Textos más antiguos de Máximo Gorki no disponibles | pág. 2

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Compañeros

Máximo Gorki


Cuento


I

El ardiente sol de julio brillaba sobre Smólkina, derramando sobre sus viejas isbas un copioso torrente de rayos cegadores. Donde más relumbraba era en la isba del alcalde, recientemente retechada con tablones nuevos, suavemente cepillados, amarillos y aromáticos. Era domingo, y casi todo el mundo estaba en la calle, donde crecían en abundancia las hierbas entre montones esparcidos de residuos resecos. Una multitud de aldeanos se había congregado ante la isba del alcalde: algunos estaban sentados en el banco de tierra de la puerta, otros directamente en el suelo, otros aguardaban de pie. En medio del grupo, unos cuantos chiquillos no paraban de alborotar y echar carreras, ganándose de vez en cuando las broncas y pescozones de los adultos.

Un hombre alto, con unos bigotazos que apuntaban hacia el suelo, constituía el centro de la multitud. A juzgar por su rostro atezado, recubierto de una cerrada barba gris y un entramado de profundas arrugas, y por los mechones canosos que asomaban bajo el sucio sombrero de paja, debía rondar los cincuenta años. Mientras miraba al suelo, se podía apreciar cómo le temblaban las aletas de su enorme nariz. Al levantar la cabeza para echar un vistazo a las ventanas de la isba del alcalde, se le vieron los ojos: grandes, tristes, profundamente hundidos en sus órbitas, con las pupilas negras sumidas en la sombra que arrojaban unas cejas pobladas. Vestía una raída sotana marrón de novicio que apenas le cubría las rodillas, ceñida con una cuerda. Llevaba un morral echado a la espalda, en la mano derecha sujetaba un largo bastón rematado por una contera de hierro y ocultaba la izquierda entre la ropa. Quienes le rodeaban le miraban suspicaces, burlones, desdeñosos o, en fin, abiertamente satisfechos de haber conseguido dar caza al lobo antes de que éste hubiera llegado a esquilmar sus rebaños.


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17 págs. / 31 minutos / 135 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Karamora

Máximo Gorki


Cuento



Deben saber que soy capaz de realizar hazañas. Pero también soy capaz de cualquier bajeza; a veces a uno le entran ganas de hacerle una jugarreta a alguien, aunque sea a la persona más cercana.

Palabras del trabajador ZAJAR MAJÁILOV, provocador, dirigidas a la Comisión de Investigación en 1917 (Véase el artículo de N. Osípovski en El Pasado, vol. VI, 1922).
 


A veces, sin venir a cuento, me vienen a la cabeza ideas viles y siniestras…

N. N. PIROGOV
 


¡Déjenme cometer una infamia!

Un personaje de OSTROVSKI
 


Una vileza exige en ocasiones tanta abnegación como un acto heroico.

De la correspondencia de L. ANDRÉIEV
 


Por sus actos conscientes no se descubre cómo es una persona; son los actos inconscientes los que la delatan.

N. LESKOV, en una carta a Pyliáiev
 


Los rusos tienen la cabeza a pájaros.

I. S. TURGUÉNEV
 

Mi padre era cerrajero. Un hombre corpulento, más bueno que el pan, y siempre alegre. A todo el mundo le encontraba algo gracioso. A mí me quería mucho y me llamaba Karamora: siempre estaba poniendo apodos a todo el mundo. Hay un mosquito grande, parecido a una araña, al que se conoce comúnmente como karamora. Yo era un niño larguirucho y desgarbado; cazar pájaros era mi pasatiempo favorito. Se me daban bien los juegos y salía bien librado en las peleas.

Me han traído montañas de papel. «Escribe cómo ha ocurrido todo», me han dicho. Pero ¿por qué habría de hacerlo? Van a matarme de todas formas…


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46 págs. / 1 hora, 20 minutos / 72 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Anacoreta

Máximo Gorki


Cuento


El barranco boscoso descendía suavemente hacia las aguas amarillas del Oká; un arroyo corría en el fondo, oculto entre hierbas; por encima del barranco discurría el río azul del cielo —muy discreto de día, tembloroso de noche—, donde jugaban las estrellas como gobios dorados.

En la orilla sudoriental del barranco abundaban los matorrales, formando una tupida maraña; en la espesura, al pie de una ladera pronunciada, habían excavado una cueva, cuyo acceso quedaba cerrado por una puerta de gruesas ramas hábilmente entrelazadas. Delante de la puerta había una plataforma de un sazhen de ancho, reforzada con cantos rodados; desde allí, unas pesadas losas formaban una escalera que llegaba hasta el arroyo. Tres árboles jóvenes crecían delante de la cueva: un tilo, un abedul y un arce.

Todo lo que había alrededor de la cueva era consistente y duradero, pensado para una larga vida. Y en su interior todo era igualmente sólido: unas esteras de mimbre, embadurnadas en una mezcla de arcilla y limo del arroyo, revestían las paredes y la bóveda; a la izquierda de la entrada habían construido un pequeño horno y en un rincón destacaba un atril cubierto de una estera tupida, a modo de brocado; por encima del atril, en un aplique de hierro, colgaba una lamparilla: su llamita azulada oscilaba en la oscuridad, iluminando muy débilmente la estancia.

Detrás del atril se veían tres iconos negros; en las paredes colgaban, arracimados, algunos pares de lapti nuevos; había fibras de líber de tilo tiradas por el suelo; un grato aroma a hierbas secas inundaba la cueva.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 159 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Makar Chudrá

Máximo Gorki


Cuento


Soplaba un viento húmedo y frío procedente del mar, que llevaba por la estepa la melodía ensimismada del chapoteo de las olas que barrían la orilla y el rumor de los matorrales del litoral. A veces, una racha nos traía unas hojas amarillentas y resecas, y las arrojaba en la hoguera, avivando la llama; alrededor, la neblina de la noche otoñal se estremecía y, retirándose asustada, nos mostraba fugazmente la estepa infinita a la izquierda y el mar inmenso a la derecha. Frente a mí tenía la figura de Makar Chudrá, el viejo gitano, encargado de vigilar los caballos de su campamento, emplazado a unos cincuenta pasos de donde estábamos nosotros.

Sin prestar atención a las frías rachas de viento que, agitando su chekmén, le desnudaban el velludo pecho y se lo azotaban sin piedad, estaba medio tumbado, en una postura airosa, con el rostro vuelto hacia mí, aspirando metódicamente el humo de su enorme pipa y expulsándolo por la boca y la nariz, en forma de espesas nubes. Con la mirada fija en algún punto lejano situado a mis espaldas, entre las mudas tinieblas de la estepa, me hablaba sin pausa, sin hacer el menor movimiento para protegerse de los bruscos embates del viento.

—¿Así que vas de camino? ¡Eso está muy bien! Has hecho una magnífica elección, halcón. Eso es lo que hay que hacer: caminar y ver. Y, cuando ya lo hayas visto todo, entonces podrás tumbarte y morir. ¡Así de sencillo!

»¿La vida? ¿La gente? —prosiguió, acogiendo con escepticismo mi objeción a su: “Eso es lo que hay que hacer”—. ¡Ajá! ¿Y a ti qué te importa? Tú mismo, ¿no formas parte de la vida? La gente vive sin ti y saldrá adelante sin ti. ¿De veras crees que alguien te necesita? Tú no eres pan, no eres un bastón, a nadie le haces falta.


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18 págs. / 31 minutos / 214 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Jan y su Hija

Máximo Gorki


Cuento


—En aquel tiempo gobernaba en Crimea el jan Mosolaima el Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla…

Con estas palabras, cierto tártaro pobre y ciego, apoyando la espalda en el pardo tronco de un árbol, comenzó a relatar una de las antiguas leyendas de aquella península, tan rica en recuerdos. En torno al narrador, sobre fragmentos de piedra del palacio del jan, destruido por el tiempo, se hallaba sentado un grupo de tártaros, ataviados con vistosas túnicas y tubeteikas bordadas en oro. Estaba atardeciendo. El sol descendía lentamente sobre el mar, sus rayos carmesíes atravesaban el oscuro follaje que rodeaba las ruinas y formaba brillantes manchas sobre las piedras cubiertas de musgo, enredadas por la tenaz hiedra. Susurraba el viento en el soto de los viejos sicómoros, sus hojas murmuraban como si por el aire corrieran arroyos invisibles.

La voz del mísero ciego era débil y trémula, su pétreo rostro no reflejaba en sus arrugas más que paz. Las palabras, aprendidas de memoria, se derramaban una tras otra y, ante su auditorio, se alzaba la imagen de los emocionantes tiempos pretéritos.

—El jan era anciano —decía el ciego—, mas tenía muchas mujeres en su harem. Y éstas amaban al anciano por el vigor y el fuego que aún conservaba y por sus caricias tiernas y apasionadas, pues las mujeres siempre amarán al hombre que sabe acariciar vigorosamente, aunque tenga el pelo cano y el rostro ajado, porque en la fuerza reside la belleza y no en la tersura de la piel ni en el rubor de las mejillas.


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7 págs. / 13 minutos / 74 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Veintiséis y Una (poema)

Máximo Gorki


Cuento


Éramos veintiséis; veintiséis máquinas vivientes, veintiséis hombres encerrados en un sótano húmedo en el que, de la mañana a la noche, amasábamos rosquillas y krendeliá. Las ventanas del sótano se asomaban a una zanja, cubierta de ladrillos mohosos por la humedad, los marcos de las ventanas estaban tapados por fuera con una tupida malla metálica y la luz del sol no podía espiarnos a través de los cristales, empolvados de harina. El patrón había fortificado las ventanas con hierro para impedir que diésemos un pedazo de pan a los pobres o a aquellos compañeros nuestros que, habiéndose quedado sin trabajo, se morían de hambre; además, nos llamaba sinvergüenzas y nos daba de comer menudillos putrefactos en lugar de carne.


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17 págs. / 30 minutos / 594 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Un Incidente con unos Broches

Máximo Gorki


Cuento


Éramos tres amigos: Siomka Karguza, yo y Mishka, un gigante barbudo de grandes ojos azules que sonreían siempre afables a todo y que siempre estaban hinchados por la embriaguez. Vivíamos en el campo, fuera de la ciudad, en un viejo edificio medio derruido, al que, no se sabe por qué, llamábamos «la fábrica de vidrio», quizá porque en sus ventanas no quedaba entero ni un solo cristal. Hacíamos todo tipo de trabajos: limpiábamos patios, cavábamos zanjas, sótanos o pozos negros, echábamos abajo casas viejas y cercados; una vez hasta tratamos de construir un gallinero, sin éxito alguno. Siomka, que era siempre pedantemente honrado con los encargos a los que se comprometía, puso en duda nuestros conocimientos en arquitectura de gallineros, y una vez a mediodía, cuando estábamos descansando, cogió y se llevó a la taberna los clavos que nos habían entregado, dos tablones nuevos y el hacha del patrón. Por culpa de aquello nos despidieron; pero, como no poseíamos nada, no presentaron reclamación alguna. Estábamos a pan y agua, y los tres sentíamos un gran descontento con nuestra suerte, muy natural y legítimo, dada nuestra situación.

A veces dicho descontento se agudizaba, y despertaba en nosotros un sentimiento hostil contra todo lo que nos rodeaba y nos arrastraba a acometer empresas un tanto ilícitas, según lo estipulado en el «Código penal aplicado por los jueces de paz»; no obstante, por lo general éramos melancólicamente obtusos, estábamos abrumados por encontrar un jornal y reaccionábamos de manera extremadamente indolente ante todas las impresiones existenciales de las que no podía sacarse un beneficio material.

Nos conocimos los tres en un albergue, unas dos semanas antes de los hechos que pretendo relatar, pues los considero de sumo interés.


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Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Vuelven

Máximo Gorki


Cuento


Las imponentes rachas de viento de Jiva se estrellaban en las negras montañas de Daguestán; una vez rechazadas, se precipitaban en las frías aguas del mar Caspio, levantando un oleaje encrespado cerca de la orilla.

Miles de blancas crestas se elevaban sobre la superficie, girando y danzando, como cristal fundido bullendo en un inmenso caldero. Los pescadores hablan de «mar picada» para referirse a ese juego del viento y el agua.

Un polvo blanco, formando nubes vaporosas, sobrevolaba el mar, envolviendo una vieja goleta de dos mástiles; venía de Persia, del río Sefid-Rud, y se dirigía a Astracán, con un cargamento de frutos secos: uvas pasas, orejones, melocotones. A bordo viajaba un centenar de pescadores —gente cuya suerte está «en manos de Dios»—, originarios todos de los bosques del alto Volga; hombres sanos, recios, tostados por el viento abrasador, curtidos por las aguas salobres del mar, con barbas crecidas: bestias nobles. Se habían ganado su buen dinero, estaban encantados de volver a casa y alborotaban como osos en cubierta.

Bajo la blanca casulla de las olas, latía y respiraba el cuerpo verde del mar; la goleta lo penetraba con su afilada proa, igual que un arado labrando los campos, y se hundía hasta la borda en la nieve de su espuma rizada, empapando los foques con las heladas aguas otoñales.

En las velas, hinchadas como globos, crujían los remiendos; rechinaban las vergas; las jarcias, muy tirantes, zumbaban melodiosamente. Todo estaba en tensión, lanzado en un vuelo impetuoso. En el cielo corrían alocadas las nubes y entre ellas se bañaba un sol de plata; el mar y el cielo tenían una extraña semejanza: también el cielo parecía en ebullición.


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3 págs. / 6 minutos / 121 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Konovalov

Máximo Gorki


Cuento


Al pasar distraídamente la vista por una hoja de periódico, me encontré con el apellido Konovalov e interesado en él leí lo que sigue:

«Ayer por la noche, en la celda número 3 de la prisión local, se colgó del respiradero de la estufa el pancista de la ciudad de Murom Aleksandr Ivánovich Konovalov, de 40 años. El suicida había sido arrestado en Pskov por vagabundeo y había sido enviado bajo escolta a su tierra natal. Según las autoridades carcelarias, era un individuo que siempre estaba tranquilo, callado y pensativo. Debe considerarse, tal y como ha concluido el doctor de la prisión, que la causa que ha inducido a Konovalov al suicidio ha sido la melancolía».

Leí esta breve nota y pensé que tal vez yo podría conseguir explicar con más claridad la causa que había inducido a este hombre pensativo a huir de la vida, ya que yo lo conocía. Es posible que ni tan siquiera tuviera derecho a no hablar de él: era buena gente, de la que no se encuentra con frecuencia en el camino de la vida.

… Tenía dieciocho años cuando conocí a Konovalov. Por aquel entonces, yo trabajaba en una tahona como ayudante de panadero. El panadero había sido soldado del cuerpo de músicos, bebía vodka de manera exagerada, con frecuencia estropeaba la masa y, cuando estaba borracho, le gustaba silbar y redoblar con los dedos sobre lo primero que pillaba. Cuando el dueño de la panadería le amonestaba por los productos estropeados o los que no estaban preparados a su hora, se enfurecía, regañaba al dueño sin piedad y siempre le hacía notar además su talento musical.


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60 págs. / 1 hora, 46 minutos / 128 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Timador

Máximo Gorki


Cuento


I. El encuentro con él

… Tropezando en la niebla con los setos, caminaba yo intrépidamente por los charcos de fango de una ventana a otra, llamaba con los dedos, no muy fuerte, y voceaba:

—¡¿Permitiríais hacer noche a un transeúnte?!

En respuesta, me enviaban al vecino, a la «isba comunal», al diablo. En una ventana prometieron que me echarían al perro, en otra callaron pero me amenazaron elocuentemente con un gran puño. Y una mujer me gritó:

—¡Vete, lárgate mientras estés entero! Tengo al marido en casa…

De lo que deduje que, evidentemente, acogía en casa huéspedes para dormir cuando no estaba el marido… Lamentando que él estuviera en casa, me dirigí a la siguiente ventana.

—¡Gentes de bien! ¡¿Permitiríais hacer noche a un transeúnte?!

Me respondieron cariñosamente:

—¡Vete con Dios, aléjate!

Y hacía un tiempo de perros: caía una lluvia fina y fría, la tierra enfangada estaba ajustadamente envuelta por la niebla. De vez en cuando, a saber de dónde, soplaba una ráfaga de viento que suavemente golpeaba las ramas de los árboles, hacía frufrú con la paja mojada de los tejados y alumbraba muchos sonidos melancólicos más, rompiendo el silencio de la oscura noche con una afligida música. Escuchando aquel triste preludio del duro poema llamado otoño, las gentes a cubierto, ciertamente, estaban de mal humor y por eso no me dejaban pasar a pernoctar. Luché durante un buen rato contra su resolución, se me resistieron con firmeza y, al final, destruyeron mi esperanza de pasar la noche bajo techo. Entonces salí de la aldea hacia el campo, pensando que tal vez allí encontraría un almiar de heno o paja, aunque solo la casualidad podría mostrármelo en aquella pesada y densa oscuridad.


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43 págs. / 1 hora, 15 minutos / 78 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2018 por Edu Robsy.

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