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autor: Marqués de Sade etiqueta: Cuento


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La Flor del Castaño

Marqués de Sade


Cuento


Se supone, yo no lo afirmaría, pero algunos eruditos nos lo aseguran, que la flor del castaño posee efectivamente el mismo olor que ese prolífico semen que la naturaleza tuvo a bien colocar en los riñones del hombre para la reproducción de sus semejantes.

Una tierna damisela, de unos quince años de edad, que jamás había salido de la casa paterna, se paseaba un día con su madre y con un presumido clérigo por la alameda de castaños que con la fragancia de las flores embalsamaban el aire con el sospechoso aroma que acabamos de tomarnos la libertad de mencionar.

—¡Oh! Dios mío, mamá, ese extraño olor —dice la jovencita a su madre sin darse cuenta de dónde procedía—. ¿Lo oléis, mamá…? Es un olor que conozco.

—Callaos, señorita, no digáis esas cosas, os lo ruego.

—¿Y por qué no, mamá? No veo que haya nada de malo en deciros que ese olor no me resulta desconocido y de eso ya no me cabe la menor duda.

—Pero, señorita…

—Pero, mamá, os repito que lo conozco: padre, os ruego que me digáis qué mal hago al asegurarle a mamá que conozco ese olor.

—Señorita —responde el eclesiástico, acariciándose la papada y aflautando la voz—, no es que haya hecho ningún mal exactamente; pero es que aquí nos hallamos bajo unos castaños y nosotros los naturalistas admitimos, en botánica, que la flor del castaño…

—¿Que la flor del castaño…?

—Pues bien, señorita, que huele como cuando se j…


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Esposo Complaciente

Marqués de Sade


Cuento


Toda Francia se enteró de que el príncipe de Bauffremont tenía, poco más o menos, los mismos gustos que el cardenal del que acabamos de hablar. Le habían dado en matrimonio a una damisela totalmente inexperta a la que, siguiendo la costumbre, habían instruido tan sólo la víspera.

—Sin mayores explicaciones —le dice su madre— como la decencia me impide entrar en ciertos detalles, sólo tengo una cosa que recomendarte, hija mía: desconfía de las primeras proposiciones que te haga tu marido y contéstale con firmeza: «No, señor, no es por ahí por donde se toma a una mujer decente; por cualquier otro sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera….»

Se acuestan y por un prurito de pudor y de honestidad que no se hubiera sospechado ni por asomo, el príncipe, queriendo hacer las cosas como Dios manda al menos por una vez, no propone a su mujer más que los castos placeres del himeneo; pero la joven, bien educada, se acuerda de la lección:

—¿Por quién me tomas, señor? —le dice—. ¿Te has creído que yo iba a consentir algo semejante? Por cualquier otro sitio que te guste, pero por ahí de ninguna manera.

—Pero, señora…

—No, señor, por más que insistas nunca accederé a eso.

—Bien, señora, habrá que complacerte —contesta el príncipe apoderándose de su altar predilecto—. Mucho me molestaría que dijeran que quise disgustarte alguna vez.

Y que vengan a decirnos ahora a nosotros que no merece la pena enseñar a las hijas lo que un día tendrán que hacer con sus maridos.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mojigata

Marqués de Sade


Cuento


El señor de Sernenval, que rondaba los cuarenta años de edad, contaba con unas doce o quince mil libras de renta que gastaba con toda tranquilidad en París, y no ejercía ya la carrera de comercio que antaño había estudiado con miras a conseguir un cargo de regidor. Hacía algunos años había contraído matrimonio con la hija de uno de sus antiguos colegas, cuando ella tenía unos veinticuatro años. No había otra mujer con tanta frescura, con tanta lozanía y tan rellenita como la señora de Sernenval. Aunque no tuviera el físico de las Gracias, resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor, y aunque su apariencia no fuera precisamente el de una reina, emanaba de ella tanta voluptuosidad, con esos ojos tan amorosos y lánguidos, esa boca tan hermosa, esos senos tan redonditos y firmes, que era una de las mujeres más atrayentes de París.

Sin embargo, la señora de Sernenval, tan atractiva como era, adolecía de un defecto insoportable: una infinita mojigatería, una beatería irritante y una actitud tan ridículamente pudorosa que raramente su marido podía convencerla para que se dejara ver en público en su compañía. Tampoco era frecuente que accediera a pasar la noche con él, y cuando se dignaba a otorgarle este placer, lo hacía siempre con el máximo recato, vestida con un horrible camisón del que no se despojaba jamás. Únicamente le permitía la entrada a través de una abertura realizada artísticamente, a tal efecto, en el pórtico del Himeneo, y siempre con la condición de que no intentara ningún otro contacto ni tocamiento deshonesto.

Él respetaba con resignación los pudorosos límites que ella le imponía para evitar que montara en cólera, y por miedo a perder el favor de su mujer, a la que adoraba, aunque tanta mojigatería le resultaba ridícula; por eso, de vez en cuando, intentaba sermonearla.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Obispo en el Atolladero

Marqués de Sade


Cuento


Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de las blasfemias. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.

A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las “b” y a las “f” pertenecía un anciano obispo de Mirepoix, que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo. Cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers, su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.

—Monseñor —exclamó al fin el cochero, a punto de estallar—, mientras permanezcas ahí mis caballos no podrán dar un paso.

—¿Y por qué no? —contestó el obispo.

—Porque es absolutamente necesario que yo suelte una blasfemia y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si no me lo permite.

—Bueno, bueno —contestó el obispo, zalamero, santiguándose—, blasfema, pues, hijo mío, pero lo menos posible.

El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo… y llegan sin novedad.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Fingimiento Feliz (o la Ficción Afortunada)

Marqués de Sade


Cuento


Hay muchísimas mujeres que piensan que, con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón de Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas; y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó… El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una doncella y se apodera de una carta; al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas. Coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer…

—Señora, he sido traicionado —le ruge enfurecido—; leed este billete: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

—¡Ya no me convenceréis, pérfida! —le contesta el marido furibundo—, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

¡Que me engañen siempre así!

Marqués de Sade


Cuento


Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de…, cuyo nombre, teniendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle. Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de Su Ilustrísima poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser revendida otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que se conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusieron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la alcahueta… «En su vida ha puesto la mano en ese sitio —comentaba ésta a la compañera que la ayudaba en la superchería—; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer…».

Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; comparece la víctima, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sacudida:


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Agustina de Villeblanche o la Estratagema del Amor

Marqués de Sade


Cuento


De todos los extravíos de la naturaleza, el que más ha hecho cavilar, el que más extraño ha parecido a esos pseudofilósofos que quieren analizarlo todo sin entender nunca nada —comentaba un día a una de sus mejores amigas la señorita de Villeblanche, de la que pronto tendremos ocasión de ocuparnos— es esa curiosa atracción que mujeres de una determinada idiosincrasia o de un determinado temperamento han sentido hacia personas de su mismo sexo. Y, aunque mucho antes de la inmortal Safo, y después de ella, no ha habido una sola región del universo, ni una sola ciudad, que no nos haya mostrado a mujeres de ese capricho, y, por tanto, ante pruebas tan contundentes, parecería más razonable, antes que acusar a esas mujeres de un crimen contra la naturaleza, acusar a ésta de extravagancia; con todo, nunca se ha dejado de censurarlas y, sin el imperioso ascendiente que siempre tuvo nuestro sexo, quién sabe si un Cujas, un Bartole o un Luis IX no habrían concebido la idea de condenar también al fuego a esas sensibles y desventuradas criaturas, como bien se cuidaron de promulgar leyes contra los hombres que, propensos al mismo tipo de singularidad y con razones tan igualmente convincentes, han creído bastarse entre ellos y han opinado que la unión de los sexos, tan útil para la propagación, podía muy bien no ser de tanta importancia para el placer. Dios no quiera que nosotras tomemos partido alguno en todo ello…, ¿verdad, querida? —continuaba la hermosa Agustina de Villeblanche, mientras daba a su amiga besos un tanto delatadores—.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Hay Sitio Para Dos

Marqués de Sade


Cuento


Una hermosísima burguesa de la calle Saint—Honoré, de unos veinte años de edad, rolliza, regordeta, con las carnes más frescas y apetecibles, de formas bien torneadas aunque algo abundantes, y que unía a tantos atractivos presencia de ánimo, vitalidad y la más intensa afición a todos los placeres que le vedaban las rigurosas leyes del himeneo, se había decidido desde hacía un año aproximadamente a proporcionar dos ayudas a su marido que, viejo y feo, no solo le asqueaba profundamente, sino que, para colmo, tan mal y tan rara vez cumplía con sus deberes que, tal vez, un poco mejor desempeñados habrían podido calmar a la exigente Dolmène, que así se llamaba nuestra burguesa. Nada mejor organizado que las citas concertadas con estos dos amantes: a Des—Roues, joven militar, le tocaba de cuatro a cinco de la tarde, y de cinco y media a siete era el turno de Dolbreuse, joven comerciante con la más hermosa figura que se pudiera contemplar. Resultaba imposible fijar otras horas, eran las únicas en que la señora Dolmène estaba tranquila: por la mañana tenía que estar en la tienda, por la tarde a veces tenía que ir allí igualmente o bien su marido regresaba y había que hablar de sus negocios.


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Preceptor Filosófico

Marqués de Sade


Cuento


De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su educación, los misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las materias más sublimes de esta educación, no son, sin embargo, las que se introducen con mayor facilidad en su joven espíritu. Persuadir, por ejemplo, a un muchacho de catorce o quince años de que Dios padre y Dios hijo no son sino uno, que el hijo es consustancial a su padre y que el padre lo es al hijo, etc., todo esto, por necesario que sea no obstante para la felicidad de la vida es más difícil de hacer comprender que el álgebra y cuando se quiere tener éxito, uno se ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas explicaciones materiales que, por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un muchacho la comprensión de la misteriosa materia.

Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet, preceptor del condesito de Nerceuil, que tenía unos quince años de edad y el rostro más hermoso que fuera posible contemplar.

—Padre —decía día tras día el joven conde a su precepto—, de verdad que la consustancialidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente imposible concebir que dos personas puedan convertirse en una sola: aclaradme ese misterio, os lo suplico, o ponedlo al menos a mi alcance.

El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de poder facilitar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un hombre de provecho, ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar las dificultades que hacían cavilar al conde, y este procedimiento, tomado de la naturaleza necesariamente tenía que resultar bien. Hizo venir a su casa a una jovencita de trece a catorce años y tras asesorarla convenientemente la unió a su joven discípulo.


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Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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