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autor: Máximo Gorki editor: Edu Robsy textos no disponibles


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Compañeros

Máximo Gorki


Cuento


I

El ardiente sol de julio brillaba sobre Smólkina, derramando sobre sus viejas isbas un copioso torrente de rayos cegadores. Donde más relumbraba era en la isba del alcalde, recientemente retechada con tablones nuevos, suavemente cepillados, amarillos y aromáticos. Era domingo, y casi todo el mundo estaba en la calle, donde crecían en abundancia las hierbas entre montones esparcidos de residuos resecos. Una multitud de aldeanos se había congregado ante la isba del alcalde: algunos estaban sentados en el banco de tierra de la puerta, otros directamente en el suelo, otros aguardaban de pie. En medio del grupo, unos cuantos chiquillos no paraban de alborotar y echar carreras, ganándose de vez en cuando las broncas y pescozones de los adultos.

Un hombre alto, con unos bigotazos que apuntaban hacia el suelo, constituía el centro de la multitud. A juzgar por su rostro atezado, recubierto de una cerrada barba gris y un entramado de profundas arrugas, y por los mechones canosos que asomaban bajo el sucio sombrero de paja, debía rondar los cincuenta años. Mientras miraba al suelo, se podía apreciar cómo le temblaban las aletas de su enorme nariz. Al levantar la cabeza para echar un vistazo a las ventanas de la isba del alcalde, se le vieron los ojos: grandes, tristes, profundamente hundidos en sus órbitas, con las pupilas negras sumidas en la sombra que arrojaban unas cejas pobladas. Vestía una raída sotana marrón de novicio que apenas le cubría las rodillas, ceñida con una cuerda. Llevaba un morral echado a la espalda, en la mano derecha sujetaba un largo bastón rematado por una contera de hierro y ocultaba la izquierda entre la ropa. Quienes le rodeaban le miraban suspicaces, burlones, desdeñosos o, en fin, abiertamente satisfechos de haber conseguido dar caza al lobo antes de que éste hubiera llegado a esquilmar sus rebaños.


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17 págs. / 31 minutos / 134 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Jan y su Hija

Máximo Gorki


Cuento


—En aquel tiempo gobernaba en Crimea el jan Mosolaima el Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…

Con estas palabras, cierto tártaro pobre y ciego, apoyando la espalda en el pardo tronco de un árbol, comenzó a relatar una de las antiguas leyendas de aquella península, tan rica en recuerdos. En torno al narrador, sobre fragmentos de piedra del palacio del jan, destruido por el tiempo, se hallaba sentado un grupo de tártaros, ataviados con vistosas túnicas y tubeteikas bordadas en oro. Estaba atardeciendo. El sol descendía lentamente sobre el mar, sus rayos carmesíes atravesaban el oscuro follaje que rodeaba las ruinas y formaba brillantes manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, enredadas por la tenaz hiedra. Susurraba el viento en el soto de los viejos sicómoros, sus hojas murmuraban como si por el aire corrieran arroyos invisibles.

La voz del mísero ciego era débil y trémula, su pétreo rostro no reflejaba en sus arrugas más que paz. Las palabras, aprendidas de memoria, se derramaban una tras otra y, ante su auditorio, se alzaba la imagen de los emocionantes tiempos pretéritos.

—El jan era anciano —decía el ciego—, mas tenía muchas mujeres en su harem. Y éstas amaban al anciano por el vigor y el fuego que aún conservaba y por sus caricias tiernas y apasionadas, pues las mujeres siempre amarán al hombre que sabe acariciar vigorosamente, aunque tenga el pelo cano y el rostro ajado, porque en la fuerza reside la belleza y no en la tersura de la piel ni en el rubor de las mejillas.


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7 págs. / 13 minutos / 74 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Khan y su Hijo

Máximo Gorki


Cuento


Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan Masolaima al—Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…»

De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua —rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península— un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros —con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro— estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.

La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.

«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas —siguió diciendo el ciego.


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8 págs. / 14 minutos / 120 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Nacimiento de un Hombre

Máximo Gorki


Cuento


Corría el año 1892, el año del hambre. Me hallaba yo en la orilla del río Kodor, entre Sujum y Ochamchira, no muy lejos de la costa: por debajo del alegre estruendo de las aguas de aquel río de montaña se podía sentir claramente el sordo chapoteo de las olas del mar.

Otoño. En la espuma blanca del Kodor giraban y pasaban de largo las hojas amarillas del lauroceraso, que recordaban a pequeños y ágiles salmones; yo estaba sentado en una piedra, justo en la orilla, pensando en que a lo mejor las gaviotas y los cormoranes también confundían las hojas con peces y se sentían defraudados: acaso por ese motivo gritaban resentidos allí, a mi derecha, más allá de los árboles, donde saltaban las olas del mar.

Por encima de mí, los castaños estaban revestidos de oro; había a mis pies montones de hojas caídas que parecían manos amputadas. Las ramas del ojaranzo que veía en la otra orilla ya estaban desnudas y colgaban en el aire igual que una red desgarrada; como atrapado en ella, saltaba un pájaro carpintero de montaña, de plumaje rojo y amarillo, martilleando con su pico negro la corteza del tronco, haciendo salir a unos insectos que los diestros carboneros y los trepadores azules —huéspedes del norte lejano— aprovechaban para picotear.

A mi izquierda, sobre las cumbres de las montañas, unas densas nubes humeantes amenazaban lluvia y proyectaban unas sombras que se arrastraban por las verdes laderas donde crece el boj, el «árbol muerto», y donde, entre los huecos de las viejas hayas y tilos, se puede encontrar la «miel venenosa» que en la Antigüedad estuvo a punto de causar, con su dulzura embriagadora, la perdición de los soldados de Pompeyo el Grande, derribando a una legión entera de férreos romanos. Las abejas la producen con las flores de lauro y azalea, y los vagabundos la extraen de los huecos de los árboles y se la comen untada en lavash, esa fina torta de harina.


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12 págs. / 22 minutos / 234 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Karamora

Máximo Gorki


Cuento



Deben saber que soy capaz de realizar hazañas. Pero también soy capaz de cualquier bajeza; a veces a uno le entran ganas de hacerle una jugarreta a alguien, aunque sea a la persona más cercana.

Palabras del trabajador ZAJAR MAJÁILOV, provocador, dirigidas a la Comisión de Investigación en 1917 (Véase el artículo de N. Osípovski en El Pasado, vol. VI, 1922).
 


A veces, sin venir a cuento, me vienen a la cabeza ideas viles y siniestras…

N. N. PIROGOV
 


¡Déjenme cometer una infamia!

Un personaje de OSTROVSKI
 


Una vileza exige en ocasiones tanta abnegación como un acto heroico.

De la correspondencia de L. ANDRÉIEV
 


Por sus actos conscientes no se descubre cómo es una persona; son los actos inconscientes los que la delatan.

N. LESKOV, en una carta a Pyliáiev
 


Los rusos tienen la cabeza a pájaros.

I. S. TURGUÉNEV
 

Mi padre era cerrajero. Un hombre corpulento, más bueno que el pan, y siempre alegre. A todo el mundo le encontraba algo gracioso. A mí me quería mucho y me llamaba Karamora: siempre estaba poniendo apodos a todo el mundo. Hay un mosquito grande, parecido a una araña, al que se conoce comúnmente como karamora. Yo era un niño larguirucho y desgarbado; cazar pájaros era mi pasatiempo favorito. Se me daban bien los juegos y salía bien librado en las peleas.

Me han traído montañas de papel. «Escribe cómo ha ocurrido todo», me han dicho. Pero ¿por qué habría de hacerlo? Van a matarme de todas formas…


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46 págs. / 1 hora, 20 minutos / 71 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Kirilka

Máximo Gorki


Cuento


… Cuando el carruaje salió rodando del bosque al lindero, Isái se levantó ligeramente sobre el pescante, estiró el cuello, miró a lo lejos y dijo:

—¡Diablos, parece que se mueve!

—¿Y bien?

—Y a derecho… como si avanzara…

—¡Arrea rápido!

—¡A-ay tú, mer-rmeladota!

El animal, pequeñito y rechoncho, con orejas de asno y pelo de perro maltés, en respuesta al golpe de látigo que recibió en la grupa saltó a un lado del camino, se paró y moviendo las patas en el sitio, comenzó a balancear la cabeza ofendido.

—¡A-arre, ya te enseñaré yo! —gritó Isái, tirando de las riendas.

El salmista Isái Miakínnikov era un hombre deforme, de cuarenta años de edad. En la mejilla izquierda y bajo la barbilla le crecía barba roja, pero en la derecha le había crecido un enorme tumor que le cerraba el ojo y le caía como un saco arrugado sobre el hombro. Borracho impenitente, filósofo pasable y burlón, me llevaba a ver a su hermano, amigo mío, maestro de pueblo, que se estaba muriendo a causa de la tisis. En cinco horas no habíamos avanzado ni veinte verstas, porque el camino era malo y porque el estrambótico animal que nos llevaba tenía mal carácter. Isái lo llamaba shishiga, moledor, mortero, y otros nombres raros, dándose la circunstancia de que todos ellos le iban igual a este caballo, subrayando con exactitud uno u otro rasgo de su apariencia y carácter. También entre la gente se encuentran con frecuencia seres así de complicados a los que va bien cualquier nombre menos el de persona.


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14 págs. / 25 minutos / 51 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Konovalov

Máximo Gorki


Cuento


Al pasar distraídamente la vista por una hoja de periódico, me encontré con el apellido Konovalov e interesado en él leí lo que sigue:

«Ayer por la noche, en la celda número 3 de la prisión local, se colgó del respiradero de la estufa el pancista de la ciudad de Murom Aleksandr Ivánovich Konovalov, de 40 años. El suicida había sido arrestado en Pskov por vagabundeo y había sido enviado bajo escolta a su tierra natal. Según las autoridades carcelarias, era un individuo que siempre estaba tranquilo, callado y pensativo. Debe considerarse, tal y como ha concluido el doctor de la prisión, que la causa que ha inducido a Konovalov al suicidio ha sido la melancolía».

Leí esta breve nota y pensé que tal vez yo podría conseguir explicar con más claridad la causa que había inducido a este hombre pensativo a huir de la vida, ya que yo lo conocía. Es posible que ni tan siquiera tuviera derecho a no hablar de él: era buena gente, de la que no se encuentra con frecuencia en el camino de la vida.

… Tenía dieciocho años cuando conocí a Konovalov. Por aquel entonces, yo trabajaba en una tahona como ayudante de panadero. El panadero había sido soldado del cuerpo de músicos, bebía vodka de manera exagerada, con frecuencia estropeaba la masa y, cuando estaba borracho, le gustaba silbar y redoblar con los dedos sobre lo primero que pillaba. Cuando el dueño de la panadería le amonestaba por los productos estropeados o los que no estaban preparados a su hora, se enfurecía, regañaba al dueño sin piedad y siempre le hacía notar además su talento musical.


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60 págs. / 1 hora, 46 minutos / 128 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

La Madre del Monstruo

Máximo Gorki


Cuento


Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo… Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.


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6 págs. / 10 minutos / 125 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Malva

Máximo Gorki


Cuento


El mar reía.

Bajo el leve soplo del cálido viento se estremecía y, cubriéndose de pequeñas ondas que reflejaban el sol con intensidad cegadora, sonreía al cielo azul con miles de sonrisas de plata. En el profundo espacio entre el mar y el cielo resonaba el alegre batir de las olas, que subían raudas una tras otra por la suave pendiente de la lengua de tierra. Este sonido y el brillo del sol, mil veces reflejado por el escarceo del mar, se fundían en un armonioso e incesante movimiento, colmado de júbilo. El sol se regocijaba de brillar; el mar de reflejar su radiante luz.

El viento acariciaba con ternura el pecho de raso del mar; el sol lo calentaba con sus rayos, y el mar, suspirando somnoliento bajo el suave influjo de estas caricias, impregnaba la calidez del aire con el aroma salado de sus emanaciones. Cuando las olas verdosas alcanzaban la arena amarilla, le arrojaban su blanca espuma, que con un sonido suave se disipaba en la calidez de sus granos, humedeciéndolos.

La estrecha y larga lengua de tierra parecía una inmensa torre que hubiera caído al mar desde la orilla. Hundía su afilada aguja en el infinito desierto de las aguas que reflejaban el sol, perdía su base en la lejanía, donde la bruma bochornosa ocultaba la tierra. De allí llegaba con el viento un olor denso e impreciso, ofensivo en medio de la pureza del mar, al abrigo del azul y límpido cielo.


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58 págs. / 1 hora, 43 minutos / 316 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Por el Mundo

Máximo Gorki


Novela


I

Ya estoy por el mundo, ganándome el pan; trabajo de «chico» en una tienda de «calzado de moda», en la calle principal de la ciudad.

Mi amo es pequeño y regordete; tiene una cara pardusca de borrosas facciones, dientes verdes y ojos del color del agua sucia. Me da la impresión de que es ciego y, en mi deseo de cerciorarme de ello, le hago muecas.

—No tuerzas el morro —me dice en voz baja, pero con severidad.

Es desagradable que estos ojos turbios me vean; no puedo creer que tengan vista, tal vez mi amo haya adivinado simplemente que hago muecas.

—Te digo que no tuerzas el morro —me alecciona en voz más baja aún, casi sin mover sus abultados labios.

—No te rasques las manos —llega hasta mí su seco murmullo—. Trabajas en una tienda de primera categoría, en la calle principal de la ciudad, ¡esto no hay que olvidarlo! El chico de la tienda debe estar plantado ante la puerta como una estatua…

Yo no sé lo que es una estatua, y no puedo dejar de rascarme las manos, pues las tengo —así como los brazos, hasta los codos— cubiertas de ronchas rojas y llagas, el ácaro de la sarna me pica de un modo insoportable.

—¿Qué hacías en tu casa? —pregunta el amo, mirándome las manos.

Se lo digo; él mueve la redonda cabeza, toda cubierta de espesa pelambre gris, y responde, ofendiendo:

—Ser trapero es peor que ser mendigo, peor que robar.

No sin cierto orgullo, le contesto:

—Yo también robaba.

Entonces, después de poner las manos sobre el pupitre, como un gato sus zarpas, clava asustado en mi cara sus ojos inexpresivos y dice con voz:

—¿Qué-e? ¿Cómo que robabas?

Yo le explico cómo y qué.

—Bueno, consideremos eso como nimiedades. Pero si me robas unos zapatos o dinero, te meto en la cárcel hasta que llegues a tu mayoría de edad…


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388 págs. / 11 horas, 20 minutos / 91 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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