Textos más vistos de Máximo Gorki publicados por Edu Robsy | pág. 2

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autor: Máximo Gorki editor: Edu Robsy


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Boles

Máximo Gorki


Cuento


He aquí lo que me refirió un día un amigo:

«Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo una de “esas señoras”. Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía tallada a hachazos. Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus ojos oscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su corpachón de vendedora del mercado.

Yo vivía en la buhardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que, naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba maligna y cínica. Con frecuencia la veía borracha, con los ojos huraños y los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces solía decirme:

—¡Salud, señor estudiante!

Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible, que yo no acababa de decidirme a la mudanza.

Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:

—¡Salud, señor estudiante!

—¿En qué puedo servir a usted? —le pregunté.

Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.

—Mire usted, señor… Yo quisiera pedirle un favor… Espero que no me lo negará usted.

Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: “Se vale de un subterfugio para atentar contra mi castidad, no cabe duda. ¡Firmeza, Egor!”

—Mire usted, necesito escribir una carta… a mi tierra —dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.


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5 págs. / 10 minutos / 155 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Khan y su Hijo

Máximo Gorki


Cuento


Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan Masolaima al—Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…»

De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua —rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península— un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros —con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro— estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.

La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.

«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas —siguió diciendo el ciego.


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8 págs. / 14 minutos / 121 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Timador

Máximo Gorki


Cuento


I. El encuentro con él

… Tropezando en la niebla con los setos, caminaba yo intrépidamente por los charcos de fango de una ventana a otra, llamaba con los dedos, no muy fuerte, y voceaba:

—¡¿Permitiríais hacer noche a un transeúnte?!

En respuesta, me enviaban al vecino, a la «isba comunal», al diablo. En una ventana prometieron que me echarían al perro, en otra callaron pero me amenazaron elocuentemente con un gran puño. Y una mujer me gritó:

—¡Vete, lárgate mientras estés entero! Tengo al marido en casa…

De lo que deduje que, evidentemente, acogía en casa huéspedes para dormir cuando no estaba el marido… Lamentando que él estuviera en casa, me dirigí a la siguiente ventana.

—¡Gentes de bien! ¡¿Permitiríais hacer noche a un transeúnte?!

Me respondieron cariñosamente:

—¡Vete con Dios, aléjate!

Y hacía un tiempo de perros: caía una lluvia fina y fría, la tierra enfangada estaba ajustadamente envuelta por la niebla. De vez en cuando, a saber de dónde, soplaba una ráfaga de viento que suavemente golpeaba las ramas de los árboles, hacía frufrú con la paja mojada de los tejados y alumbraba muchos sonidos melancólicos más, rompiendo el silencio de la oscura noche con una afligida música. Escuchando aquel triste preludio del duro poema llamado otoño, las gentes a cubierto, ciertamente, estaban de mal humor y por eso no me dejaban pasar a pernoctar. Luché durante un buen rato contra su resolución, se me resistieron con firmeza y, al final, destruyeron mi esperanza de pasar la noche bajo techo. Entonces salí de la aldea hacia el campo, pensando que tal vez allí encontraría un almiar de heno o paja, aunque solo la casualidad podría mostrármelo en aquella pesada y densa oscuridad.


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43 págs. / 1 hora, 15 minutos / 78 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

La Madre del Monstruo

Máximo Gorki


Cuento


Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo… Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.


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6 págs. / 10 minutos / 126 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Exhombres

Máximo Gorki


Novela corta


I

La calle del Arrabal consta de dos hileras de casuchas de un solo piso, muy pegadas las unas a las otras, decrépitas, con las paredes vencidas y las ventanas desvencijadas. Los tejados hundidos de las viviendas maltratadas por el paso del tiempo, remendados con tablones de tilo, están cubiertos de musgo; sobre ellos se alzan en algunos sitios unas altas pértigas con jaulas para los estorninos. Les da sombra el verdor polvoriento del saúco y de los sauces encorvados: triste flora de las afueras de las ciudades, habitadas por los más miserables.

Los gastados cristales, verdosos y turbios, de las ventanas de las casas intercambian sus miradas de cobardes rateros. Por mitad de la calle desciende un reguero zigzagueante, que va sorteando los profundos baches cavados por las lluvias. Aquí y allá se ven montones de cascajo y toda clase de residuos, cubiertos de hierbajos: igual pueden ser los restos que los comienzos de una de esas construcciones que acometen sin éxito los vecinos en su lucha contra los torrentes que bajan impetuosos de la ciudad cada vez que llueve. Arriba, en lo alto de la colina, las mansiones de piedra se ocultan entre la vegetación exuberante de los frondosos jardines, los campanarios de las iglesias se elevan orgullosos hacia el azul, sus cruces doradas relumbran al sol.

Cuando llueve, la ciudad vierte en el Arrabal todas sus inmundicias; en tiempos de sequía, lo inunda de polvo. Y todas estas casuchas deformes también parecen desterradas de allí, de los barrios altos, barridas por un poderoso brazo como si no fueran más que basura.

Aplastadas contra el suelo, medio podridas, enfermizas, pintadas por el sol, el polvo y la lluvia de ese color gris desvaído que adquiere la madera envejecida, han ido cubriendo la ladera.


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79 págs. / 2 horas, 18 minutos / 155 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Malva

Máximo Gorki


Cuento


El mar reía.

Bajo el leve soplo del cálido viento se estremecía y, cubriéndose de pequeñas ondas que reflejaban el sol con intensidad cegadora, sonreía al cielo azul con miles de sonrisas de plata. En el profundo espacio entre el mar y el cielo resonaba el alegre batir de las olas, que subían raudas una tras otra por la suave pendiente de la lengua de tierra. Este sonido y el brillo del sol, mil veces reflejado por el escarceo del mar, se fundían en un armonioso e incesante movimiento, colmado de júbilo. El sol se regocijaba de brillar; el mar de reflejar su radiante luz.

El viento acariciaba con ternura el pecho de raso del mar; el sol lo calentaba con sus rayos, y el mar, suspirando somnoliento bajo el suave influjo de estas caricias, impregnaba la calidez del aire con el aroma salado de sus emanaciones. Cuando las olas verdosas alcanzaban la arena amarilla, le arrojaban su blanca espuma, que con un sonido suave se disipaba en la calidez de sus granos, humedeciéndolos.

La estrecha y larga lengua de tierra parecía una inmensa torre que hubiera caído al mar desde la orilla. Hundía su afilada aguja en el infinito desierto de las aguas que reflejaban el sol, perdía su base en la lejanía, donde la bruma bochornosa ocultaba la tierra. De allí llegaba con el viento un olor denso e impreciso, ofensivo en medio de la pureza del mar, al abrigo del azul y límpido cielo.


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58 págs. / 1 hora, 43 minutos / 317 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Anacoreta

Máximo Gorki


Cuento


El barranco boscoso descendía suavemente hacia las aguas amarillas del Oká; un arroyo corría en el fondo, oculto entre hierbas; por encima del barranco discurría el río azul del cielo —muy discreto de día, tembloroso de noche—, donde jugaban las estrellas como gobios dorados.

En la orilla sudoriental del barranco abundaban los matorrales, formando una tupida maraña; en la espesura, al pie de una ladera pronunciada, habían excavado una cueva, cuyo acceso quedaba cerrado por una puerta de gruesas ramas hábilmente entrelazadas. Delante de la puerta había una plataforma de un sazhen de ancho, reforzada con cantos rodados; desde allí, unas pesadas losas formaban una escalera que llegaba hasta el arroyo. Tres árboles jóvenes crecían delante de la cueva: un tilo, un abedul y un arce.

Todo lo que había alrededor de la cueva era consistente y duradero, pensado para una larga vida. Y en su interior todo era igualmente sólido: unas esteras de mimbre, embadurnadas en una mezcla de arcilla y limo del arroyo, revestían las paredes y la bóveda; a la izquierda de la entrada habían construido un pequeño horno y en un rincón destacaba un atril cubierto de una estera tupida, a modo de brocado; por encima del atril, en un aplique de hierro, colgaba una lamparilla: su llamita azulada oscilaba en la oscuridad, iluminando muy débilmente la estancia.

Detrás del atril se veían tres iconos negros; en las paredes colgaban, arracimados, algunos pares de lapti nuevos; había fibras de líber de tilo tiradas por el suelo; un grato aroma a hierbas secas inundaba la cueva.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 159 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Compañeros

Máximo Gorki


Cuento


I

El ardiente sol de julio brillaba sobre Smólkina, derramando sobre sus viejas isbas un copioso torrente de rayos cegadores. Donde más relumbraba era en la isba del alcalde, recientemente retechada con tablones nuevos, suavemente cepillados, amarillos y aromáticos. Era domingo, y casi todo el mundo estaba en la calle, donde crecían en abundancia las hierbas entre montones esparcidos de residuos resecos. Una multitud de aldeanos se había congregado ante la isba del alcalde: algunos estaban sentados en el banco de tierra de la puerta, otros directamente en el suelo, otros aguardaban de pie. En medio del grupo, unos cuantos chiquillos no paraban de alborotar y echar carreras, ganándose de vez en cuando las broncas y pescozones de los adultos.

Un hombre alto, con unos bigotazos que apuntaban hacia el suelo, constituía el centro de la multitud. A juzgar por su rostro atezado, recubierto de una cerrada barba gris y un entramado de profundas arrugas, y por los mechones canosos que asomaban bajo el sucio sombrero de paja, debía rondar los cincuenta años. Mientras miraba al suelo, se podía apreciar cómo le temblaban las aletas de su enorme nariz. Al levantar la cabeza para echar un vistazo a las ventanas de la isba del alcalde, se le vieron los ojos: grandes, tristes, profundamente hundidos en sus órbitas, con las pupilas negras sumidas en la sombra que arrojaban unas cejas pobladas. Vestía una raída sotana marrón de novicio que apenas le cubría las rodillas, ceñida con una cuerda. Llevaba un morral echado a la espalda, en la mano derecha sujetaba un largo bastón rematado por una contera de hierro y ocultaba la izquierda entre la ropa. Quienes le rodeaban le miraban suspicaces, burlones, desdeñosos o, en fin, abiertamente satisfechos de haber conseguido dar caza al lobo antes de que éste hubiera llegado a esquilmar sus rebaños.


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17 págs. / 31 minutos / 134 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Días de Infancia

Máximo Gorki


Biografía, Autobiografía


Capítulo I

En la penumbra de la estrecha habitación, en el suelo, junto a la ventana, yace mi padre, más largo que nunca y envuelto en un lienzo blanco; los dedos de ambos pies se abren de un modo raro y están engarabitados los de sus manos bondadosas, que descansan pacíficamente sobre el pecho; sus ojos, siempre tan joviales, están tapados por los discos negros de sendas monedas de cobre; su apacible semblante está sombrío, y me dan miedo sus dientes, que asoman como una amenaza.

Mi madre, sólo a medias vestida, con refajo rojo, está arrodillada en el suelo y, con un peine negro, que me solía servir a mí para aserrar cáscaras de melón, peina el cabello blando y largo de mi padre, desde la frente hacia la nuca; entre tanto, no para de hablar entrecortado, con voz hueca y ronca; tiene hinchados los ojos grises, que parecen enteramente derretirse cuando las lágrimas fluyen de ellos en gruesas gotas.

A mí me tiene de la mano mi abuela, una señora regordeta, de cabeza muy grande, en que llaman la atención unos ojos enormes y la nariz de ridícula forma; viste completamente de negro y parece como blandecida; a mí me interesa extraordinariamente aquello. También la abuela llora de un modo peculiar y bonachón, como para hacer compañía a mi madre; al llorar tiembla de pies a cabeza y tira de mí y me empuja hacia mi padre; yo me resisto y me escondo detrás de ella, porque tengo mucho miedo y como una desazón misteriosa.

No había visto nunca llorar a personas mayores, ni comprendía las palabras que repetía cien veces la abuela:

—Despídete de tu padre, que no lo volverás a ver. Se ha muerto, hijo mío, de repente y en la plenitud de la vida.


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256 págs. / 7 horas, 29 minutos / 182 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El Jan y su Hija

Máximo Gorki


Cuento


—En aquel tiempo gobernaba en Crimea el jan Mosolaima el Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…

Con estas palabras, cierto tártaro pobre y ciego, apoyando la espalda en el pardo tronco de un árbol, comenzó a relatar una de las antiguas leyendas de aquella península, tan rica en recuerdos. En torno al narrador, sobre fragmentos de piedra del palacio del jan, destruido por el tiempo, se hallaba sentado un grupo de tártaros, ataviados con vistosas túnicas y tubeteikas bordadas en oro. Estaba atardeciendo. El sol descendía lentamente sobre el mar, sus rayos carmesíes atravesaban el oscuro follaje que rodeaba las ruinas y formaba brillantes manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, enredadas por la tenaz hiedra. Susurraba el viento en el soto de los viejos sicómoros, sus hojas murmuraban como si por el aire corrieran arroyos invisibles.

La voz del mísero ciego era débil y trémula, su pétreo rostro no reflejaba en sus arrugas más que paz. Las palabras, aprendidas de memoria, se derramaban una tras otra y, ante su auditorio, se alzaba la imagen de los emocionantes tiempos pretéritos.

—El jan era anciano —decía el ciego—, mas tenía muchas mujeres en su harem. Y éstas amaban al anciano por el vigor y el fuego que aún conservaba y por sus caricias tiernas y apasionadas, pues las mujeres siempre amarán al hombre que sabe acariciar vigorosamente, aunque tenga el pelo cano y el rostro ajado, porque en la fuerza reside la belleza y no en la tersura de la piel ni en el rubor de las mejillas.


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7 págs. / 13 minutos / 74 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

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