Textos más populares este mes de Miguel de Unamuno disponibles publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 4

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autor: Miguel de Unamuno textos disponibles fecha: 25-10-2020


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Ramón Nonnato, Suicida

Miguel de Unamuno


Cuento


Cuando harto de llamar a la puerta de su cuarto, entró, forzándola, el criado, encontrose a su amo lívido y frío en la cama, con un hilo de sangre que le destilaba de la sien derecha, y junto a él, aquel retrato de mujer que traía constantemente consigo, casi como un amuleto, y en cuya contemplación se pasaba tantas horas.

Y era que en la víspera de aquel día de otoño gris, a punto de ponerse el día, Ramón Nonnato se había pegado un tiro. Habíanle visto antes, por la tarde, pasearse, solo, según tenía por costumbre, a la orilla del río, cerca de su desembocadura, contemplando cómo las aguas se llevaban al azar las hojas amarillas que desde los álamos marginales iban a caer para siempre, para nunca más volver, en ellas. «Porque las que en la primavera próxima, la que no veré, vuelvan con los pájaros nuevos a los árboles, serán otras», pensó Nonnato.

Al desparramarse la noticia del suicidio hubo una sola y compasiva exclamación: «¡Pobre Ramón Nonnato!». Y no faltó quien añadiera: «Le ha suicidado su difunto padre».

Pocos días antes de darse así la muerte había pagado Nonnato su última deuda con el producto de la venta de la última finca que le quedaba de las muchas que de su padre heredó, y era la casa solariega de su madre. Antes fue a ella y se estuvo allí solo durante un día entero, llorando su desamparo y la falta de un recuerdo, con un viejo retrato de su madre entre las manos. Era el retrato que traía siempre consigo, sobre el pecho, imagen de una esperanza que para él había siempre sido recuerdo, siempre.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Robleda, el Actor

Miguel de Unamuno


Cuento


Aquel actor, Octavio Robleda, desconcertaba al público. No había podido aprendérselo. En cada nuevo papel se esperaba una sorpresa de su parte. «Llena la escena —había escrito un crítico-. Y, sin embargo, parece que está ausente de ella, que está fuera del teatro». Veíasele —en efecto— profundamente absorto en los personajes que representaba y se adivinaba, sin embargo, que allí quedaba otro, que él, Octavio Robleda, representa entre tanto otra tragedia más profunda. Cuando hacía La vida es sueño, de Calderón, sentíase que la iba creando y que él, Octavio Robleda, soñaba a Segismundo.

Los autores gustaban poco de Octavio. Decían, y no les faltaba razón en ello, que sin quitar ni poner una palabra de lo que ellos, los autores, habían escrito, Octavio les cambiaba el personaje y le hacía ser otro que el por ellos concebido. Y que luego de creado un sujeto así, de escena, por Octavio, no había ningún otro actor que se atreviese a representarlo. Porque Octavio hacía llorar con personajes que el autor concibió cómicos y hacía reír con los que concibió trágicos.

De su vida privada no se sabía casi nada. Vivía solo y solitario, sin amigos, y en las horas que no pasaba en el teatro era casi imposible el poderle ver. En sus temporadas de descanso, de vacaciones, íbase a una casita de un pueblecillo de sierra y se pasaba casi todo el día en un bosque, lejos de toda sociedad humana, estudiando las costumbres de los insectos. Y cuando le preguntaban por qué no estudiaba a los hombres, respondía: «¿Y para qué? No somos nosotros, los actores, los que imitamos y representamos sus gestos, sus acciones y sus palabras, sino que son ellos los que nos imitan. Es el teatro el que hace la vida. ¡Y estoy harto de teatro!».

—¿Y de vida por lo tanto? —le dije una vez que se lo oí.

—¡Y de vida, sí! —me respondió Octavio.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sombra Sin Cuerpo

Miguel de Unamuno


Cuento


Fragmento de una novela en preparación

El misterio fiel suicidio de mi padre me atormentaba, como os he dicho, de continuo. En él se encerraba para mí el misterio de mi propia vida y hasta de mi existencia. «¿Por qué y para qué había venido yo al mundo?». Tal era la pregunta que me dirigía a mí mismo de continuo. Y si no acabé con mi vida, si no me la quité a propia mano armada, fue porque esperaba arrancar de mi madre, a escondidas del otro, la solución del misterio de mi vida.

Habríame, en efecto, juzgado y sentenciado a mí mismo y ejecutado luego por mí propio la sentencia, haciendo así de reo, juez y verdugo, si hubiera podido procesarme. Pero mi proceso tenía que empezar por la inquisición del suicidio de mi padre, que habría de ser el que justificase el mío. Y no había manera de arrancar una palabra a mi pobre madre sometida al otro que había hecho desaparecer de casa todo rastro que pudiese recordar a su antiguo dueño.

Por este tiempo vino a dar a mis manos aquella estupenda novelita de Adalberto Chamisso que se llama La maravillosa historia de Pedro Schlemihl o sea el hombre sin sombra, el hombre a quien le quita su sombra, a cambio de la bolsa de Fortunato, el hombre del traje gris o sea el Diablo. El pobre Schlemilh, como se sabe, de nada le sirvió su bolsa pues que todos huían de él al verle sin sombra y tenía que huir de la luz, de lo que se aprovechó el diablo para proponerle la devolución de la sombra por el alma, a cambio de ésta, trato que rechazó Schlemihl con todo lo que en la maravillosa novelita de Chamisso se sigue.


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¡Viva la Introyección!

Miguel de Unamuno


Cuento


«Lo que nos hace falta, españoles, es la introyección, el más preciado, el más fecundo, el más santo de los derechos humanos. ¿Cómo podemos vivir sin él? Sin la libertad de introyección, todas las demás libertades nos resultarán baldías y hasta dañosas. Dañosas, sí, porque hay libertades que, faltando otras que las complementen, antes perjudican que benefician al hombre. ¿De qué nos sirven, en efecto, la libertad de asociación, la de imprenta, la de cultos, la de trabajo, la de vagancia y tantas otras libertades de que dicen gozamos, si la libertad de introyección nos falta? Sin esta imprescindible prerrogativa, el sufragio universal y el Jurado se convierten en armas de la vergonzante tiranía que nos domina. Y no me digan, no, que tenemos la libertad de introspección, porque la introspección no es la introyección, como la autonomía no es la autarquía. Pongámonos, ante todo, de acuerdo en las palabras; llamemos a cada cosa por su nombre: al pan, pan, y al vino, vino; arquitrabe, al arquitrabe, introyección a la introyección y tiranía a este abigarrado conjunto de hueras e incompletas libertades en que se nos ahoga. La palabra, ¡oh, la palabra, señores, la palabra!...».

Al llegar a este punto de su elocuentísimo discurso, la palabra de Lucas Gómez fue ahogada en los nutridos aplausos del numeroso público que asistía a la reunión. El hervor de los ánimos subió de punto, y los ¡viva don Lucas Gómez! se confundieron con los vivas a la libertad de introyección.

Salió la gente convencida de cuán necesario es introyeccionarse y de cómo los Gobiernos que padecemos nos lo impiden. Empezaron los españoles a sentir hambre y sed de introyeccción.

Hay que tener en cuenta que esto ocurría hacia 1981, pues hoy, a fines de este tristísimo siglo XXI, una vez gastada la introyección en puro uso, no nos damos clara cuenta de los entusiasmos que entonces provocara.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Rectificación de Honor

Miguel de Unamuno


Cuento


(Narraciones siderianas)

—¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!

Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo sonriendo:

—Yo aplastaré a ese reptil... ¡Mozo!

Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso, salió del Arca.

El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut, struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.

Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio, el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones burgueses de la ciudad.

Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de memos.

Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no pega el coche. ¡A pie, a pie!».


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Eloíno R. de Alburquerque

Miguel de Unamuno


Cuento


—¿Te acuerdas Augusto —le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

—El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!

—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

—Tal vida ha llevado.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Caso de Longevidad

Miguel de Unamuno


Cuento


Amigo lector: Habrás oído alguna vez decir, y sí no lo oyes ahora, aquello de: «Es como Gómez Cid, que ganaba su suelo después de muerto». Pues bien, voy a contarte el origen de dicho decidero.

Don Anastasio Gómez Cid fue durante muchos años catedrático de Psicología, Lógica y Ética en el Instituto de Renada. Había sido condiscípulo de Aquiles Zurita, cuya melancólica historia y habilidad para conocer el pescado fresco sabemos todos los españoles gracias al inolvidable «Clarín».

Don Anastasio Gómez Cid tenía un tan fino sentimiento ingénito de la verdadera nobleza que huyó siempre, como de la acción de peor gusto, de distraer sobre sí la atención de sus conciudadanos. Sabía, no sabemos si gracias a su psicología, lógica y ética académicas, que la verdadera distinción consiste en no pretender distinguirse. Cumplía estrictamente su deber; pero sin jactancia ni ostentación algunas, y muy de tarde en tarde, de años a brevas, publicaba en El Cronista, de Renada, algún articulillo sobre antigüedades de la ciudad ilustre y siempre noble y fiel. Como en su ética enseñaba que el hombre debe cultivar asiduamente sus sentimientos de sociabilidad iba, para predicar con el ejemplo, todas las tardes al Centro de Ganaderos y Labradores a echar su partida de tute.

No pareció irle muy bien a don Anastasio en su vida; privada, por lo menos a juicio de sus convecinos. Quedose viudo muy joven, y de una mujercita que le salió algo casquivana, y le dejó una hija paralítica y un hijo haragán de nacimiento.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Desquite

Miguel de Unamuno


Cuento


Después de cavilar muy poco he rechazado el uso que emplea la voz galicana «revancha», y me atengo al abuso, quiero decir, al purismo que nos manda decir «desquite». Que nadie me lo tenga en cuenta.

Esto del desquite es de una actualidad feroz, ahora que todos estamos picados de internacionalismo belicoso.

* * *

Luis era el gallito de la calle y el chico más rencoroso del barrio; ninguno de su igual le había podido, y él a todos había zurrado la badana. Desde que dominó a Guillermo, no había quien le aguantara. Se pasaba el día cacareando y agitando la cresta: si había partida, la acaudillaba; se divertía en asustar a las chicas del barrio por molestar a los hermanos de éstas; se metía en todas partes, y a callar todo Cristo, ¡a callar se ha dicho!

¡Que se descuidara uno!

—¡Si no callas te inflo los papos de un revés…!

¡Era un mandarín, un verdadero mandarín! Y como pesado, ¡vaya si era pesado! Al pobre Enrique, a Enrique el tonto, no hacía más que darle papuchadas, y vez hubo en que se empeñó en hacerle comer greda y beber tinta.

¡Le tenían una rabia los de la calle!

Guillermo, desde la última felpa, callaba y le dejaba soltar cucurrucús y roncas, esperando ocasión y diciéndose: «Ya caerá ese roncoso».

A éste, los del barrio, aburridos del gallo, le hacían «chápale, chápale», yéndole y viniéndole con recaditos a la oreja.

—Dice que le tienes miedo.

—¿Yo?

—¡Dice que te puede!

—¡Dice que cómo rebolincha…!

—¡Sí, las ganas!

Se encontraron en el campo una mañana tibia de primavera; había llovido de noche y estaba mojado el suelo. A los dos, Luis y Guillermo, les retozaba la savia en el cuerpo, los brazos les bailaban, y los corazones a sus acompañantes, que barruntaban morradeo.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Locura del Doctor Montarco

Miguel de Unamuno


Cuento


Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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