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autor: Miguel de Unamuno editor: Edu Robsy textos disponibles


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La Res Humana

Miguel de Unamuno


Artículo


Carlos Marx dijo alguna vez que la revolución social no la han de hacer los hombres, sino las cosas, y algún marxista, no muy ortodoxo, no muy convencido de la fe en el materialismo histórico —doctrina que es de fe y no de razón—, ha querido corregir la fórmula del pontífice, diciendo que son las cosas manejadas por los hombres, ó sea los hombres manejando las cosas, los que hacen la revolución. Y nosotros, por nuestra parte, comentando alguna otra vez ese dogma marxista, nos hemos preguntado si es que los hombres no son también cosas, esto es: causas. Y hasta enseres.

Cuando he aquí que, leyendo el viejo poema de Lucrecio, De rerum natura, nos encontramos en el verso 58 de su libro III con una singularísima expresión, que nos aclara nuestro problema al respecto. Viene hablando Lucrecio de aquellos que, profesando no temer la muerte ni creer en la inmortalidad del alma —perspectiva terrible para los romanos de entonces—, se entregan, sin embargo, cuando se ven en peligro de perder la vida, á prácticas supersticiosas. Y dice que entonces es cuando les brotan de lo hondo del pecho sus voces verdaderas y que «desaparece la persona, queda la cosa».

¡Eripitur persona, mane res! No cabe expresión más enérgica, sobre todo si se tiene en cuenta todo el valor que en latín tiene la voz persona. La cual, empezando, como es ya tan sabido, por significar la máscara ó careta con que el actor se cubría la cara para representar el personaje de la comedia ó tragedia, pasó á ser designativa del personaje, y, por último, del papel que uno representa, aunque sea en el coro ó la comparsa,en el teatro del mundo, es decir, en la Historia.


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3 págs. / 5 minutos / 306 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2019 por Edu Robsy.

Dos Madres

Miguel de Unamuno


Cuento, Teatro


I

¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.

¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.

Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.

RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!


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27 págs. / 48 minutos / 554 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Al Correr los Años

Miguel de Unamuno


Cuento


Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni...

(Horacio, Odas II, 14)
 

El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año —¡oh portento de observación!— que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

* * *

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo —el denso velo del cariño— para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.


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6 págs. / 11 minutos / 439 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En el Destierro

Miguel de Unamuno


Artículos, Crónica


I. Fuerteventura. Divagaciones de un confinado

(1924)

Los Reinos de Fuerteventura

Esta infortunada isla de Fuerteventura, donde entre la apacible calma del cielo y del mar escribimos este comentario a la vida que pasa y a la que se queda, mide en lo más largo, de punta Norte a punta Sur, cien kilómetros, y en lo más ancho, veinticinco. En su extremo Suroeste forma una península casi deshabitada, por donde vagan, entre soledades desnudas y desnudeces solitarias de la mísera tierra, algunos pastores. A esta península se le conoce por el nombre de Jandía o de la Pared. La pared o, mejor, muralla, que dió nombre a la península de Jandía, y de la que aun se conservan trechos, fué una muralla, construida por los guanches para se parar los dos reinos en que la isla Majorata, la de los majoreros, o sea Fuerteventura, estaba dividida, y para impedir las incursiones de uno en otro reino. Y he aquí cómo este pedazo de Africa sahárica, lanzado en el Atlántico, se permitía tener una península y una muralla como la de China en cuanto al sentido histórico. Porque aquí hubo historia en lo que se llama los tiempos prehistóricos de la isla, lo que quiere decir que aquí hubo guerra civil, guerra intestina, entre los guanches que la habitaban. Sin duda, porque el aislamiento les impedía tener guerra con los de fuera.


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130 págs. / 3 horas, 48 minutos / 133 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Venda

Miguel de Unamuno


Cuento


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

—¡Mi padre, que se muere mi padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

—¿Lleva usted bastón?

—¿Pues no lo ve usted? —dijo el mostrándoselo.

—¡Ah! Es cierto.

—¿Es usted acaso ciega?

—No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

—Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Que le pasa?

—Déjeme, que se muere mi padre.

—Pero ¿dónde va usted así?

—Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

—Debe de ser loca —dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

—No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue; déjeme, que se muere.

—Es la ciega —dijo una mujer que llegaba.

—¿La ciega? —replicó el hombre del bastón—. Entonces, ¿para qué se venda los ojos?

—Para volver a serlo —exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.


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4 págs. / 8 minutos / 338 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Recuerdos de Niñez y de Mocedad

Miguel de Unamuno


Cuento, biografía, autobiografía


Primera parte

I

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera —y al nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro—, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes, que nací en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864.

Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él, y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos, que animaban las paredes de mi casa. Lo recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, adonde no podíamos entrar siempre que se nos antojara los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo, en que se veía un chiquitito, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés con un francés me colé yo a la sala, y de no recordarlo sino en aquel momento, sentado en su butaca, frente a M. Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje. ¡Vocación de filólogo!


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15 págs. / 27 minutos / 318 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

La Crisis del Patriotismo

Miguel de Unamuno


Ensayo


Ahora que con ocasión de la desdichada guerra de Cuba, en que se está malgastando el tesoro espiritual del pobre pueblo español y abusando de su paciencia, se ha dado suelta por la Prensa de la mentira a la patriotería hipócrita, ahora es la verdadera oportunidad de hablar aquí del sentimiento patriótico y de la crisis por que está pasando en los espíritus todos progresivos, los abiertos a las iniciaciones del futuro; ahora, que es cuando lo creen más inoportuno los prudentes, según el mundo viejo. Para estos tales es no ya inoportuna, sino hasta criminal la injerencia de la idea en el campo de la fuerza cuando está ésta a su negocio; después es ya otra cosa. En triunfando, tienen razón, que es lo propio del bruto. Lo del hombre es tener verdad, no razón precisamente.

Lo cierto es que apena de veras el oír a uno y otro en tertulias y reuniones privadas manifestar la verdad de lo que sienten sobre esa desdicha y observar luego que por ninguna parte cuaja y se muestra al público esa verdad de sentimiento.

La Historia, la condenada Historia, nos oprime y ahoga, impidiendo que nos bañemos en las aguas vivas de la Humanidad eterna, la que palpita en hechos permanentes bajo los mudables sucesos históricos. Y en este caso concreto, la Historia nos oprime con esa pobre honra nacional, cuya fórmula dio en nuestro siglo llamado de oro el conde Lozano, de Las mocedades del Cid, diciendo:


Procure siempre acertarla
el honrado y principal;
pero si la acierta mal
defenderla y no enmendarla.
 

Frente a esta honra, que es en este caso la razón, hay que mostrar la verdad, y aquí la verdad arranca del verdadero estado íntimo del sentimiento patriótico hoy.


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8 págs. / 15 minutos / 296 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

La Sangre de Aitor

Miguel de Unamuno


Cuento


De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Semejante

Miguel de Unamuno


Cuento


Como todos huían de Celestino el tonto, tomándole, cuando más, de dominguillo con que divertirse, el pobrecito evitaba a la gente paseándose solo por el campo solitario, sumido en lo que le rodeaba, asistiendo sin conciencia de sí al desfile de cuanto se le ponía por delante. Celestino el tonto sí que vivía dentro del mundo como en útero materno, entretejiendo con realidades frescos sueños infantiles, para él tan reales como aquéllas, en una niñez estancada, apegada al caleidoscopio vivo como a la placenta el feto, y, como éste, ignorante de sí. Su alma lo abarca todo en pura sencillez; todo era estado de su conciencia. Se iba por la mayor soledad de las alamedas del río, riéndose de los chapuzones de los patos, de los vuelos cortos de los pájaros, de los revoloteos trenzados de las parejas de mariposas. Una de sus mayores diversiones era ver dar la vuelta a un escarabajo a quien pusiera patas arriba en el suelo.

Lo único que le inquietaba era la presencia del enemigo, del hombre. Al acercársele alguno, le miraba de vez en vez con una sonrisa en que quería decirle: «No me hagas nada, que no voy a hacerte mal», y cuando lo tenía próximo, bajo aquella mirada de indiferencia y sin amor, bajaba la vista al suelo, deseando achicarse tamaño de una hormiga. Si algún conocido le decía al encontrarle: «¡Hola, Celestino!», inclinaba con mansedumbre la cabeza y sonreía, esperando el pescozón. En cuanto veía a lo lejos chicuelos apretaba el paso; les tenía horror justificado: eran lo peor de los hombres.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Martín, o de la Gloria

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Pobre don Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre don Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre don Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque don Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.


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5 págs. / 9 minutos / 85 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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