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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento textos disponibles


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La Locura del Doctor Montarco

Miguel de Unamuno


Cuento


Conocí al Dr. Montarco no bien hubo llegado a la ciudad; un secreto tiro me llevó a él. Atraían, desde luego, su facha y su cara, por lo abiertas y sencillas que eran. Era un hombre alto, rubio, fornido, de movimientos rápidos. A la hora de tratar a uno hacíale su amigo, porque si no habría de hacérselo no dejaba que el trato llegase a la hora. Era difícil de averiguar lo que en él había de ingénito y lo que había de estudiado: de tal manera había sabido confundir naturaleza y arte. De aquí mientras unos le tachaban de ser afectado y afectada su sencillez, creíamos otros que en él era todo espontáneo. Es lo que me dijo y me repitió muchas veces: «Hay cosas que, siendo en nosotros naturales y espontáneas, tanto nos las celebran, que acabamos por hacerlas de estudio y afectación; mientras hay otras que, empezando a adquirirlas con esfuerzo y contra nuestra naturaleza tal vez, acaban por sernos naturalísimas y muy propias».

Por esta sentencia se verá que no fue el doctor Montarco, mientras estuvo sano de la cabeza, el extravagante que mucha gente decía, ni mucho menos; sino más bien un hombre que en su conversación vertía juicios atinados y discretos. Sólo a las veces, y ello no más que con personas de toda su confianza, como llegué yo a serlo, rompía el freno de cierta contención y se desbordaba en vehementes invectivas contra las gentes que le rodeaban y de las que tenía que vivir. En eso denunciaba el abismo en que fue al cabo a caer su espíritu.


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15 págs. / 27 minutos / 106 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sombra Sin Cuerpo

Miguel de Unamuno


Cuento


Fragmento de una novela en preparación

El misterio fiel suicidio de mi padre me atormentaba, como os he dicho, de continuo. En él se encerraba para mí el misterio de mi propia vida y hasta de mi existencia. «¿Por qué y para qué había venido yo al mundo?». Tal era la pregunta que me dirigía a mí mismo de continuo. Y si no acabé con mi vida, si no me la quité a propia mano armada, fue porque esperaba arrancar de mi madre, a escondidas del otro, la solución del misterio de mi vida.

Habríame, en efecto, juzgado y sentenciado a mí mismo y ejecutado luego por mí propio la sentencia, haciendo así de reo, juez y verdugo, si hubiera podido procesarme. Pero mi proceso tenía que empezar por la inquisición del suicidio de mi padre, que habría de ser el que justificase el mío. Y no había manera de arrancar una palabra a mi pobre madre sometida al otro que había hecho desaparecer de casa todo rastro que pudiese recordar a su antiguo dueño.

Por este tiempo vino a dar a mis manos aquella estupenda novelita de Adalberto Chamisso que se llama La maravillosa historia de Pedro Schlemihl o sea el hombre sin sombra, el hombre a quien le quita su sombra, a cambio de la bolsa de Fortunato, el hombre del traje gris o sea el Diablo. El pobre Schlemilh, como se sabe, de nada le sirvió su bolsa pues que todos huían de él al verle sin sombra y tenía que huir de la luz, de lo que se aprovechó el diablo para proponerle la devolución de la sombra por el alma, a cambio de ésta, trato que rechazó Schlemihl con todo lo que en la maravillosa novelita de Chamisso se sigue.


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3 págs. / 5 minutos / 89 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vida del Cochorro

Miguel de Unamuno


Cuento


P.—¿Para quién hizo Dios el mundo?

R.—Para el hombre.


Catecismo del P. Astete

I

Una hermosa mañana de novillos fueron Dioni y Santi a la campa de Albia a coger cochorros. era el tiempo de ellos, de las hojas de los árboles y del aire tibio.radiaba el sol, que luce sobre todos, que calienta a los fríos, sofoca a los calientes, reseca a unos y liquida a otros, que hace lo mismo dulce su rayo que la sombra, en el invierno aquél y ésta en verano.

—Míate, míate..., allí, en aquel rasimo de flores blancas...

Señalaba a Santi dos cochorros que tomaban el sol en la flor de un castaño de Indias. Tiró éste una piedra que no erró, la rama crujió y los cuerpecillos de los cochorros sonaron en tierra. Los cogieron.

—El mío t'es macho; míale los cuernos anchos, abiertos... como abanico—dijo Dioni.

—Y el mío hembra. Tiene los cuernos apretaos...

Cerrados en la mano se los llevaron, los metieron luego en la gorra con un puñado de yerba.

—Tendrían nido y cochorritos—dijo Dioni.

—Cállate, lerdo; los cachorros no tienen nido...

—¡No...! ¡Sin tener...!

Pronto pelaron y cortaron su palito, prepararon su faja de papel, con su alfiler.

—A ver, a ver cuál es más volarín...

Les rompieron media patita trasera, envainaron con la otra media el alfiler sujeta a la faja de papel, vuelta como correa en el palillo, y les hicieron girar en torno a este hasta que emprendieron el vuelo cantándoles aquello de


¡Pavolea, chitolea,

vola, vola tú!


Era un divertido juego de Sísifo.

—Mía, mía, el mío es más trabajador; mía cómo te vola..., ¿no lo oyes?..., ¡hu, hu, huuuuuu!

—El mío es más volarín..., ¡aivá!

—Te credán que van volando por ay, cedrán que han llego al campo...

Y les tuvieron a los animalitos vuela que vuela en torno al palo.


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4 págs. / 8 minutos / 51 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Las Tijeras

Miguel de Unamuno


Cuento


Todas las noches, de nueve a once, se reunían en un rinconcito del café de Occidente dos viejos a quienes los parroquianos llamaban «Las tijeras». Allí mismo se habían conocido, y lo poco que sabían uno del otro era esto:

Don Francisco era soltero, jubilado; vivía solo con una criada vieja y un perrito de lanas muy goloso, que llevaba al café para regalarle el sobrante de los terroncitos de azúcar. Don Pedro era viudo, jubilado; tenía una hija casada, de quien vivía separado a causa del yerno. No sabían más. Los dos habían sido personas ilustradas.

Iban al café a desahogar sus bilis en monólogos dialogados, amodorrados al arrullo de conversaciones necias y respirando vaho humano.

Don Pedro odiaba al perro de su amigo. Solía llevarse a casa la sobra de su azúcar para endulzar el vaso de agua que tomaba al levantarse de la cama. Había entre él y el perrillo una lucha callada por el azúcar que dejaban los vecinos. Cuando don Pedro veía al perrillo encaramarse al mármol relamiéndose el hocico, retiraba, temblando, sus terroncitos de azúcar. Alguna vez, mientras hablaba, pisaba como al descuido la cola del perrito, que se refugiaba en su dueño.

El amo del perro odiaba sin conocerla a la hija de don Pedro. Estaba harto de oírle hablar de ella como de su gloria y de su consuelo; mi hija por aquí, mi hija por allí; ¡siempre su hija! Cuando el padre se quejaba del sinvergüenza de su yerno, el amo del perro le decía:

—Convénzase, don Pedro. La culpa es de la hija; si quisiera a usted como a padre, todo se arreglaría… ¡Le quiere más a él! ¡Y es natural! ¡Su mujer de usted haría lo mismo…!

El corazón del pobre padre se encogía de angustia al oír esto, y su pie buscaba la cola del perrito de aguas.


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5 págs. / 9 minutos / 79 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Hijos Espirituales

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Con qué mezcla de amargor y de dulzura recordaba Federico los comienzos de su vida de escritor, cuando vivía con su madre, los dos solos! ¡Pobre madre! ¡Con qué emoción, con qué fe seguía la carrera literaria de su hijo! Tenía en el triunfo de éste mucha más confianza que él mismo. «Llegarás, hijo, llegarás», le decía empleando ese término de la jerga literatesca. Y le rodeaba de toda clase de prevenciones y cariños.

El trabajo de Federico era sagrado para su madre. Las criadas tenían que andar con zapatillas o alpargatas y hasta de puntillas. A una que le dijo no haber llevado más que zapatos, la obligó a andar descalza hasta adquirir calzado silencioso. No les permitía berrear las cancioncillas en moda. «¡Está trabajando el señorito!». Tal era la consigna del silencio. No permitía que entrase nadie sino ella en el despacho de Federico a arreglarle los papeles. Arreglo que consistía en dejárselos exactamente donde estaban y como estaban. Ni que antes de limpiar la mesa de trabajo hubiese señalado, como quien acota, la posición de cada libro, de cada cuartilla, de cada objeto. No, las criadas no podían entrar allí, las criadas tienen la monomanía de la simetría, y por querer arreglarlo todo lo desarreglan.

¡Qué tiempos aquellos en que Federico vivía solo con su madre! Después se casó con Eulalia, bien que no a gusto de aquélla. «Pero si es un ángel, madre» —le decía él. «Sí, hijo, sí, todas las novias son ángeles, pero ya verás cuando tenga que quitarse las alas en casa... Porque con alas no se puede andar por casa, ni se cabe por la puerta de la alcoba, ni es posible acostarse con ellas... estorban mucho en la cama. No se sabe dónde ponerlas. Los ángeles, como los pájaros, vuelan o se están de pie, pero no se acuestan». Y así fue, que no aparecieron las alas del ángel en el hogar.


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6 págs. / 10 minutos / 120 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recuerdos de Niñez y de Mocedad

Miguel de Unamuno


Cuento, biografía, autobiografía


Primera parte

I

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera —y al nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro—, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes, que nací en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864.

Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él, y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos, que animaban las paredes de mi casa. Lo recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, adonde no podíamos entrar siempre que se nos antojara los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo, en que se veía un chiquitito, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés con un francés me colé yo a la sala, y de no recordarlo sino en aquel momento, sentado en su butaca, frente a M. Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje. ¡Vocación de filólogo!


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15 págs. / 27 minutos / 309 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Una Tragedia

Miguel de Unamuno


Cuento


Recordáis, los que hayáis leído las Memorias de Goethe, aquel profesor Plessing de que nos habla el autor del Werther? Fue un joven misántropo y preocupado que quiso ponerse en relaciones con él; que le dirigió, como a un director laico de conciencia, unas largas cartas, a que él no respondió; que se quejaba de esto y que al fin se puso al habla con él, sin lograr interesarle en sus fantásticas cuitas. Pues vamos a contaros una historia algo parecida a la de Plessing, pero que acaba en tragedia.

Era un escritor, llamémosle Ibarrondo, que ejercía grande influencia sobre su pueblo con sus escritos y a quien oían con atención, y algunos con recogimiento, muchos de los jóvenes de su país y aun de otros países. Y eran no pocos los que se imaginaban que Ibarrondo estaba para atender privadamente a lo que ellos le preguntaran y a que les dijese—por carta y a su nombre—lo que estaba diciendo arreo al público todo. Hasta hubo quien le preguntó qué es lo que debía leer, sin más que este indicio: «Soy un joven de dieciocho años hambriento de cultura.» Y lo que más le atosigaba a Ibarrondo era la gran porción de locos, chiflados, ensimismados y hasta mentecatos que le iban con sus locuras, chifladuras, ensimismaduras y mentecatadas.

Era un joven, llamémosle Pérez, de esos que creen ingenuamente que se les ha ocurrido lo que habían leído y que toman por ideas originales las reminiscencias de lecturas y que se imaginan que van a romper moldes viejos cuando se disponen a hacerlo con otros más viejos todavía.


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3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Artemio, Heautontimoroumenos

Miguel de Unamuno


Cuento


El veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una víbora se picase a sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay secreciones externas que si se vierten en el organismo mismo que las segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo para que le emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que, retenidos, atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la envidia? ¿No cabrá que un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una parte de él, uno de sus yos, a otra de sus partes, o a su otro yo? ¿No podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí mismo, en un ataque de rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse desahogando su mordaz rabia?

Estas terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más bajos fondo del alma, debajo de su légamo, cuando conocimos, en las lóbregas postrimerías de su vida, al pobre Artemio A. Silva, un vencido. Decíannos que era un fracasado, un raté, y acabamos por descubrir que era un auto-envidioso.

Artemio A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social, llevando en sí, como todo hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos, acaso más, pero reunidos en torno de estos dos que los acaudillaban. Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como habría dicho Pascal, su ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde del maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo de los abismos del alma humana, debe ignorar.

El un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o público, el más cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o eficacista; su mira, lo que en el siglo se llama medrar y triunfar y fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo, esto es, que el fin justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se llama así.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Caridad Bien Ordenada

Miguel de Unamuno


Cuento


Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.


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2 págs. / 4 minutos / 126 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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