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autor: Miguel de Unamuno editor: Edu Robsy textos disponibles


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Cuentos

Miguel de Unamuno


Cuentos, Colección


El amor

Ver con los ojos

Cuento

Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa, verano como corona de un invierno duro.

El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecicas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse los unos saludaban a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se le ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz el pobre...!». ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?

Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué sólo el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?

Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.


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Dominio público
364 págs. / 10 horas, 38 minutos / 1.141 visitas.

Publicado el 11 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Antolín S. Paparrigópulos

Miguel de Unamuno


Cuento


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 354 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mecanópolis

Miguel de Unamuno


Cuento


Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; mas cuando llegué, encontreme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 288 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ideocracia

Miguel de Unamuno


Ensayo, filosofía, política


De la tiranías todas, la más odiosa me es, amigo Maeztu, la de las ideas; no hay cracia que aborrezca más que la ideocracia, que trae consigo, cual obligada secuela, la ideofobia, la persecución, en nombre de unas ideas, de otras tan ideas, es decir, tan respetables o tan irrespetables como aquéllas. Aborrezco toda etiqueta; pero si alguna me habría de ser más llevadera es la de ideoclasta, rompeideas. ¿Que cómo quiero romperlas? Como las botas, haciéndolas mías y usándolas.

El perseguir la emisión de esas ideas a que se llama subversivas o disolventes, prodúceme el mismo efecto que me produciría el que, en previsión del estallido de una caldera de vapor, se ordenase romper el manómetro en vez de abrir la válvula de escape. Al afirmar con profundo realismo Hegel que es todo idea, redujo a su verdadera proporción a las llamadas por antonomasia ideas, así como al comprender que es milagroso todo cuanto nos sucede, se nos muestran, a su más clara luz, los en especial llamados milagros.

Idea es forma, semejanza, species… ¿Pero forma de qué? He aquí el misterio: la realidad de que es forma, la materia de que es figura, su contenido vivo. Sobre este misterio giró todo el combate intelectual de la Edad Media; sobre él sigue girando hoy. La batalla entre individualistas y socialistas es, en el fondo lógico, la misma que entre nominalistas y realistas. Esto en el fondo lógico; pero ¿y en el vital? Porque es la forma especial de vida de cada uno lo que le lleva a la mente tales o cuales doctrinas.

¿Que las ideas rigen al mundo? Apenas creo en más idea propulsora del progreso que en la idea-hombre, porque también es idea, esto es, apariencia y forma cada hombre; pero idea viva, encarnada; apariencia que goza y vive y sufre, y que, por fin, se desvanece con la muerte.


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11 págs. / 20 minutos / 359 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Cristo de Velázquez

Miguel de Unamuno


Poesía


¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
Miras dentro de Ti, donde está el reino
de Dios; dentro de Ti, donde alborea
el sol eterno de las almas vivas.
Blanco tu cuerpo está como el espejo
del padre de la luz, del sol vivífico;
blanco tu cuerpo al modo de la luna
que muerta ronda en torno de su madre
nuestra cansada vagabunda tierra;
blanco tu cuerpo está como la hostia
del cielo de la noche soberana,
de ese cielo tan negro como el velo
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno.Que eres, Cristo, el único
hombre que sucumbió de pleno grado,
triunfador de la muerte, que a la vida
por Ti quedó encumbrada. Desde entonces
por Ti nos vivifica esa tu muerte,
por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre,
por Ti la muerte es el amparo dulce
que azucara amargores de la vida;
por Ti, el Hombre muerto que no muere
blanco cual luna de la noche. Es sueño,
Cristo, la vida y es la muerte vela.
Mientras la tierra sueña solitaria,
vela la blanca luna; vela el Hombre
desde su cruz, mientras los hombres sueñan;
vela el Hombre sin sangre, el Hombre blanco
como la luna de la noche negra;
vela el Hombre que dió toda su sangre
por que las gentes sepan que son hombres.
Tú salvaste a la muerte. Abres tus brazos
a la noche, que es negra y muy hermosa,
porque el sol de la vida la ha mirado
con sus ojos de fuego: que a la noche
morena la hizo el sol y tan hermosa.
Y es hermosa la luna solitaria,
la blanca luna en la estrellada noche
negra cual la abundosa cabellera
negra del nazareno. Blanca luna
como el cuerpo del Hombre en cruz, espejo
del sol de vida, del que nunca muere.


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2 págs. / 4 minutos / 533 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Diario Íntimo

Miguel de Unamuno


Diario, Autobiografía


Cuaderno 1

Pospón toda sabiduría terrena, y toda humana y propia complacencia.

* * *

El misterio de la libertad es el misterio mismo de la conciencia refleja y de la razón. El hombre es la conciencia de la naturaleza, y en su aspiración a la gracia consiste su verdadera libertad. Libre es quien puede recibir la divina gracia, y por ella salvarse.

* * *

Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad.

* * *

Estando en Munitibar cuando el apuro del parto de Ceferina, me salí a la carretera, y sólo se me ocurrió rezar. En aquel trance de nada me servían mis vanas doctrinas, y del fondo del corazón me brotó la plegaria, como testimonio de la verdad del Dios Padre que oye nuestras súplicas. Y yo no entendí mi propio testimonio, cerrados mis oídos a la voz que hablaba en mí mismo. Resabios de antes, resurrección automática de fondo antiguo... mil explicaciones de razón buscaba en las sutilezas de la psicología, y no quería ver la verdad, que al impulso de la piedad se descubrió en mí. Porque entonces pedía por el prójimo, a solas, delante de Ti, sin sombra de vanagloria ni de propia complacencia, sin eso que se llama altruismo y es comedia y mentira.

* * *

Leopardi, Amiel, Obermann...

* * *

Confusión.


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119 págs. / 3 horas, 29 minutos / 1.454 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Una Historia de Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Hacía tiempo ya que a Ricardo empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido. No, no estaba de veras enamorado de Liduvina, y tal vez no lo había estado nunca. Aquello fué una ilusión huidera, un aturdimiento de mozo que al enamorarse en principio de la mujer se prenda de la que primero le pone ojos de luz en su camino. Y luego, esos amores contrariaban su sino, bien manifiesto en señales de los cielos. Las palabras que el Evangelio le dijo aquella mañana cuando, después de haberse comulgado, lo abrió al azar de Dios, eran harto claras y no podían marrar: “Id y predicad la buena nueva por todas las naciones”. Tenía que ser predicador del Evangelio, y para ello debía ordenarse sacerdote y, mejor aún, entrar en claustro de religión. Había nacido para apóstol de la palabra del Señor y no para padre de familia; menos, para marido, y redondamente nada para novio.

La reja de la casa de Liduvina se abría a un callejón, flanqueado por las altas tapias de un convento de Ursulinas. Sobre las tapias asomaba su larga copa un robusto y cumplido ciprés, en que hacían coro los gorriones. A la caída de la tarde, el verde negror del árbol se destacaba sobre el incendio del poniente, y era entonces cuando las campanas de la Colegiata derramaban sobre la serenidad del atardecer las olas lentas de sus jaculatorias al infinito. Y aquella voz de los siglos hacía que Ricardo y Liduvina suspendieran un momento su coloquio: persignábase ella, se recogía y palpitaban en silencio sus rojos labios frescos una oración, mientras él clavaba su mirada en tierra. Miraba al suelo, pensando en la traición que a su destino venía haciendo; la lengua de bronce le decía: “Ve y predica mi buena nueva por los pueblos todos”.


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32 págs. / 56 minutos / 141 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El Espejo de la Muerte

Miguel de Unamuno


Cuento


Historia muy vulgar

¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura; llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no renacía.

«¡Esto pasará —decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que pudiese.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».

—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.

—Pero si no tengo ganas le he dicho...

—No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre hija.


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6 págs. / 10 minutos / 515 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hermano Juan o el Mundo es Teatro

Miguel de Unamuno


Teatro, comedia


«¡Mi querido lector! ¡Lee, si es posible, en voz alta! ¡Y si lo haces, gracias por ello! Y si no lo haces tú, mueve a otros a ello, y gracias a cada uno de ellos y a ti de nuevo. Al leer en voz alta recibirás la más fuerte impresión, la de que tienes que habértelas contigo mismo y no conmigo que carezco de autoridad ni con otros que te serían distracción.»

Soeren Kierkegaard, Prólogo (del 1 de agosto de 1851) a Para examen de conciencia, dedicado a sus contemporáneos.

Prólogo

Este prólogo es, en realidad de apariencia, un epílogo. Como casi todos los prólogos. Aunque… ¿sí? ¿Nacen los hombres —a contar entre éstos a los llamados entes de ficción, personajes de drama, de novela o de narración histórica— , nacen de las ideas los hombres, o de éstos aquéllas? ¿Es el hombre una idea encarnada —en carne de ficción , o es la idea un hombre historiado, eternizado así? Voy a contarte, lector, cómo me nació este mi «El Hermano Juan».


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78 págs. / 2 horas, 17 minutos / 280 visitas.

Publicado el 6 de enero de 2020 por Edu Robsy.

El Amor que Asalta

Miguel de Unamuno


Cuento


¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 230 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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