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autor: Miguel de Unamuno textos disponibles


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Verdad y Vida

Miguel de Unamuno


Artículo, ensayo


Uno de los que leyeron aquella mi correspondencia aquí publicada, a la que titulé Mi religión, me escribe rogándome aclare o amplíe aquella fórmula que allí empleé de que debe buscarse la verdad en la vida y la vida en la verdad. Voy a complacerle procediendo por partes.

Primero la verdad en la vida.

Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más corroborada en mí cuanto más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese algo de éste.

Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos siempre y en cada caso la verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.

Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la ley de Dios nos ordena, sino que es preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.


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7 págs. / 13 minutos / 493 visitas.

Publicado el 6 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

Mi Religión

Miguel de Unamuno


Artículo, ensayo


Me escribe un amigo desde Chile diciéndome que se ha encontrado allí con algunos que, refiriéndose a mis escritos, le han dicho: «Y bien, en resumidas cuentas, ¿cuál es la religión de este señor Unamuno?» Pregunta análoga se me ha dirigido aquí varias veces. Y voy a ver si consigo no contestarla, cosa que no pretendo, sino plantear algo mejor el sentido de la tal pregunta.

Tanto los individuos como los pueblos de espíritu perezoso —y cabe pereza espiritual con muy fecundas actividades de orden económico y de otros órdenes análogos— propenden al dogmatismo, sépanlo o no lo sepan, quiéranlo o no, proponiéndose o sin proponérselo. La pereza espiritual huye de la posición crítica o escéptica.

Escéptica digo, pero tomando la voz escepticismo en su sentido etimológico y filosófico, porque escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado. Hay quien escudriña un problema y hay quien nos da una fórmula, acertada o no, como solución de él.

En el orden de la pura especulación filosófica, es una precipitación el pedirle a uno soluciones dadas, siempre que haya hecho adelantar el planteamiento de un problema. Cuando se lleva mal un largo cálculo, el borrar lo hecho y empezar de nuevo significa un no pequeño progreso. Cuando una casa amenaza ruina o se hace completamente inhabitable, lo que procede es derribarla, y no hay que pedir se edifique otra sobre ella. Cabe, sí, edificar la nueva con materiales de la vieja, pero es derribando antes ésta. Entretanto, puede la gente albergarse en una barraca, si no tiene otra casa, o dormir a campo raso.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 280 visitas.

Publicado el 6 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

El Abejorro

Miguel de Unamuno


Cuento


La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero… Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y, sin embargo, el tal horror tiene en mí raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso…

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

—Fue mi niñez —siguió diciendo—, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?


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4 págs. / 7 minutos / 159 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Carbón! ¡Carbón!

Miguel de Unamuno


Cuento


—¡Carbón! ¡Carbón! —gritaba un pobre hombre recorriendo, fatigado, el estrecho patio— ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!

Acercóse a un pobre anciano de cara estúpida y con voz suplican e le dijo:

—Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.

—¿De piedra o vegetal? —preguntó el viejo.

—Dios se lo pague...

Y se fue gritando:

¡Carbón! ¡Carbón! ¡Mas carbón! Es preciso mantened el fuego sagrado.

Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentóse en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y, cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.

Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizóle los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la sangre. Se levantó en pie; estaba solo. La luz creía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertían se en medias tintas, para borrarse luego, y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos; el mundo todo se teñía de purísimo blanco, y pronto dejó de ver todo y solo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo; tanto creció, que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y vióse sumido en las eternas e insondable tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagóse el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, la nada, y él, que, siendo nada, la contemplaba.


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2 págs. / 3 minutos / 331 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Cruce de Caminos

Miguel de Unamuno


Cuento


Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en el cielo, sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la vida mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.

Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.

De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante, luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entretanto.

Soñaba en otra niña como aquella, que fue su raíz de vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.

De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que dormía, los volvió al caminante, y cual quien habla con un viejo conocido, le preguntó: «¿Y mi abuelo?» Y el caminante respondió: «¿Y mi nieta?» Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su abuelo, con quien vivía sola —en soledad de compañía solos—, partió al azar de casa, buscando… no sabía qué…: más soledad acaso.

—Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta —le dijo el caminante.

—¡Es que mi abuelo se murió! —dijo la niña.

—Volverán a la vida y al camino —contestó el viejo

—Entonces… ¿vamos?

—¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!

—No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme. Es mejor al poniente, todo derecho.


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4 págs. / 7 minutos / 383 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canto de las Aguas Eternas

Miguel de Unamuno


Cuento


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

—Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

—No puedo, muchacha —le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

—Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

—Sí que lo estoy, muchacha.

—Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.


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5 págs. / 9 minutos / 130 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Silvestre Carrasco, Hombre Efectivo

Miguel de Unamuno


Cuento


(Semblanza en arabesco)

Don Silvestre Carrasco, natural de Carvajal del Monte, es un hombre efectivo. Quiero decir que no es causativo. O más claro —si es que no más oscuro-: que no se preocupa de las causas, sino de los efectos. Ante todo fenómeno natural o histórico, material o espiritual, no busca sus causas, sino que inquiere sus efectos.

Hay filósofos, sin embargo, que atendiendo a que don Silvestre Carrasco ante el fenómeno «a» busca sus efectos —aquellos efectos de que «a» es causa— y no sus causas —las causas de que «a» es efecto— consideran que don Silvestre ve en «a» una causa y no un efecto, y por lo mismo le llaman al señor Carrasco un hombre causativo, y no como yo le llamo, efectivo. De donde resulta que lo mismo se le puede llamar de un modo que de otro. Y de igual manera, o sea, procediendo por análoga dialéctica psicológica, lo mismo da decir de don Silvestre Carrasco que es tradicionalista y optimista e individualista, que decir de él que es progresista y pesimista y socialista.

En rigor, don Silvestre está más acá de esas diferencias. Es la suya un alma indiferencial. Pero la tiene, como cada quisque, en su almario. Y cabe decir que la suya es más almario que alma. Los espíritus malignos dicen que es alma de cántaro o de cañón. Y es hombre nuestro don Silvestre que se vacía en unos cuantos aforismos. Es decir, se vacía no, sino que se llena. Su almario no puede vaciarse.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Historia de Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Hacía tiempo ya que a Ricardo empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido. No, no estaba de veras enamorado de Liduvina, y tal vez no lo había estado nunca. Aquello fué una ilusión huidera, un aturdimiento de mozo que al enamorarse en principio de la mujer se prenda de la que primero le pone ojos de luz en su camino. Y luego, esos amores contrariaban su sino, bien manifiesto en señales de los cielos. Las palabras que el Evangelio le dijo aquella mañana cuando, después de haberse comulgado, lo abrió al azar de Dios, eran harto claras y no podían marrar: “Id y predicad la buena nueva por todas las naciones”. Tenía que ser predicador del Evangelio, y para ello debía ordenarse sacerdote y, mejor aún, entrar en claustro de religión. Había nacido para apóstol de la palabra del Señor y no para padre de familia; menos, para marido, y redondamente nada para novio.

La reja de la casa de Liduvina se abría a un callejón, flanqueado por las altas tapias de un convento de Ursulinas. Sobre las tapias asomaba su larga copa un robusto y cumplido ciprés, en que hacían coro los gorriones. A la caída de la tarde, el verde negror del árbol se destacaba sobre el incendio del poniente, y era entonces cuando las campanas de la Colegiata derramaban sobre la serenidad del atardecer las olas lentas de sus jaculatorias al infinito. Y aquella voz de los siglos hacía que Ricardo y Liduvina suspendieran un momento su coloquio: persignábase ella, se recogía y palpitaban en silencio sus rojos labios frescos una oración, mientras él clavaba su mirada en tierra. Miraba al suelo, pensando en la traición que a su destino venía haciendo; la lengua de bronce le decía: “Ve y predica mi buena nueva por los pueblos todos”.


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32 págs. / 56 minutos / 131 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Un Pobre Hombre Rico o el Sentimiento Cómico de la Vida

Miguel de Unamuno


Cuento


Dilectus meus misit manum suam Per foramen, et venter meus intremuit ad tactum eius.

Cantica Canticorum, V, 4.

I

Emeterio Alfonso se encontraba a sus veinticuatro años soltero, solo y sin obligaciones de familia, con un capitalino modesto y empleado a la vez en un Banco. Se acordaba vagamente de su infancia y de cómo sus padres, modestos artesanos que a fuerza de ahorro amasaron una fortunita, solían exclamar al oírle recitar los versos del texto de retórica y poética: “¡Tú llegarás a ministro!” Pero él, ahora, con su rentita y su sueldo no envidiaba a ningún ministro.

Era Emeterio un joven fundamental y radicalmente ahorrativo. Cada mes depositaba en el Banco mismo en que prestaba sus servicios el fruto de su ahorro mensual. Y era ahorrativo, lo mismo que en dinero, en trabajo, en salud, en pensamiento y en afecto. Se limitaba a cumplir, y no más, en su labor de oficina bancaria, era aprensivo y se servía de toda clase de preservativos, aceptaba todos los lugares comunes del sentido también común, y era parco en amistades. Todas las noches al acostarse, casi siempre a la misma hora, ponía sus pantalones en esos aparatos que sirven para mantenerlos tersos y sin arrugas.

Asistía a una tertulia de café donde reía las gracias de los demás y él no se cansaba en hacer gracia. El único de los contertulios con quien llegó a trabar alguna intimidad fué Celedonio Ibáñez, que le tomó de “¡oh amado Teótimo!” para ejercer sus facultades. Celedonio era discípulo de aquel extraordinario Don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón de quien se dió prolija cuenta en nuestra novela Amor y Pedagogía.


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31 págs. / 54 minutos / 206 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Contra Esto y Aquello

Miguel de Unamuno


Ensayo, artículo


Prólogo a la segunda edición

Los artículos que componen esta colección no son propiamente ensayos críticos, ni pretende su autor que lo sean. Tan sólo son notas de un lector. En rigor, un pretexto para ir el autor entretejiendo sus propias ideas con las que le dan aquellos otros escritores a los que lee.

Escritos a vuelapluma y para satisfacer exigencias de labor periódica, no se enderezan a llevar a cabo un trabajo de erudición, que debe quedar para otros ingenios mejor dotados a tal respecto. El autor de estos ensayos no lee para citar lo leído, sino más bien para encender y enriquecer su propio pensamiento.

Hay, además, en la colección ésta algunos trabajos que no se refieren expresamente a obra alguna literaria, sino que son reflexiones generales sobre temas literarios y uno sobre la crítica. En éste trata el autor de sincerarse en cierto modo para que no se le tome por un crítico, por lo que se llama correctamente un crítico, a cuyo oficio renuncia, lo mismo que al de erudito, por no sentirse con aptitud para ninguna de esas dos tan inútiles y tan nobles funciones.

Poco tendría que añadir a lo que aquí hace ya dieciséis años dije si no hubiera pasado en tanto la terrible galerna, y a la vez terremoto, de la guerra mundial y sobre mí otra galerna que me tiene ya más de cuatro años y medio desterrado de mi patria, tiempo en que, merced sobre todo a trece meses de habitación en París, he podido rectificar ciertos juicios que acerca del espíritu francés, y más concretamente parisiense, había formado y publicado entonces. Pero no quiero tocar nada de lo que entonces dije, quiero respetar los juicios, equivocados o no, del que fui hace más de dieciséis años. Si algo rectificaría habrían de ser algunos vituperios, jamás los elogios, aunque respecto a éstos haya cambiado algo alguna vez.


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184 págs. / 5 horas, 23 minutos / 565 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

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