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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento textos disponibles


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En Manos de la Cocinera

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: “Para lo que me van a costar”?…». Vicente presentía que solo valen las caricias que cuestan.


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Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Secreto de un Sino

Miguel de Unamuno


Cuento


(Apólogo)

Difícil es que haya nacido hombre más bueno que nació Noguera. Pero, desde muy joven, una al parecer misteriosa fatalidad empezó a envenenarle el corazón. De nada servía que él se mostrase confiado, abierto, cariñoso; todos le rechazaban, todos huían de su lado. Observó que, con uno u otro pretexto, evitaban todos su trato. Y como él no tenía conciencia de faltar en nada a los demás, empezó a cavilar en ello y a ver en la sociedad humana un poder pavoroso que, cuando da en perseguir a uno sin motivo, no reconoce piedad ni tregua. Enfermó Noguera de manía persecutoria y acabó en misántropo y pesimista.

Tan sólo una compañía y un consuelo fraternales halló en su soledad, ¡pero qué compañía y qué consuelo! Y fue que topó con un tal Perálvarez, escéptico y nihilista casi de profesión. Para Perálvarez nada valía nada; era inútil todo esfuerzo; lo mismo daba hacer una cosa que dejar de hacerla; todo se convertía en comedia, farándula y farsa; los hombres eran, en sí y para sí, irremediables y necesariamente egoístas y cómicos; la cuestión es aparentar que se es más bien que ser, y todo ello fatalmente y sin que pueda ser de otro modo. Y Noguera encontró un amargo consuelo en esta filosofía desoladora, que siendo la explicación de su desgracia en sociedad, era a la vez el medio de justificarse, condenando a los otros.

Pero ¿por qué la sociedad me persigue a mí y no a otros, buscando y festejando y aplaudiendo a éstos, mientras a mí me rechaza y me condena?», preguntaba Noguera. Y Perálvarez le respondía: «Precisamente, porque tú eres bueno, sencillo, sincero, sin doblez, una oveja en un mundo de lobos y de raposos. Y porque otros, aun siendo así rechazados, saben ocultarlo».


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Dios Pavor

Miguel de Unamuno


Cuento


Los mendrugos y el pucherito de limosna que Justina arrancaba a la piedad pública, los comían sus padres mascando con ellos el aire nauseabundo del covacho en que vivían. La cama estaba siempre rota y sucia, el hogar siempre apagado y sobre él la botella de aguardiente.

Madre e hija se dormían abrazadas de brazos y piernas para darse calor. Cuando les despertaba del frío el quejido de la puerta al sentir la patada del hombre, iba la mujer a abrirle. Entraba aquél, y se acostaba al lado de su mujer y su hija, que recibían en el rostro aliento de vino.

Justina se perdía por las calles, pidiendo por amor de Dios. Su fantasía, libre de la carne por la anemia, volaba bajo la capa azul con que el sol hace techo a la calle, tras de los angelitos de que le hablaban los hijos del arroyo.

En casa se distraía a menudo mirando el polvo que jugaba en el rayo del sol, hasta que su padre la volvía al mundo de un puñetazo.

Un día se le cayó el pucherito y anduvo errante antes de volver a casa. Cuando entró en ella, y su padre, que estaba acostado con fiebre, vio lo que pasaba, le dijo: «¡Ven acá, perra, perdida!», y le golpeó la cabeza contra el suelo, mientras la mujer temblaba. Desde entonces apretaba Justina el pucherito contra su corazón.

Otro día, al entrar, encontró a su madre sentada en el suelo, junto al hombre, mirándole con ojos secos y muy grandes. La cara del padre estaba blanca. Había muerto en él todo movimiento, pero sus ojos seguían a su hija. Aquella noche hizo temblar a Justina bajo el guiñapo el frío del cuerpo del hombre, frío como una culebra y con olor a vino.

A unos señores que entraron al siguiente día, el aire podrido les sacó lágrimas y se enjugaron los ojos con pañuelos que olían a flores, se taparon el aliento, les dijeron muchas cosas, muchas cosas que hacían llorar a su madre, y les dieron dinero blanco.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor que Asalta

Miguel de Unamuno


Cuento


¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcalde de Orbajosa

Miguel de Unamuno


Cuento


(Etopeya)

Nos llevó a Orbajosa el ansia de conocer a su famoso alcalde que se decía ser el primer tocador de ocarina, el primer criador de gansos y el primer jugador de tángano de la muy esforzada, muy hazañosa y muy rendida ciudad real. Pretendía ser, desde luego, el primer orbajosano, y era profesional del optimismo, por lo menos de pico. Al hablar de él, los orbajosanos se guiñaban el ojo. Y esto porque la primacía histriónica del famoso alcalde era un valor entendido, y todos querían estar a bien con él, pues era quien condonaba las multas.

De vez en cuando el alcalde se iba a la plaza pública de Orbajosa con sus compinches y amigotes —los que le reían las gracias y le celebraban los chistes— a jugar allí a! tángano, delante de los papanatas de la ciudad para que éstos le aplaudiesen las jugadas. Que es, por ejemplo, como si un soberano que se cree ágil de piernas se pone a saltar en público para que sus súbditos le admiren como saltarín y aun haya quienes le aplaudan por ello.

Habíamos sido previamente presentados al singular alcalde, y éste, al vernos que nos detuvimos un momento a verle jugar al tángano, se dirigió hacia nosotros y con su característica llaneza —el alcalde se precia de campechano— nos dijo:

—Eh, ¿qué tal?

—Que esto de ponerse a jugar así al tángano, en público, nos parece neroniano, señor —le dijimos.

—¿Neroniano? ¿Pero me cree usted un Nerón?

—Lo característico de Nerón, señor, no fue la crueldad. A sus actos de crueldad le llevó el histrionismo, su manía teatral, el empeño de ser el primero en una porción de cosas, entre ellas el cantar, que no era de su oficio. Nerón debió contentarse con ser un buen emperador de Roma, cumplidor de las leyes, y vuestra ilustrísima...

—¡Excelencia, amigo excelencia!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Martín, o de la Gloria

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Pobre don Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre don Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre don Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque don Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Bernardino y Doña Etelvina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología —presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:


Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».
 


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Visita al Viejo Poeta

Miguel de Unamuno


Cuento


En el nutrido sosiego que venía a posarse plácido desde el cielo radiante, iba a fundirse la resignada calma que de su seno exhalaba la vieja ciudad, dormida en perezosa siesta. Me sumí en las desiertas callejuelas que a la Colegiata ciñen, y en una de ellas, donde me habían dicho que habitaba el viejo poeta, de tan largo tiempo enmudecido, di a la aldaba del portalón que lo era de la única casa de la calleja. Resonó el aldabonazo, quebrando el soñoliento silencio en los muros que formaban la calleja, flanqueada, como un foso, de un lado por el tapial de la huerta de un convento, y por agrietadas paredes del otro.

Me pasaron, y al cruzar un pequeño jardincillo emparedado, uno de esos mustios jardines enjaulados en el centro de las poblaciones, vi a un anciano regando una maceta. Se me acercó. Era su conocidísima figura.

—Ahora mismo subo —me dijo.

—No; prefiero hacerle aquí la visita; ¿qué más da?

—Como usted quiera… Rosa, baja unas sillas.

Desprendíase una calmosa melancolía de aquel pedazo de naturaleza encerrada entre las tapias de abigarradas viviendas. Dos o tres arbolillos se alzaban al arrimo de ellas, en busca de sol, y en ellos se refugiaban los pájaros. En un rincón, junto a un pozo, sombreaba a un banco de piedra una higuera. La casa tenía un corredor de solana, con balaustrada de madera, que miraba al jardincillo. El vertedero de la cocina servía para regar la higuera. Y todo ello parecía ruinas de naturaleza abrazadas a ruinas de humana vivienda.

Allí encima se alzaba la airosa torre de la Colegiata, a la que doraba el sol con sus rayos, muy inclinados ya; la torre severa, que contribuía a dar al pedazo de cielo desde allí visible su anguloso perfil. Unas gallinas picoteaban el suelo.

—Es mi retiro y mi consuelo —me dijo.

—Yo creí que preferiría usted el campo verdadero…, el aire libre…


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Rectificación de Honor

Miguel de Unamuno


Cuento


(Narraciones siderianas)

—¡Un caballero no debe, no puede tolerar tal ultraje!

Al oír lo de caballero, Anastasio inclinó la cabeza sobre el pecho para olfatear la rosa que llevaba en el ojal de la solapa y dijo sonriendo:

—Yo aplastaré a ese reptil... ¡Mozo!

Para pagar a éste sacó del bolsillo un duro y con él dos piezas de oro que llevaba como fondo permanente e intangible; dio aquél al mozo y sin esperar a la vuelta, tan distraído creía se debía estar en su caso, salió del Arca.

El Arca era el nombre caprichoso, abracadabrante, según uno de sus socios, que en Sideria se daba al casino a que acudía el cogollito de la elegancia, los hombres de mundo y de alta sociedad, los calificados por el chroniqueur modernista y bulevardizante de El Correo Sideriense de gentlemens, sportsmens, clubmens, bonvivants, blasés, comme il faut, struggle-for-lifeurs y otro sinfín de terminachos por el estilo; es decir, los caballeros más honorables de la ciudad ducal.

Uno de ellos había importado de Alemania, donde residió año y medio, el nombre de filisteos, que los socios aplicaban a todos los ramplones burgueses de la ciudad.

Los envidiosos, y los pedantes, y los doctrinos sostenían que en el Arca se reunían los espíritus más pedestres de la ciudad, empeñados en sacarse del abismo de su ramplonería como el barón de Münchhausen del pozo en que cayó, tirándose de las orejas hacia arriba, y no faltaba mala lengua que clasificaba a los alegres compadres en memos y bandidos sin disfrazar, memos disfrazados de bandidos y bandidos disfrazados de memos.

Pero dejando estos ladridos de los impotentes a la luna, volvamos a Anastasio, el cual, al salir a la calle hizo como si reflexionara un momento delante del coche, y acabó diciéndose: «No, en esta ocasión no pega el coche. ¡A pie, a pie!».


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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