El mar reía.
Bajo el soplo ligero del viento cálido, se estremecía y se rizaba,
reflejando deslumbradoramente el Sol, sonriendo al cielo azul con miles
de sonrisas de plata. En el ancho espacio comprendido entre el
firmamento y el mar resonaba el rumor alegre y continuo de las olas, que
lamían sin cesar la orilla.
Ese rumor y el brillo del Sol, miles de veces reflejado en la
superficie rizosa del mar, se armonizaban en un movimiento constante y
lleno de júbilo. El Sol se regocijaba de brillar; el mar, de reflejar su
brillo triunfante. Amorosamente acariciado su pecho de seda por el
viento, y al calor de los rayos ardorosos del sol, el mar, lánguido y
suspirante bajo la ternura y la fuerza de aquellas caricias, impregnaba
de sus efluvios la atmósfera cálida. Las olas verdosas sacudían en la
arena amarilla sus soberbias crines de espuma, y la espuma se deshacía,
con un ruido suave, en el suelo seco y ardiente, humedeciéndolo.
La playa, estrecha y larga, parecía una enorme torre derribada en el
mar. Su punta penetraba en el infinito desierto del agua rutilante de
sol, y su base se perdía a lo lejos, en la bruma espesa que ocultaba la
playa. El viento traía de allí un denso olor, ofensivo y extraño en
medio del mar puro y sereno y bajo el cielo de un azul límpido.
Clavadas en la arena, cubierta de escama de pescado, había unas
estacas, sobre las que estaban extendidas las redes de los pescadores,
cuya sombra formaba en el suelo a modo de telas de araña. No lejos, y
fuera del agua, veíanse unas barcazas y un bote, a los que las olas, que
lamían la arena, parecían invitar a irse al mar con ellas.
Había por todas partes remos, cuerdas enrolladas, capazos y barriles.
En medio se alzaba una cabaña de ramas de sauce, cortezas de árbol y
esteras. A la entrada, pendían de un palo nudoso unas gruesas botas con
las suelas hacia arriba.
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