Este es un cuento sin malicia alguna; lo certifico.
Por una vereda estrecha y festoneada por ambos lados de Zarzales y
matas iban los novios, la pareja más aparejada de todo el pueblo. No
tan lejos que los perdieran de vista ni tan cerca que pudieran oírlos,
iban también, a modo de escolta, otros mozos y mozas, porque no esta
bien que recorran las parejas solas los campos y vallados, y así,
guardándose cada cual a sí mismo, parece que los unos se guardan a los
otros.
—Mira, Juanete, que el tiempo pasa.
—¿Que pasa el tiempo?—contestó maquinalmente, como una persona que se admira de una extraña novedad.
No quería yo mezclarme en mí relato, pero no puedo resistir el
cosquilleo de añadir a esto que es cosa bien natural que pase el tiempo,
pero más natural que un enamorado lo olvide.
—¿Qué piensas hacer?
—Deja esas cosas, Rosa, déjalas.
—Mira, Juan, que en todo el pueblo se habla de nosotros, y no me parece bien... además, tu ganas lo bastante...
—¿Lo bastante? ¿,
—Sí, Juan, lo bastante. Me parece que yo no vestiré de gran señora.
—Pues mira, Rosa, por ahora no puede ser..., tengo mis tazones para ello, que alguna vez te las diré...
Púsose pálido y, después de un suspiro, añadió:
—Ya te lo diré.
—¿Todavía te dan esos vahídos?
—Sí, Rosita.
—Eso será la primavera...
—Así lo creo; la primavera o la emoción...
—Mira, Juan, ya llevas mucho tiempo aplazando nuestro casamiento, hoy
para mañana, mañana para pasado... Yo ya sé que nos hemos de casar...,
porque, de otro modo, no se comprende que andes tan formal..., que
siempre...
—Sí, sí, ya en tiendo; pierde cuidado, Rosita...
—Y, además, desde hace un año te has vuelto triste y pensativo, cavilas demasiado, y a tu edad no es bueno cavilar.
—¿Qué quieres...?
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