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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento textos disponibles


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El que se Enterró

Miguel de Unamuno


Cuento


Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

—Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.


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7 págs. / 12 minutos / 196 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maestro de Carrasqueda

Miguel de Unamuno


Cuento


Discurrid con el corazón, hijos míos, que ve muy claro, aunque no muy lejos. Te llaman a atajar una riña de un pueblo, a evitarle un montón de sangre, y oyes en el camino las voces de angustia de un niño caído en un pozo: ¿le dejarás que se ahogue? ¿Le dirás: «No puedo pararme, pobre niño; me espera todo un pueblo al que he de salvar»? ¡No! Obedece al corazón: párate, apéate del caballo y salva al niño. ¡El pueblo… que espere! Tal vez sea el niño un futuro salvador o guía, no ya del pueblo, sino de muchos.»

Esto solía decir don Casiano, el maestro de Carrasqueda de Abajo, a unos cuantos mozalbetes que, en la escuela, mientras se lo decía, le miraban con ojos que parecían oírselo. ¿Le entendían acaso? He aquí una cosa de que, a fuer de buen maestro, jamás se cuidó don Casiano cuando ante ellos se vaciaba el corazón. «Tal vez no entiendan del todo la letra — pensaba—; pero lo que es la música…» Había, sin embargo, entre aquellos chicuelos uno para entenderlo: nuestro Quejana.

¡Todo un alma aquel pobre maestro de escuela de Carrasqueda de Abajo! Los que le hemos conocido en este último tercio del siglo XX, anciano, achacoso, resignado y humilde, a duras penas lograremos figurarnos a aquel joven fogoso, henchido de ambiciones y de ensueños, que llegó hacia 1920 al entonces pobre lugarejo en que acaba de morir, a ese Carrasqueda de Abajo, célebre hoy por haber en él nacido nuestro don Ramón Quejana, a quien muchos llaman el Rehacedor.

Cuando, el año veinte, llegó don Casiano a Carrasqueda, lo encontró muy chico, e incapaces de sacramentos a los carrasquedeños. ¡Buen pelo iba a echar raspándoles el de la dehesa! Lo primero enseñarles a que se lavaran: suciedad por dondequiera; suciedad e ignorancia. Había que mondarles el cuerpo y la mente; quitar, más que poner, tanto en ésta como en aquél.


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5 págs. / 9 minutos / 98 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hacha Mística

Miguel de Unamuno


Cuento


Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, la muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la Ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también que el océano de lo desconocido crece a nuestra vista según escalamos la montaña del conocimiento.

Dedicóse a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química, llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas en busca de los más antiguos restos del hombre. Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no sería hombre.

Descubrió un día una nueva caverna a orillas del mar; penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.


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4 págs. / 7 minutos / 90 visitas.

Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Fin de unos Amores

Miguel de Unamuno


Cuento


Este es un cuento sin malicia alguna; lo certifico.


Por una vereda estrecha y festoneada por ambos lados de Zarzales y matas iban los novios, la pareja más aparejada de todo el pueblo. No tan lejos que los perdieran de vista ni tan cerca que pudieran oírlos, iban también, a modo de escolta, otros mozos y mozas, porque no esta bien que recorran las parejas solas los campos y vallados, y así, guardándose cada cual a sí mismo, parece que los unos se guardan a los otros.

—Mira, Juanete, que el tiempo pasa.

—¿Que pasa el tiempo?—contestó maquinalmente, como una persona que se admira de una extraña novedad.

No quería yo mezclarme en mí relato, pero no puedo resistir el cosquilleo de añadir a esto que es cosa bien natural que pase el tiempo, pero más natural que un enamorado lo olvide.

—¿Qué piensas hacer?

—Deja esas cosas, Rosa, déjalas.

—Mira, Juan, que en todo el pueblo se habla de nosotros, y no me parece bien... además, tu ganas lo bastante...

—¿Lo bastante? ¿,

—Sí, Juan, lo bastante. Me parece que yo no vestiré de gran señora.

—Pues mira, Rosa, por ahora no puede ser..., tengo mis tazones para ello, que alguna vez te las diré...

Púsose pálido y, después de un suspiro, añadió:

—Ya te lo diré.

—¿Todavía te dan esos vahídos?

—Sí, Rosita.

—Eso será la primavera...

—Así lo creo; la primavera o la emoción...

—Mira, Juan, ya llevas mucho tiempo aplazando nuestro casamiento, hoy para mañana, mañana para pasado... Yo ya sé que nos hemos de casar..., porque, de otro modo, no se comprende que andes tan formal..., que siempre...

—Sí, sí, ya en tiendo; pierde cuidado, Rosita...

—Y, además, desde hace un año te has vuelto triste y pensativo, cavilas demasiado, y a tu edad no es bueno cavilar.

—¿Qué quieres...?


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2 págs. / 5 minutos / 65 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Contertulio

Miguel de Unamuno


Cuento


A mis compatriotas de tertulia

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.


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5 págs. / 9 minutos / 233 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Canto de las Aguas Eternas

Miguel de Unamuno


Cuento


El angosto camino, tallado a pico en la desnuda roca, va serpenteando sobre el abismo. A un lado empinados tormos y peñascales, y al otro lado óyese en el fondo oscuro de la sima el rumor incesante de las aguas, a las que no se alcanza a ver con los ojos. A trechos forma el camino unos pequeños ensanches, lo preciso para contener una docena mal contada de personas; son a modo de descansaderos para los caminantes sobre la sima y bajo una tenada de ramaje. A lo lejos se destaca del cielo el castillo empinado sobre una enhiesta roca. Las nubes pasan sobre él, desgarrándose en las pingorotas de sus torreones.

Entre los romeros va Maquetas. Marcha sudoroso y apresurado, mirando no más que al camino que tiene ante los ojos y al castillo de cuando en cuando. Va cantando una vieja canción arrastrada que en la infancia aprendió de su abuela, y la canta para no oír el rumor agorero del torrente que corre invisible en el fondo de la sima.

Al llegar a uno de los reposaderos, una doncella que está en él, sentada sobre un cuadro de césped, le llama.

—Maquetas, párate un poco y ven acá. Ven acá, a descansar a mi lado, de espalda al abismo, a que hablemos un poco. No hay como la palabra compartida en amor y compañía para darnos fuerzas en este viaje. Párate un poco aquí, conmigo. Después, refrescado y restaurado, reanudarás tu marcha.

—No puedo, muchacha —le contesta Maquetas amenguando su marcha, pero sin cortarla del todo-, no puedo; el castillo está aún lejos, y tengo que llegar a él antes que el sol se ponga tras sus torreones.

—Nada perderás con detenerte un rato, hombre, porque luego reanudarás con más brío y con nuevas fuerzas tu camino. ¿No estás cansado?

—Sí que lo estoy, muchacha.

—Pues párate un poco y descansa. Aquí tienes el césped por lecho, mi regazo por almohada. ¿Qué más quieres? Vamos, párate.

Y le abrió sus brazos ofreciéndole el seno.


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5 págs. / 9 minutos / 141 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Abejorro

Miguel de Unamuno


Cuento


La verdad, no le creía a usted hombre de azares —le dije.

—¿Por qué? ¿Por lo del abejorro? —me preguntó.

Y a un signo afirmativo mío, añadió:

—No hay tales azares, si bien debo decirle a usted que creo que si investigáramos las últimas raíces de las supersticiones mismas que nos parecen más absurdas, aprenderíamos a no calificarlas de ligero… Figúrese usted que mis hijos, de verme a mí, adquieren mi horror al abejorro, y de mis hijos lo toman mis nietos, y va así trasmitiéndose. Se convertirá en un azar. Y, sin embargo, el tal horror tiene en mí raíces muy hondas y muy reales.

—Hombre, eso…

—No lo dude usted. Soy de los hombres que más se alimentan de su niñez; soy de los que más viven en los recuerdos de su lejana infancia. Las primeras impresiones que recibió el espíritu virgen, las más frescas, son las que forman su lecho, el rico légamo de que brotan las plantas que en el lago de nuestra alma se bañan.

—Fue mi niñez —siguió diciendo—, una niñez triste. Casi todos los días salía con mi pobre padre, herido ya de muerte entonces. Apenas lo recuerdo: su figura se me presenta a la memoria esfumada, confinante con el ensueño. Sacábame de paseo al anochecer, los dos solos, al través de los campos, y apenas recuerdo otra cosa si no es que aquellos paseos me ponían triste.

—¿Pero no recuerda usted nada de sus palabras o conversaciones?


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4 págs. / 7 minutos / 166 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dos Originales

Miguel de Unamuno


Cuento


A. nació en cueros, pero rico; así es que pronto se encontró entre algodones y con teta de alquiler. Le criaron y educaron para rico, y a los veintisiete años era uno de los más distinguidos de su pueblo, esto es, un imbécil macizo, atacado de anticursilerismo y fascinado por B.

B. era un portento de distinción, refinamiento y anticursilería, juerguista con sombra, según sus compañeros; «¡laátima de chico!», según los viejos amigos de su familia. Siempre decía estar enfermo o aburrido y no importarle de nada, nada.

La suprema indiferencia es la más alta elegancia del estúpido. Le reventaban los serios, los formales, ¡lerdos!, y, sobre todo, los laboriosos. Sentía una sorda irritación hacia los que trabajaban.

Todo el empeño de B. era no contaminarse de cursilería y ramplonismo, mantenerse como el armiño, libre del fango de la vida.

B. metió a A. en el casino de los originales, formado de copias de millonésima reproducción enteramente borrosas, porque la estampilla se había gastado desde antiguo. Allí todos se dedicaban a ejercicios de dislocación y a rendir culto a la anticursilería. Sus gustos tenían que ser refinados ú ordinarios e infantiles, y, como glotón que aspira a sibarita, por huir del vil puchero, se hartaban de podredumbre, de verdadera boñiga. Las sesiones acababan en la revelación de la mayor penuria de espíritu y de la más radical estupidez, en la borrachera. Otras veces se cultivaba lo grotesco, lo infantil, lo tabernario.

Como la descripción más exacta de la vida y hazañas de A. y B. es pasarlas por alto, las omito.

El caso fue que A. se jugó todo su patrimonio, con calma sin dar importancia al hecho, por hacer algo. Y como aún le quedaba en la masa una chispa de vergüenza, desapareció el pueblo y en años no volvió en éste a saberse de él.


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Don Silvestre Carrasco, Hombre Efectivo

Miguel de Unamuno


Cuento


(Semblanza en arabesco)

Don Silvestre Carrasco, natural de Carvajal del Monte, es un hombre efectivo. Quiero decir que no es causativo. O más claro —si es que no más oscuro-: que no se preocupa de las causas, sino de los efectos. Ante todo fenómeno natural o histórico, material o espiritual, no busca sus causas, sino que inquiere sus efectos.

Hay filósofos, sin embargo, que atendiendo a que don Silvestre Carrasco ante el fenómeno «a» busca sus efectos —aquellos efectos de que «a» es causa— y no sus causas —las causas de que «a» es efecto— consideran que don Silvestre ve en «a» una causa y no un efecto, y por lo mismo le llaman al señor Carrasco un hombre causativo, y no como yo le llamo, efectivo. De donde resulta que lo mismo se le puede llamar de un modo que de otro. Y de igual manera, o sea, procediendo por análoga dialéctica psicológica, lo mismo da decir de don Silvestre Carrasco que es tradicionalista y optimista e individualista, que decir de él que es progresista y pesimista y socialista.

En rigor, don Silvestre está más acá de esas diferencias. Es la suya un alma indiferencial. Pero la tiene, como cada quisque, en su almario. Y cabe decir que la suya es más almario que alma. Los espíritus malignos dicen que es alma de cántaro o de cañón. Y es hombre nuestro don Silvestre que se vacía en unos cuantos aforismos. Es decir, se vacía no, sino que se llena. Su almario no puede vaciarse.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Eloíno R. de Alburquerque

Miguel de Unamuno


Cuento


—¿Te acuerdas Augusto —le decía Víctor-, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro?

—¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?

—El mismo. Pues bien..., ¡se ha casado!

—¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!

—Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo de Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.

—Tal vida ha llevado.


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5 págs. / 10 minutos / 77 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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