que accediera a pasar la noche con él, y cuando se dignaba a otorgarle este placer, lo hacía siempre con el máximo recato, vestida con un horrible camisón del que no se despojaba jamás. Únicamente le permitía la entrada a través de una abertura realizada artísticamente, a tal efecto, en el pórtico del Himeneo, y siempre con la condición de que no intentara ningún otro contacto ni tocamiento deshonesto.

Él respetaba con resignación los pudorosos límites que ella le imponía para evitar que montara en cólera, y por miedo a perder el favor de su mujer, a la que adoraba, aunque tanta mojigatería le resultaba ridícula; por eso, de vez en cuando, intentaba sermonearla.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Agudeza Gascona

Marqués de Sade


Cuento


Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta doblones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros.

—Señores, ¿cuál de vosotros —pregunta con un acento que delataba su patria—, quién, os lo ruego, es el señor Colbert?

—Yo, señor —le responde el ministro—. ¿En qué puedo serviros?

—Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es preciso que me descontéis en seguida.

El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.

—Con mucho gusto —contestó el gascón—, excelente idea, pues no he cenado todavía.

Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado mayor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gascón sube… pero no le entregan más que cien doblones.

—¿Queréis bromear, señor? —dice al funcionario—. ¿O no veis que mi orden dice ciento cincuenta?

—Señor —le contesta el escribiente—, veo perfectamente vuestra orden, pero os descuento cincuenta doblones por la cena.

—¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!

—Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.

—Perfectamente —replica el gascón—, en ese caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.

La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Agustina de Villeblanche o la Estratagema del Amor

Marqués de Sade


Cuento


De todos los extravíos de la naturaleza, el que más ha hecho cavilar, el que más extraño ha parecido a esos pseudofilósofos que quieren analizarlo todo sin entender nunca nada —comentaba un día a una de sus mejores amigas la señorita de Villeblanche, de la que pronto tendremos ocasión de ocuparnos— es esa curiosa atracción que mujeres de una determinada idiosincrasia o de un determinado temperamento han sentido hacia personas de su mismo sexo. Y, aunque mucho antes de la inmortal Safo, y después de ella, no ha habido una sola región del universo, ni una sola ciudad, que no nos haya mostrado a mujeres de ese capricho, y, por tanto, ante pruebas tan contundentes, parecería más razonable, antes que acusar a esas mujeres de un crimen contra la naturaleza, acusar a ésta de extravagancia; con todo, nunca se ha dejado de censurarlas y, sin el imperioso ascendiente que siempre tuvo nuestro sexo, quién sabe si un Cujas, un Bartole o un Luis IX no habrían concebido la idea de condenar también al fuego a esas sensibles y desventuradas criaturas, como bien se cuidaron de promulgar leyes contra los hombres que, propensos al mismo tipo de singularidad y con razones tan igualmente convincentes, han creído bastarse entre ellos y han opinado que la unión de los sexos, tan útil para la propagación, podía muy bien no ser de tanta importancia para el placer. Dios no quiera que nosotras tomemos partido alguno en todo ello…, ¿verdad, querida? —continuaba la hermosa Agustina de Villeblanche, mientras daba a su amiga besos un tanto delatadores—.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Discurso Provenzal

Marqués de Sade


Cuento


Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la tierra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación. Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Diálogo entre un Sacerdote y un Moribundo

Marqués de Sade


Cuento


El Sacerdote: Llegado el instante fatal en que el velo de la ilusión sólo se desgarra para dejar al hombre reducido al cuadro cruel de sus errores y sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los múltiples desórdenes a los que te condujo la humana debilidad y fragilidad?

El Moribundo: Sí, amigo mío, me arrepiento.

El Sacerdote: Pues bien, aprovecha estos remordimientos felices para obtener del cielo, en este corto intervalo, la absolución general de tus faltas, y piensa que es por la mediación del santísimo sacramento de la penitencia que te será posible obtenerla del Eterno.

El Moribundo: No nos comprendemos.

El Sacerdote: ¡Cómo!

El Moribundo: Te he dicho que me arrepentía.

El Sacerdote: Así lo oí.

El Moribundo: Sí, pero sin comprenderlo.

El Sacerdote: ¿Qué interpretación?…

El Moribundo: Ésta… Creado por la naturaleza con inclinaciones ardorosas, con pasiones fortísimas, únicamente colocado en este mundo para entregarme a ellas y para satisfacerlas, y estos efectos de mi creación no siendo más que necesidades relativas a las primeras vistas de la naturaleza, o, si lo prefieres, sólo derivaciones esenciales de sus proyectos sobre mí, todos en razón de sus leyes, sólo me arrepiento de no haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos remordimientos sólo se refieren al mediocre uso que hice de las facultades (criminales según tú, según yo muy simples) que ella me había dado para servirla. La he resistido algunas veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus sistemas absurdos, con ellos combatí toda la violencia de los deseos que había recibido de una inspiración más que divina, de eso me arrepiento. Coseché sólo flores cuando pude hacer una amplia cosecha de frutos… Estos son los justos motivos de mi pesar. Estímame en algo para no atribuirme otros.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Alcahuete Castigado

Marqués de Sade


Cuento


Durante la Regencia ocurrió en París un hecho tan singular que aún hoy en día puede ser narrado con interés; por un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje que nunca pudo ser declarado del todo; por otro, tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue descubierto jamás. Y en cuanto a… las conjeturas, antes de presentar la catástrofe desencadenada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos terrible


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Cornudo de Sí Mismo o la Reconciliación Inesperada

Marqués de Sade


Cuento


Uno de los peores defectos de las personas mal educadas es el de estar siempre aventurando un sinnúmero de indiscreciones, murmuraciones o calumnias sobre todo ser viviente y, por si fuera poco, delante de gente a la que no conocen. Es imposible calcular la cantidad de enredos que son fruto de esa clase de charlatanería, pues, para ser sinceros, ¿quién es el hombre honrado que oye hablar mal de aquello que le conviene y no aprovecha la ocasión que le sale al paso? A los jóvenes no se les inculca suficientemente el principio de un comportamiento sensato, no se les enseña lo bastante a conocer el medio, los nombres, los atributos o las cualidades de las personas con las que han de vivir; en lugar de eso, les enseñan mil estupideces que sólo sirven para que se rían de ellas tan pronto como alcanzan la edad de la razón. Da siempre la impresión de que están educando a unos capuchinos; en todo momento beaterías, supercherías o inutilidades y nunca una máxima de moral oportuna. Peor aún, preguntad a un joven sobre sus verdaderos deberes para con la sociedad, preguntadle sobre lo que se debe a sí mismo y lo que debe a los demás o cómo hay que comportarse para ser feliz. Os contestará que le han enseñado a ir a misa y a recitar las letanías, pero que no comprende nada de lo que le preguntáis, que le han enseñado a bailar y a cantar, pero no a vivir con las demás personas. La presente historia, fruto del defecto que acabamos de señalar, no llegó a hacer correr la sangre, y sólo dio lugar a una simple broma. Para poder contarla con detalle vamos a abusar unos minutos de la paciencia de nuestros lectores.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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