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autor: Miguel de Unamuno textos disponibles


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El Cristo de Velázquez

Miguel de Unamuno


Poesía


¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
Miras dentro de Ti, donde está el reino
de Dios; dentro de Ti, donde alborea
el sol eterno de las almas vivas.
Blanco tu cuerpo está como el espejo
del padre de la luz, del sol vivífico;
blanco tu cuerpo al modo de la luna
que muerta ronda en torno de su madre
nuestra cansada vagabunda tierra;
blanco tu cuerpo está como la hostia
del cielo de la noche soberana,
de ese cielo tan negro como el velo
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno.Que eres, Cristo, el único
hombre que sucumbió de pleno grado,
triunfador de la muerte, que a la vida
por Ti quedó encumbrada. Desde entonces
por Ti nos vivifica esa tu muerte,
por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,
por Ti la muerte es el amparo dulce
que azucara amargores de la vida;
por Ti, el Hombre muerto que no muere
blanco cual luna de la noche. Es sueño,
Cristo, la vida y es la muerte vela.
Mientras la tierra sueña solitaria,
vela la blanca luna; vela el Hombre
desde su cruz, mientras los hombres sueñan;
vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco
como la luna de la noche negra;
vela el Hombre que dió toda su sangre
por que las gentes sepan que son hombres.
Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos
a la noche, que es negra y muy hermosa,
porque el sol de la vida la ha mirado
con sus ojos de fuego: que a la noche
morena la hizo el sol y tan hermosa.
Y es hermosa la luna solitaria,
la blanca luna en la estrellada noche
negra cual la abundosa cabellera
negra del nazareno. Blanca luna
como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo
del sol de vida, del que nunca muere.


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2 págs. / 4 minutos / 533 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Mecanópolis

Miguel de Unamuno


Cuento


Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; mas cuando llegué, encontreme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.


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4 págs. / 7 minutos / 292 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor que Asalta

Miguel de Unamuno


Cuento


¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.


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5 págs. / 9 minutos / 232 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Abel Sánchez

Miguel de Unamuno


Novela


Al morir Joaquín Monegro encontróse entre sus papeles una especie de Memoria de la sombría pasión que le hubo devorado en vida. Entremézclanse en este relato fragmentos tomados de esa confesión ––así la rotuló––, y que vienen a ser al modo de comentario que se hacía Joaquín a sí mismo de su propia dolencia. Esos fragmentos van entrecomillados. “La Confesión” iba dirigida a su hija:

No recordaban Abel Sánchez y Joaquín Monegro desde cuándo se conocían. Eran conocidos desde antes de la niñez, desde su primera infancia, pues sus dos sendas nodrizas se juntaban y los juntaban cuando aún ellos no sabían hablar. Aprendió cada uno de ellos a conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza. En sus paseos, en sus juegos, en sus otras amistades comunes, parecía dominar e iniciarlo todo Joaquín, el más voluntarioso; pero era Abel quien, pareciendo ceder, hacía la suya siempre. Y es que le importaba más no obedecer que mandar. Casi nunca reñían. «¡Por mí como tú quieras… !», le decía Abel a Joaquín, y este se exasperaba a las veces porque con aquel «¡como tú quieras… !» esquivaba las disputas.

—¡Nunca me dices que no! —exclamaba Joaquín.

—¿ Y para qué? —respondía el otro. —

—Bueno, este no quiere que vayamos al Pinar —dijo una vez aquel, cuando varios compañeros se disponían a un paseo.

—¿Yo? ¡pues no he de quererlo… ! —exclamó Abel—. Sí, hombre, sí; como tú quieras. ¡Vamos allá!

—¡No, como yo quiera, no! ¡Ya te he dicho otras veces que no! ¡Como yo quiera no! ¡Tú no quieres ir!

—Que sí, hombre…

—Pues entonces no lo quiero yo…

—Ni yo tampoco…

—Eso no vale —gritó ya Joaquín—. ¡O con él o conmigo!


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99 págs. / 2 horas, 53 minutos / 1.600 visitas.

Publicado el 6 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

¡Carbón! ¡Carbón!

Miguel de Unamuno


Cuento


—¡Carbón! ¡Carbón! —gritaba un pobre hombre recorriendo, fatigado, el estrecho patio— ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!

Acercóse a un pobre anciano de cara estúpida y con voz suplican e le dijo:

—Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.

—¿De piedra o vegetal? —preguntó el viejo.

—Dios se lo pague...

Y se fue gritando:

¡Carbón! ¡Carbón! ¡Mas carbón! Es preciso mantened el fuego sagrado.

Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentóse en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y, cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.

Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizóle los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la sangre. Se levantó en pie; estaba solo. La luz creía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertían se en medias tintas, para borrarse luego, y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos; el mundo todo se teñía de purísimo blanco, y pronto dejó de ver todo y solo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo; tanto creció, que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y vióse sumido en las eternas e insondable tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagóse el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, la nada, y él, que, siendo nada, la contemplaba.


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2 págs. / 3 minutos / 351 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Diario Íntimo

Miguel de Unamuno


Diario, Autobiografía


Cuaderno 1

Pospón toda sabiduría terrena, y toda humana y propia complacencia.

* * *

El misterio de la libertad es el misterio mismo de la conciencia refleja y de la razón. El hombre es la conciencia de la naturaleza, y en su aspiración a la gracia consiste su verdadera libertad. Libre es quien puede recibir la divina gracia, y por ella salvarse.

* * *

Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad.

* * *

Estando en Munitibar cuando el apuro del parto de Ceferina, me salí a la carretera, y sólo se me ocurrió rezar. En aquel trance de nada me servían mis vanas doctrinas, y del fondo del corazón me brotó la plegaria, como testimonio de la verdad del Dios Padre que oye nuestras súplicas. Y yo no entendí mi propio testimonio, cerrados mis oídos a la voz que hablaba en mí mismo. Resabios de antes, resurrección automática de fondo antiguo... mil explicaciones de razón buscaba en las sutilezas de la psicología, y no quería ver la verdad, que al impulso de la piedad se descubrió en mí. Porque entonces pedía por el prójimo, a solas, delante de Ti, sin sombra de vanagloria ni de propia complacencia, sin eso que se llama altruismo y es comedia y mentira.

* * *

Leopardi, Amiel, Obermann...

* * *

Confusión.


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119 págs. / 3 horas, 29 minutos / 1.455 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Abuelo y Nieto

Miguel de Unamuno


Cuento


Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:

—Oye, Pedro.

—¿Qué quiere, padre?

—Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez...

—Si no lo dice...

—¿En qué piensas?

—No; sino, ¿en qué piensa usted?

—Pues yo pienso... mira... pienso que estamos mal así...

—¿Cómo así?

—Vamos... así... solos... —y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?

—Puesto que usted lo dice...

—¿No crees que nos falta algo?

—Sí, padre; nos falta madre.

—Pues ya lo sabes.

Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa...», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa...?». Y no volvieron a hablar de ello.

No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!


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5 págs. / 10 minutos / 507 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Antolín S. Paparrigópulos

Miguel de Unamuno


Cuento


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.


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9 págs. / 16 minutos / 357 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tres Ensayos

Miguel de Unamuno


Ensayo


¡Adentro!

In interiore hominis habitat veritas.


La verdad, habríame descorazonado tu carta, haciéndome temer por tu porvenir, que es todo tu tesoro, si no creyese firmemente que esos arrechuchos de desaliento suelen ser pasaderos, y no más que síntoma de la conciencia que de la propia nada radical se tiene, conciencia de que se cobra nuevas fuerzas para aspirar a serlo todo. No llegará muy lejos, de seguro, quien nunca sienta cansancio.

De esa conciencia de tu poquedad recogerás arrestos para tender a serlo todo. Arranca como de principio de tu vida interior del reconocimiento, con pureza de intención, de tu pobreza cardinal de espíritu, de tu miseria, y aspira a lo absoluto si en el relativo quieres progresar.

No temo por ti. Sé que te volverán los generosos arranques y las altas ambiciones, y de ello me felicito y te felicito.

Me felicito y te felicito por ello, sí, porque una de las cosas que a peor traer nos traen —en España sobre todo— es la sobra de codicia unida a la falta de ambición. ¡Si pusiéramos en subir más alto el ahínco que en no caer ponemos, y en adquirir más tanto mayor cuidado que en conservar el peculio que heredamos! Por cavar en tierra y esconder en ella el solo talento que se nos dio, temerosos del Señor que donde no sembró siega y donde no esparció recoge, se nos quitará ese único nuestro talento, para dárselo al que recibió más y supo acrecentarlos, porque "«al que tuviere le será dado y tendrá aún más, y al que no tuviere, hasta lo que tiene le será quitado»" (Mat., XXV). No seas avaro, no dejes que la codicia ahogue a la ambición en ti; vale más que en tu ansia por perseguir a cien pájaros que vuelan te broten alas, que no el que estés en tierra con tu único pájaro en mano.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 288 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Espejo de la Muerte

Miguel de Unamuno


Cuento


Historia muy vulgar

¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura; llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no renacía.

«¡Esto pasará —decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que pudiese.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».

—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.

—Pero si no tengo ganas le he dicho...

—No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre hija.


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6 págs. / 10 minutos / 516 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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