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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento textos disponibles


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¡Carbón! ¡Carbón!

Miguel de Unamuno


Cuento


—¡Carbón! ¡Carbón! —gritaba un pobre hombre recorriendo, fatigado, el estrecho patio— ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!

Acercóse a un pobre anciano de cara estúpida y con voz suplican e le dijo:

—Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.

—¿De piedra o vegetal? —preguntó el viejo.

—Dios se lo pague...

Y se fue gritando:

¡Carbón! ¡Carbón! ¡Mas carbón! Es preciso mantened el fuego sagrado.

Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentóse en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y, cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.

Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizóle los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la sangre. Se levantó en pie; estaba solo. La luz creía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertían se en medias tintas, para borrarse luego, y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos; el mundo todo se teñía de purísimo blanco, y pronto dejó de ver todo y solo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo; tanto creció, que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y vióse sumido en las eternas e insondable tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagóse el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, la nada, y él, que, siendo nada, la contemplaba.


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2 págs. / 3 minutos / 366 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Venda

Miguel de Unamuno


Cuento


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

—¡Mi padre, que se muere mi padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

—¿Lleva usted bastón?

—¿Pues no lo ve usted? —dijo el mostrándoselo.

—¡Ah! Es cierto.

—¿Es usted acaso ciega?

—No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

—Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Que le pasa?

—Déjeme, que se muere mi padre.

—Pero ¿dónde va usted así?

—Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

—Debe de ser loca —dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

—No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue; déjeme, que se muere.

—Es la ciega —dijo una mujer que llegaba.

—¿La ciega? —replicó el hombre del bastón—. Entonces, ¿para qué se venda los ojos?

—Para volver a serlo —exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.


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4 págs. / 8 minutos / 343 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Sencillo Don Rafael

Miguel de Unamuno


Cuento


Cazador y tresillista

Sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose sobre el recuerdo muerto de aquel amor de antaño. Muy lejos, detrás de él, dos ojos ya sin brillo entre nieblas. Y un eco vago, como el del mar que se rompe tras la montaña, de palabras olvidadas. Y allá, por debajo del corazón, susurro de aguas soterrañas. Una vida vacía, y él solo, enteramente solo. Solo con su vida.

Tenía para justificarla nada más que la caza y el tresillo. Y no por eso vivía triste, pues su sencillez heroica no se compadecía con la tristeza. Cuando algún compañero de juego, despreciando un solo, iba a buscar una sola carta para dar bola, solía repetir don Rafael que hay cosas que no se debe ir a buscar; vienen ellas solas. Era providencialista; es decir, creía en el todopoderío del azar. Tal vez por creer en algo y no tener la mente vacía.

—¿Y por qué no se casa usted? —le preguntó alguna vez con la boca chica su ama de llaves.

—¿Y por qué me he de casar?

—Acaso no vaya usted descaminado.

—Hay cosas, señora Rogelia, que no se deben ir a buscar: vienen ellas solas.

—¡Y cuando menos se piensa!

—¡Así se dan las bolas! Pero, mire, hay una razón que me hace pensar en ello...

—¿Cuál?

—La de morir tranquilo ab intestato.

—¡Vaya una razón! —exclamó el ama, alarmada.

—Para mí la única valedera —respondió el hombre, que presentía no valen las razones, sino el valor que se las da.


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5 págs. / 9 minutos / 144 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Del Odio a la Piedad

Miguel de Unamuno


Cuento


(El espejo de la muerte, 1913)

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.


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3 págs. / 6 minutos / 135 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Poema Vivo del Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.


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4 págs. / 8 minutos / 124 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Batracófilos y Batracófobos

Miguel de Unamuno


Cuento


Lo más hermoso de la ciudad de Ciamaña —nombre que los eruditos locales interpretaban como contracción de Ciudad magna-, lo primero que de ella se mostraba al visitante forastero era el Casino; y lo más hermoso del Casino, el jardín; y lo más hermoso del jardín, aquel estanque de su centro, rodeado de árboles tranquilos —no los sacudían ni aun mecían los vientos-, que se miraban en las quietas aguas. Para los poetas casineros cimañenses el mayor regalo era sentarse en las tardes serenas del otoño junto al estanque, a ver en el cristal terso de su sobre haz reflejarse el follaje ya enrojecido de los árboles sobre el reflejo del azul limpidísimo del cielo. Sólo por gozar de tal delicia valía vivir en Ciamaña.

No había más que una cosa que perturbara tan apacible manera de vivir. Eran los mosquitos, que en el estío y aun en la otoñada molestaban a los socios del Casino de Ciamaña. El gabinete de lectura tenía que mantenerse cerrado durante esa época del año. Los que iban al delicioso jardín tenían que irse provistos de un abanico, y no para darse aire, sino para espantar mosquitos. Hubo quien propuso que en el gabinete de lectura se proveyese a cada pupitre con un mosquitero, y que así los lectores leyesen dentro de una especie de jaula de tul. Hasta que llegó uno con el remedio, y fue que se poblase el estanque de ranas.


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5 págs. / 9 minutos / 124 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Bernardino y Doña Etelvina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología —presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:


Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».
 


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Catalino, Hombre Sabio

Miguel de Unamuno


Cuento


Fui a ver a don Catalino. Recordarán ustedes que don Catalino es todo un sabio; esto es, un tonto. Tan sabio, que no ha sabido nunca divertirse, y no más que por incapacidad de ello. Lo que no quiere decir que don Catalino no se ría: don Catalino se ríe y a mandíbula batiente, pero hay que ver de qué cosas se ríe don Catalino. ¡La risa de don Catalino es digna de un héroe de una novela de Julio Verne! Y no digo yo que don Catalino no le encuentre divertido y hasta jocoso, amén de instructivo, ¡por supuesto!, al tal Julio Verne, delicia de cuando teníamos trece años. Don Catalino es, como ven ustedes, un niño grande, pero sabio, esto es, tonto.

Don Catalino cree, naturalmente, en la superioridad de la filosofía sobre la poesía, sin habérsele ocurrido la duda —don Catalino no duda sino profesionalmente, por método— de si la filosofía no será más que la poesía echada a perder, y cree en la superioridad de la ciencia sobre el arte. De las artes prefiere la música, pero es porque dice que es una rama de la acústica, y que la armonía, el contrapunto y la orquestación tienen una base matemática. Inútil decir que don Catalino estima que el juego del ajedrez es el más noble de los juegos, porque desarrolla altas funciones intelectuales. También le gusta el billar, por los problemas de mecánica que en él se ofrecen.

Un amigo mío, y suyo, dice que don Catalino es anestético y anestésico. Pero anestésicos son casi todos los sabios. Al cuarto de hora de estar uno hablando con ellos se queda como acorchado y en disposición de que le arranquen, sin dolor alguno, el corazón.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Hacha Mística

Miguel de Unamuno


Cuento


Era lo que se llama un investigador. Buscaba el misterio de la vida, que lo es de la muerte, ya que ese misterio no es sino la linde misma en que ambas se unen, acabando aquélla, la vida, para empezar ésta, la muerte. Y buscaba ese misterio por el camino de la Ciencia, como si ésta resolviese misterios, cuando más bien los suscita. De cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver, se ha dicho. Y también que el océano de lo desconocido crece a nuestra vista según escalamos la montaña del conocimiento.

Dedicóse a disecar células armado de los más potentes microscopios, y el misterio de la vida, que no es sino la misma vida conocida, no aparecía por parte alguna. Quiso, con la química, llegar a la entraña del átomo, del último elemento material, y se sorprendió haciendo geometría fantástica. Y acabó por dedicarse a la paleontología y a la exploración de las cavernas en busca de los más antiguos restos del hombre. Es decir, restos del hombre más antiguo, del que ya no sería hombre.

Descubrió un día una nueva caverna a orillas del mar; penetró en la cueva y escarbando dio con una hacha de sílice sujeta, como a mango, a un hueso de animal antediluviano, y allí grabado una svástica.


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Don Martín, o de la Gloria

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Pobre don Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre don Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre don Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque don Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.


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5 págs. / 9 minutos / 88 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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