El veneno de la víbora, ¿lo es para ella misma? Es decir, si una
víbora se picase a sí misma, ¿se envenenaría? Es indudable que hay
secreciones externas que si se vierten en el organismo mismo que las
segrega, le dañan y hasta le envenenan. Y basta sólo para que le
emponzoñen el que no puedan ser vertidas afuera. Hay humores que,
retenidos, atosigan a quien los retiene. ¿No ocurrirá algo así con la
envidia? ¿No cabrá que un hombre llegue a envidiarse a sí mismo, o una
parte de él, uno de sus yos, a otra de sus partes, o a su otro yo? ¿No
podrá un hombre emponzoñarse mordiéndose a sí mismo, en un ataque de
rabia, a falta de otro hombre a mano en quien poder ensañarse
desahogando su mordaz rabia?
Estas terribles cuestiones nos planteábamos escarbando en los más
bajos fondo del alma, debajo de su légamo, cuando conocimos, en las
lóbregas postrimerías de su vida, al pobre Artemio A. Silva, un vencido.
Decíannos que era un fracasado, un raté, y acabamos por descubrir que
era un auto-envidioso.
Artemio A. Silva se lanzó a su vida pública, a su carrera social,
llevando en sí, como todo hijo de hombre y mujer, por lo menos dos yos,
acaso más, pero reunidos en torno de estos dos que los acaudillaban.
Llevaba su ángel bueno y su ángel malo, o, como habría dicho Pascal, su
ángel y su bestia. Eran como el doctor Jekyll y el Mr. Hyde del
maravilloso relato de Stevenson, relato que nadie que quiera saber algo
de los abismos del alma humana, debe ignorar.
El un yo de Artemio A. Silva, el que podríamos llamar más externo o
público, el más cínico, era un yo sin escrúpulos, arribista o
eficacista; su mira, lo que en el siglo se llama medrar y triunfar y
fuera como fuese. Su divisa, la del eficacismo, esto es, que el fin
justifica los medios. Y su fin, gozar de la vida, lo que se llama así.
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