He aquí lo que me refirió un día un amigo:
«Cuando yo era estudiante en Moscú, habitaba en la misma casa que yo
una de “esas señoras”. Era polaca y se llamaba Teresa. Una morenaza muy
alta, de cejas negras y unidas y cara grande y ordinaria que parecía
tallada a hachazos. Me inspiraba horror por el brillo bestial de sus
ojos oscuros, por su voz varonil, por sus maneras de cochero, por su
corpachón de vendedora del mercado.
Yo vivía en la buhardilla, y su cuarto estaba frente al mío. Nunca
abría la puerta cuando sabía que ella estaba en casa, lo que,
naturalmente, ocurría muy raras veces. A menudo se cruzaba conmigo en la
escalera o en el portal y me dirigía una sonrisa que se me antojaba
maligna y cínica. Con frecuencia la veía borracha, con los ojos huraños y
los cabellos en desorden, sonriendo de un modo repugnante. Entonces
solía decirme:
—¡Salud, señor estudiante!
Y se reía estúpidamente, acrecentando mi aversión hacia ella. Yo me
hubiera mudado de casa con tal de no tenerla por vecina; pero mi
cuartito era tan mono y con tan buenas vistas, y la calle tan apacible,
que yo no acababa de decidirme a la mudanza.
Una mañana, estando aún acostado y esforzándome en encontrar razones
para no ir a la Universidad, la puerta se abrió de repente, y aquella
antipática Teresa gritó desde el umbral con su bronca voz:
—¡Salud, señor estudiante!
—¿En qué puedo servir a usted? —le pregunté.
Observé en su rostro una expresión confusa, casi suplicante, que yo no estaba acostumbrado a ver en él.
—Mire usted, señor… Yo quisiera pedirle un favor… Espero que no me lo negará usted.
Seguí acostado y guardé silencio. Pensé: “Se vale de un subterfugio
para atentar contra mi castidad, no cabe duda. ¡Firmeza, Egor!”
—Mire usted, necesito escribir una carta… a mi tierra —dijo con acento extremadamente tímido, suave y suplicante.
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