Textos más populares este mes de Miguel de Unamuno publicados por Edu Robsy | pág. 7

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autor: Miguel de Unamuno editor: Edu Robsy


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Los Hijos Espirituales

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Con qué mezcla de amargor y de dulzura recordaba Federico los comienzos de su vida de escritor, cuando vivía con su madre, los dos solos! ¡Pobre madre! ¡Con qué emoción, con qué fe seguía la carrera literaria de su hijo! Tenía en el triunfo de éste mucha más confianza que él mismo. «Llegarás, hijo, llegarás», le decía empleando ese término de la jerga literatesca. Y le rodeaba de toda clase de prevenciones y cariños.

El trabajo de Federico era sagrado para su madre. Las criadas tenían que andar con zapatillas o alpargatas y hasta de puntillas. A una que le dijo no haber llevado más que zapatos, la obligó a andar descalza hasta adquirir calzado silencioso. No les permitía berrear las cancioncillas en moda. «¡Está trabajando el señorito!». Tal era la consigna del silencio. No permitía que entrase nadie sino ella en el despacho de Federico a arreglarle los papeles. Arreglo que consistía en dejárselos exactamente donde estaban y como estaban. Ni que antes de limpiar la mesa de trabajo hubiese señalado, como quien acota, la posición de cada libro, de cada cuartilla, de cada objeto. No, las criadas no podían entrar allí, las criadas tienen la monomanía de la simetría, y por querer arreglarlo todo lo desarreglan.

¡Qué tiempos aquellos en que Federico vivía solo con su madre! Después se casó con Eulalia, bien que no a gusto de aquélla. «Pero si es un ángel, madre» —le decía él. «Sí, hijo, sí, todas las novias son ángeles, pero ya verás cuando tenga que quitarse las alas en casa... Porque con alas no se puede andar por casa, ni se cabe por la puerta de la alcoba, ni es posible acostarse con ellas... estorban mucho en la cama. No se sabe dónde ponerlas. Los ángeles, como los pájaros, vuelan o se están de pie, pero no se acuestan». Y así fue, que no aparecieron las alas del ángel en el hogar.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Tribulaciones de Susín

Miguel de Unamuno


Cuento


A Juan Arzadun.

La fresca hermosura del cielo que envolvía árboles verdes y pájaros cantores alegraba a Susín, entretenido en construir fortificaciones con arcilla, mientras la niñera, haciendo muchos gestos, reía las bromas de un asistente.

Susín se levantó del suelo en que estaba sentado, se limpió en el trajecito nuevo las manos embarradas, y contempló su obra viendo que era buena. Dentro de la trinchera circular quedaba un espacio a modo de barreño que estaba pidiendo algo, y Susín, alzando las sayas, llenó de orina el recinto cercado. Entonces le ocurrió ir a buscar un abejorro o cualquier otro bicho para enseñarle a nadar.

Tendiendo por el campo la vista, vio a lo lejos brillar algo en el suelo, algo que parecía una estrella que se hubiera caído de noche con el rocío. ¡Cosa más bonita! Olvidado del estanquecillo, obra de sus manos y su meada, fuese a la estrella caída. De repente, según a ella se acercaba, desapareció la estrella. O se la había tragado la tierra, o se había derretido, o el Coco se la había llevado. Llegó al árbol junto al cual había brillado la añagaza, y no vio en él más que guijarros, y entre éstos un cachito de vidrio.

¡Qué hermosa mañana! Susín bebía luz con los ojos y aire del cielo azul con el pecho.

¡Allí sí que había árboles! ¡Aquello era mundo y no la calle oscura preñada de peligros, por donde a todas horas discurren caballos, carros, bueyes, perros, chicos malos y alguaciles!

Mudó Susín de pronto de color, le flaquearon las piernecitas y un nudo de angustia le apretó el gaznate. Un perro..., un perro sentado que le miraba con sus ojazos abiertos; un perrazo negro, muy negro, y muy grande. Si hubiera pasado por su calle, habríale amenazado desde el portal con un palo; pero estaba en medio del campo, que es de los perros y no de los niños.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Peregrinaciones de Turismundo

Miguel de Unamuno


Cuento


La ciudad de Espeja

Cuando ya el pobre Turismundo se creía en el páramo inacabable, a morir de hambre, de sed y de sueño al pie de un berrueco, al tropezar en un tocón vio a lo lejos, derretidas en el horizonte, las torres de una ciudad. Brotó sobre ellas, como una inmensa peonía que revienta, el Sol, y la ciudad centelleaba. Recogió Turismundo lo que de vida le quedaba y fue hacia la ciudad que, según él, se le acercaba, y el sol subía en el cielo, engrandeciéndose ella. Mas cuando ya estaba a su entrada, el aire parecía espesarse y oponerle un muro.

Era, en efecto, un muro transparente e invisible. Siguió a lo largo de él, bordeando la ciudad, hasta que entró en ésta por una que parecía puerta en el muro invisible.

Las calles, espaciosas y soleadas, estaban desiertas, aunque de vez en cuando pasaban por ella vehículos vacíos y que marchaban solos, sin nadie que los llevase ni guiase. Las casas, todas de un piso, tenían así como fisonomía humana; con sus ventanas y puertas y balcones, todo ello abierto de par en par, parecían observar al peregrino y a las veces sonreírle. Turismundo había olvidado su hambre, su sed y su sueño.

Desde la calle podía verse el interior de las casas, abiertas a toda luz y todo aire. En casi todas ellas, junto a muebles relucientes, al lado de camas que convidaban al descanso, grandes cuadros con retratos de los dueños acaso, o de sus antepasados. Y ni una sola persona viva. De algunas casas salían tocatas como de armonio. Y llegó a ver por una ventana de un piso bajo, el armonio que sonaba. Sonaba solo; nadie lo tocaba.

Detrás de las tapias de los sendos jardinillos de las casas alzábanse cipreses en que piaban y chillaban bandadas de gorriones. Y de todo como que rezumaba una quietud apacible y luminosa.


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3 págs. / 6 minutos / 84 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recuerdos de Niñez y de Mocedad

Miguel de Unamuno


Cuento, biografía, autobiografía


Primera parte

I

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera —y al nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro—, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes, que nací en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864.

Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él, y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos, que animaban las paredes de mi casa. Lo recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, adonde no podíamos entrar siempre que se nos antojara los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo, en que se veía un chiquitito, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés con un francés me colé yo a la sala, y de no recordarlo sino en aquel momento, sentado en su butaca, frente a M. Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje. ¡Vocación de filólogo!


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15 págs. / 27 minutos / 325 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

La Vida es Sueño

Miguel de Unamuno


Ensayo


Reflexiones sobre la regeneración de España

Es inútil callar la verdad. Todos estamos mintiendo al hablar de regeneración, puesto que nadie piensa en serio en regenerarse a sí mismo. No pasa de ser un tópico de retórica que no nos sale del corazón, sino de la cabeza. ¡Regenerarnos! ¿Y de qué, si aun de nada nos hemos arrepentido?

En rigor, no somos más que los llamados, con más o menos justicia, intelectuales y algunos hombres públicos los que hablamos ahora a cada paso de la regeneración de España. Es nuestra última postura, el tema de última hora, a que casi nadie, ¡débiles!, se sustrae.

El pueblo, por su parte, el que llamamos por antonomasia pueblo, el que no es más que pueblo, la masa de los hombres privados o idiotas que decían los griegos, los muchos de Platón, no responden. Oyen hablar de todo eso como quien oye llover, porque no entienden lo de la regeneración. Y el pueblo está aquí en lo firme; su aparente indiferencia arranca de su cristiana salud. Acúsanle de falta de pulso los que no saben llegarle al alma, donde palpita su fe secreta y recogida. Dicen que está muerto los que no le sienten cómo sueña su vida.

Mira con soberana indiferencia la pérdida de las colonias nacionales, cuya posesión no influía en lo más mínimo en la felicidad o en la desgracia de la vida de sus hijos, ni en las esperanzas de que éstos se sustentan y confortan. ¿Qué se le da de que recobre o no España su puesto entre las naciones? ¿Qué gana con eso? ¿Qué le importa la gloria nacional? Nuestra misión en la Historia. ¡Cosa de libros! Nuestra pobreza le basta; y aún más, es su riqueza.


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Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Sobre la Consecuencia, la Sinceridad

Miguel de Unamuno


Ensayo


En todos los órdenes de la vida vivimos cada vez más del crédito y cada vez menos del pago inmediato en dinero, o cosa que lo valga, contante y sonante. Nos apoyamos en la autoridad ajena para no tomarnos la molestia de formarnos y afirmarnos una autoridad propia. El gran principio de la vida social moderna, sobre todo en nuestro país, es el principio de la delegación: lo delegamos todo. Y no son los que más truenan contra el autoritarismo los que menos buscan apoyarse en ajena autoridad.

En el libro I, «Fisiología de la guerra», de su notabilísima obra Mi rebeldía, y página 70 de ésta, dice don Ricardo Burguete esta gran verdad: "«La defensiva es una forma democrática: se confía en el esfuerzo común, y éste descansa en el mérito ajeno»". Es indudable; las democracias, más que otra forma alguna social, descansan en la confianza mutua... en el esfuerzo ajeno. Cada cual echa el mochuelo al prójimo y procura zafarse. El reconocer y afirmar que todos tienen derecho a gobernar, no es para arrogarse uno el gobierno, sino para sacudírselo al prójimo. Y para esto nos hace falta que los demás sean consecuentes; es decir, que sean como nosotros les queremos hacer.

Todo ello es en gran parte resultado del principio de la diferenciación —mejor que división— del trabajo. Es lo que sucede con el perito ante los tribunales. Un juez a quien se le resiste dar una sentencia que cree justa, si se encuentra con un perito que le ofrece un apoyo para la injusticia, aunque esté convencido de lo absurdo del informe del perito, se agarra a él, y diciéndose: «Aquí que no peco, si dice un desatino, como es él quien lo dice, allá por su cuenta; yo siempre tendré en qué justificar mi acuerdo», falla contra su conciencia y a favor de su deseo. Nos es muy cómodo eso de los peritos para sacudirnos responsabilidades.


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20 págs. / 36 minutos / 239 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

En Manos de la Cocinera

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: “Para lo que me van a costar”?…». Vicente presentía que solo valen las caricias que cuestan.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Sangre de Aitor

Miguel de Unamuno


Cuento


De la más pura sangre de Aitor había nacido Lope de Zabalarestista, Goicoerrotaeche, Arana y Aguirre, sin gota de sangre de moros, ni de judíos, ni de godos, ni de maquetos. Apoyaba su orgullo en esta nobleza tan casual y tan barata.

Lope, aunque lo ocultó y hasta negó durante mucho tiempo, nació, creció, y vivió en Bilbao, y hablaba bilbaíno porque no sabía otra cosa.

Ya al cumplir sus dieciséis años, le ahogaba Bilbao e iba a buscar en el barrio de Asúa al viejo euskalduna de patriarcales costumbres. ¿Bilbao? ¡Uf! ¡Comercio y bacalao!

Como no comprendían al pobre Lope sus convillanos, le llamaban chiflado.

En cuanto podía, se escapaba a Santo Domingo de Archanda a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria, que cierran el valle que arranca de Echébarri, valle de los mosaicos verdes, bordado por el río.

Una mañana hermosa de Pascua, a la hora de la procesión, se enamoró de una carucha viva, y al saber que la muchachuela se llamaba Rufina de Garaitaonandía, Bengoacelaya, Uría y Aguirregoicoa, saltó su corazón de gozo porque su elegida era, como él, de la más pura sangre de Aitor, sin gota de sangre de judíos, ni de moros, ni de godos, ni de maquetos. Bendijo a Jaungoicoa y juró que sus hijos serían de tan pura sangre como él. Y de noche soñó que se desposaba con la maitagarri, libertada de las terribles garras del basojaun.

A la vuelta de un viaje que hizo a Burgos se fue a Iturrigorri a abrazar a los árboles de su tierra.

A las romerías iba con alegría religiosa. Odiaba ésas otras en que mozas con mantilla bailan polkas y valses y buscaba esas otras, escondidas en rincones de nuestros valles.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

San Miguel de Basauri en el Arenal de Bilbao

Miguel de Unamuno


Cuento


A D. Francisco de Yzaguirre.

Nada más grato que recordar las bulliciosas fiestas de los tiempos ingratos para nuestra villa; nada más saludable que evocar la memoria de los raudales de alegría que desbordaban entonces del vigor del alma bilbaína. Los hombres y los pueblos valerosos son los hombres y los pueblos verdaderamente alegres: la tristeza es hermana de la cobardía.

Vosotros, los de aquellos días, podéis decir:

—¡Estuvimos allí!

Yo que aunque muy niño entonces, también estuve allí, sólo aspiro a despertar en vuestra fantasía la imagen dulce de la bulliciosa fiesta, que fue como prólogo a aquel heroico período, a cuyo culto esta Sociedad está consagrada.

Era el otoño plácido de nuestras montañas, cuando el sol, cernido por la disuelta telaraña de neblina, llueve como lento sirimiri sobre el campo sereno, disolviendo los colores en el gris uniforme del crepúsculo del año.

La placidez de aquel otoño templaba la agitación de los espíritus. Bilbao estaba rodeada de enemigos; desde los altos que le circundan le hacían corte los jebos; las monjas de la Cruz habían abandonado su convento; los habitantes de Bilbao la Vieja y San Francisco invadían el casco nuevo, ocupando las casas desalquiladas; los cosecheros de chacolí vendimiaban su uva antes de sazón; faltaban correos, y merluza, a las veces; se acercaba el sitio, pero la alegría alentaba, y era hermoso el otoño plácido de nuestras montañas.

Amaneció el 29 de septiembre de 1873. Pachi, muy de mañana, llamó a la puerta de Matrolo:

—¡Vamos, arlote, dormilón, levántate! ¡A la romería! ¡A San Miguel!

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Matrolo, desperezándose.

—Nada, que Chapa va hoy a Guernica de paseo, y, lo que ya sabes, que viene Moriones con dos mil hombres… Los jebos, vendimiando… ¡Anda, levántate!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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