Cinco leguas de la ciudad de Sevilla, está un lugar que se llama
Castiblanco; y, en uno de muchos mesones que tiene, a la hora que
anochecía, entró un caminante sobre un hermoso cuartago, estranjero. No
traía criado alguno, y, sin esperar que le tuviesen el estribo, se
arrojó de la silla con gran ligereza.
Acudió luego el huésped, que era hombre diligente y de recado; mas no
fue tan presto que no estuviese ya el caminante sentado en un poyo que
en el portal había, desabrochándose muy apriesa los botones del pecho, y
luego dejó caer los brazos a una y a otra parte, dando manifiesto
indicio de desmayarse. La huéspeda, que era caritativa, se llegó a él,
y, rociándole con agua el rostro, le hizo volver en su acuerdo, y él,
dando muestras que le había pesado de que así le hubiesen visto, se
volvió a abrochar, pidiendo que le diesen luego un aposento donde se
recogiese, y que, si fuese posible, fuese solo.
Díjole la huéspeda que no había más de uno en toda la casa, y que
tenía dos camas, y que era forzoso, si algún huésped acudiese,
acomodarle en la una. A lo cual respondió el caminante que él pagaría
los dos lechos, viniese o no huésped alguno; y, sacando un escudo de
oro, se le dio a la huéspeda, con condición que a nadie diese el lecho
vacío.
No se descontentó la huéspeda de la paga; antes, se ofreció de hacer
lo que le pedía, aunque el mismo deán de Sevilla llegase aquella noche a
su casa. Preguntóle si quería cenar, y respondió que no; mas que sólo
quería que se tuviese gran cuidado con su cuartago. Pidió la llave del
aposento, y, llevando consigo unas bolsas grandes de cuero, se entró en
él y cerró tras sí la puerta con llave, y aun, a lo que después pareció,
arrimó a ella dos sillas.
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