Textos más populares esta semana de Máximo Gorki publicados por Edu Robsy | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 26 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Máximo Gorki editor: Edu Robsy


123

Anacoreta

Máximo Gorki


Cuento


El barranco boscoso descendía suavemente hacia las aguas amarillas del Oká; un arroyo corría en el fondo, oculto entre hierbas; por encima del barranco discurría el río azul del cielo —muy discreto de día, tembloroso de noche—, donde jugaban las estrellas como gobios dorados.

En la orilla sudoriental del barranco abundaban los matorrales, formando una tupida maraña; en la espesura, al pie de una ladera pronunciada, habían excavado una cueva, cuyo acceso quedaba cerrado por una puerta de gruesas ramas hábilmente entrelazadas. Delante de la puerta había una plataforma de un sazhen de ancho, reforzada con cantos rodados; desde allí, unas pesadas losas formaban una escalera que llegaba hasta el arroyo. Tres árboles jóvenes crecían delante de la cueva: un tilo, un abedul y un arce.

Todo lo que había alrededor de la cueva era consistente y duradero, pensado para una larga vida. Y en su interior todo era igualmente sólido: unas esteras de mimbre, embadurnadas en una mezcla de arcilla y limo del arroyo, revestían las paredes y la bóveda; a la izquierda de la entrada habían construido un pequeño horno y en un rincón destacaba un atril cubierto de una estera tupida, a modo de brocado; por encima del atril, en un aplique de hierro, colgaba una lamparilla: su llamita azulada oscilaba en la oscuridad, iluminando muy débilmente la estancia.

Detrás del atril se veían tres iconos negros; en las paredes colgaban, arracimados, algunos pares de lapti nuevos; había fibras de líber de tilo tiradas por el suelo; un grato aroma a hierbas secas inundaba la cueva.


Información texto

Protegido por copyright
36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 159 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Boles

Máximo Gorki


Cuento


He aquí lo que me refirió un día un amigo:

«Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo una de “esas señoras”. Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía tallada a hachazos. Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus ojos oscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su corpachón de vendedora del mercado.

Yo vivía en la buhardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que, naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba maligna y cínica. Con frecuencia la veía borracha, con los ojos huraños y los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces solía decirme:

—¡Salud, señor estudiante!

Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible, que yo no acababa de decidirme a la mudanza.

Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:

—¡Salud, señor estudiante!

—¿En qué puedo servir a usted? —le pregunté.

Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.

—Mire usted, señor… Yo quisiera pedirle un favor… Espero que no me lo negará usted.

Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: “Se vale de un subterfugio para atentar contra mi castidad, no cabe duda. ¡Firmeza, Egor!”

—Mire usted, necesito escribir una carta… a mi tierra —dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 154 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Incidente con unos Broches

Máximo Gorki


Cuento


Éramos tres amigos: Siomka Karguza, yo y Mishka, un gigante barbudo de grandes ojos azules que sonreían siempre afables a todo y que siempre estaban hinchados por la embriaguez. Vivíamos en el campo, fuera de la ciudad, en un viejo edificio medio derruido, al que, no se sabe por qué, llamábamos «la fábrica de vidrio», quizá porque en sus ventanas no quedaba entero ni un solo cristal. Hacíamos todo tipo de trabajos: limpiábamos patios, cavábamos zanjas, sótanos o pozos negros, echábamos abajo casas viejas y cercados; una vez hasta tratamos de construir un gallinero, sin éxito alguno. Siomka, que era siempre pedantemente honrado con los encargos a los que se comprometía, puso en duda nuestros conocimientos en arquitectura de gallineros, y una vez a mediodía, cuando estábamos descansando, cogió y se llevó a la taberna los clavos que nos habían entregado, dos tablones nuevos y el hacha del patrón. Por culpa de aquello nos despidieron; pero, como no poseíamos nada, no presentaron reclamación alguna. Estábamos a pan y agua, y los tres sentíamos un gran descontento con nuestra suerte, muy natural y legítimo, dada nuestra situación.

A veces dicho descontento se agudizaba, y despertaba en nosotros un sentimiento hostil contra todo lo que nos rodeaba y nos arrastraba a acometer empresas un tanto ilícitas, según lo estipulado en el «Código penal aplicado por los jueces de paz»; no obstante, por lo general éramos melancólicamente obtusos, estábamos abrumados por encontrar un jornal y reaccionábamos de manera extremadamente indolente ante todas las impresiones existenciales de las que no podía sacarse un beneficio material.

Nos conocimos los tres en un albergue, unas dos semanas antes de los hechos que pretendo relatar, pues los considero de sumo interés.


Información texto

Protegido por copyright
13 págs. / 23 minutos / 151 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Compañeros

Máximo Gorki


Cuento


I

El ardiente sol de julio brillaba sobre Smólkina, derramando sobre sus viejas isbas un copioso torrente de rayos cegadores. Donde más relumbraba era en la isba del alcalde, recientemente retechada con tablones nuevos, suavemente cepillados, amarillos y aromáticos. Era domingo, y casi todo el mundo estaba en la calle, donde crecían en abundancia las hierbas entre montones esparcidos de residuos resecos. Una multitud de aldeanos se había congregado ante la isba del alcalde: algunos estaban sentados en el banco de tierra de la puerta, otros directamente en el suelo, otros aguardaban de pie. En medio del grupo, unos cuantos chiquillos no paraban de alborotar y echar carreras, ganándose de vez en cuando las broncas y pescozones de los adultos.

Un hombre alto, con unos bigotazos que apuntaban hacia el suelo, constituía el centro de la multitud. A juzgar por su rostro atezado, recubierto de una cerrada barba gris y un entramado de profundas arrugas, y por los mechones canosos que asomaban bajo el sucio sombrero de paja, debía rondar los cincuenta años. Mientras miraba al suelo, se podía apreciar cómo le temblaban las aletas de su enorme nariz. Al levantar la cabeza para echar un vistazo a las ventanas de la isba del alcalde, se le vieron los ojos: grandes, tristes, profundamente hundidos en sus órbitas, con las pupilas negras sumidas en la sombra que arrojaban unas cejas pobladas. Vestía una raída sotana marrón de novicio que apenas le cubría las rodillas, ceñida con una cuerda. Llevaba un morral echado a la espalda, en la mano derecha sujetaba un largo bastón rematado por una contera de hierro y ocultaba la izquierda entre la ropa. Quienes le rodeaban le miraban suspicaces, burlones, desdeñosos o, en fin, abiertamente satisfechos de haber conseguido dar caza al lobo antes de que éste hubiera llegado a esquilmar sus rebaños.


Información texto

Protegido por copyright
17 págs. / 31 minutos / 134 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Una Vez en Otoño

Máximo Gorki


Cuento


Una vez, en otoño, me vi en una situación tan molesta como desagradable, recién llegado a una ciudad donde no conocía a nadie. Estaba sin blanca y no tenía dónde dormir.

Tras haberme visto obligado a vender en los días previos toda mi ropa, salvo lo más imprescindible, salí de la ciudad y me dirigí a un lugar conocido como Las Bocas. Allí se encontraban los muelles donde amarraban los barcos de vapor; en la temporada de navegación aquello bullía con una actividad incesante, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y solitario: estábamos a finales de octubre.

Caminaba arrastrando los pies por la arena húmeda, examinándola con suma atención, ansioso de encontrar en ella algún resto comestible; vagaba en solitario entre edificios desiertos y quioscos, pensando en lo bien que se está con la tripa llena…

En esas situaciones, resulta más sencillo saciar el hambre del espíritu que el hambre del cuerpo. Cuando deambulamos por las calles, nos vemos rodeados por edificios de magnífico aspecto, así como —puede uno afirmarlo sin temor a equivocarse— bien amueblados por dentro. Algo que puede suscitar en nosotros deleitosas reflexiones sobre arquitectura, higiene y muchas otras cuestiones profundas y trascendentales; nos cruzamos con personas bien vestidas y abrigadas, personas respetuosas que no vacilan en apartarse delicadamente para no tener que reparar en nuestra existencia lamentable. Os doy mi palabra: el espíritu del hambriento siempre está mejor alimentado, de forma más saludable, que el espíritu del ahíto. ¡Ahí tenemos una hipótesis a partir de la cual podemos sacar una conclusión muy graciosa a favor de los saciados!


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 17 minutos / 129 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Konovalov

Máximo Gorki


Cuento


Al pasar distraídamente la vista por una hoja de periódico, me encontré con el apellido Konovalov e interesado en él leí lo que sigue:

«Ayer por la noche, en la celda número 3 de la prisión local, se colgó del respiradero de la estufa el pancista de la ciudad de Murom Aleksandr Ivánovich Konovalov, de 40 años. El suicida había sido arrestado en Pskov por vagabundeo y había sido enviado bajo escolta a su tierra natal. Según las autoridades carcelarias, era un individuo que siempre estaba tranquilo, callado y pensativo. Debe considerarse, tal y como ha concluido el doctor de la prisión, que la causa que ha inducido a Konovalov al suicidio ha sido la melancolía».

Leí esta breve nota y pensé que tal vez yo podría conseguir explicar con más claridad la causa que había inducido a este hombre pensativo a huir de la vida, ya que yo lo conocía. Es posible que ni tan siquiera tuviera derecho a no hablar de él: era buena gente, de la que no se encuentra con frecuencia en el camino de la vida.

… Tenía dieciocho años cuando conocí a Konovalov. Por aquel entonces, yo trabajaba en una tahona como ayudante de panadero. El panadero había sido soldado del cuerpo de músicos, bebía vodka de manera exagerada, con frecuencia estropeaba la masa y, cuando estaba borracho, le gustaba silbar y redoblar con los dedos sobre lo primero que pillaba. Cuando el dueño de la panadería le amonestaba por los productos estropeados o los que no estaban preparados a su hora, se enfurecía, regañaba al dueño sin piedad y siempre le hacía notar además su talento musical.


Información texto

Protegido por copyright
60 págs. / 1 hora, 46 minutos / 128 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

La Madre del Monstruo

Máximo Gorki


Cuento


Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo… Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 125 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Khan y su Hijo

Máximo Gorki


Cuento


Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan Masolaima al—Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…»

De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua —rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península— un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros —con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro— estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.

La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.

«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas —siguió diciendo el ciego.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 120 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Vuelven

Máximo Gorki


Cuento


Las imponentes rachas de viento de Jiva se estrellaban en las negras montañas de Daguestán; una vez rechazadas, se precipitaban en las frías aguas del mar Caspio, levantando un oleaje encrespado cerca de la orilla.

Miles de blancas crestas se elevaban sobre la superficie, girando y danzando, como cristal fundido bullendo en un inmenso caldero. Los pescadores hablan de «mar picada» para referirse a ese juego del viento y el agua.

Un polvo blanco, formando nubes vaporosas, sobrevolaba el mar, envolviendo una vieja goleta de dos mástiles; venía de Persia, del río Sefid-Rud, y se dirigía a Astracán, con un cargamento de frutos secos: uvas pasas, orejones, melocotones. A bordo viajaba un centenar de pescadores —gente cuya suerte está «en manos de Dios»—, originarios todos de los bosques del alto Volga; hombres sanos, recios, tostados por el viento abrasador, curtidos por las aguas salobres del mar, con barbas crecidas: bestias nobles. Se habían ganado su buen dinero, estaban encantados de volver a casa y alborotaban como osos en cubierta.

Bajo la blanca casulla de las olas, latía y respiraba el cuerpo verde del mar; la goleta lo penetraba con su afilada proa, igual que un arado labrando los campos, y se hundía hasta la borda en la nieve de su espuma rizada, empapando los foques con las heladas aguas otoñales.

En las velas, hinchadas como globos, crujían los remiendos; rechinaban las vergas; las jarcias, muy tirantes, zumbaban melodiosamente. Todo estaba en tensión, lanzado en un vuelo impetuoso. En el cielo corrían alocadas las nubes y entre ellas se bañaba un sol de plata; el mar y el cielo tenían una extraña semejanza: también el cielo parecía en ebullición.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 117 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Por el Mundo

Máximo Gorki


Novela


I

Ya estoy por el mundo, ganándome el pan; trabajo de «chico» en una tienda de «calzado de moda», en la calle principal de la ciudad.

Mi amo es pequeño y regordete; tiene una cara pardusca de borrosas facciones, dientes verdes y ojos del color del agua sucia. Me da la impresión de que es ciego y, en mi deseo de cerciorarme de ello, le hago muecas.

—No tuerzas el morro —me dice en voz baja, pero con severidad.

Es desagradable que estos ojos turbios me vean; no puedo creer que tengan vista, tal vez mi amo haya adivinado simplemente que hago muecas.

—Te digo que no tuerzas el morro —me alecciona en voz más baja aún, casi sin mover sus abultados labios.

—No te rasques las manos —llega hasta mí su seco murmullo—. Trabajas en una tienda de primera categoría, en la calle principal de la ciudad, ¡esto no hay que olvidarlo! El chico de la tienda debe estar plantado ante la puerta como una estatua…

Yo no sé lo que es una estatua, y no puedo dejar de rascarme las manos, pues las tengo —así como los brazos, hasta los codos— cubiertas de ronchas rojas y llagas, el ácaro de la sarna me pica de un modo insoportable.

—¿Qué hacías en tu casa? —pregunta el amo, mirándome las manos.

Se lo digo; él mueve la redonda cabeza, toda cubierta de espesa pelambre gris, y responde, ofendiendo:

—Ser trapero es peor que ser mendigo, peor que robar.

No sin cierto orgullo, le contesto:

—Yo también robaba.

Entonces, después de poner las manos sobre el pupitre, como un gato sus zarpas, clava asustado en mi cara sus ojos inexpresivos y dice con voz:

—¿Qué-e? ¿Cómo que robabas?

Yo le explico cómo y qué.

—Bueno, consideremos eso como nimiedades. Pero si me robas unos zapatos o dinero, te meto en la cárcel hasta que llegues a tu mayoría de edad…


Información texto

Protegido por copyright
388 págs. / 11 horas, 20 minutos / 91 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2018 por Edu Robsy.

123