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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento


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El que se Enterró

Miguel de Unamuno


Cuento


Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

—Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.


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7 págs. / 12 minutos / 188 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Beatriz

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un muchacho enclenque y sonador, apenas entrado, entre angustias y sofocos, en la pubertad. Casi siempre apartado de sus compañeros, entre los que pasaba por algo excéntrico (aburrido era la palabra), vivía en un mundo incoherente de ideas embrionarias. Forjaba en su mente vastas escenéndose ya general en jefe de numerosos ejércitos y dirigiendo la batalla, ya santo ermitaño sumido en la penitencia y la pertinaz meditación de las eternas verdades. En el templo, la voz del órgano le sumía en un mundo de fantasmas que acababan fundiéndose en vaguísima nebulosa imaginativa provocadora de las hondas ternuras de su alma. Y, una vez penetrado de ternura sin objeto, corría en busca de este su espíritu, espoleándose la imaginación con toda clase de incentivos sugestionadores, hasta que descargaba la tensión interna en lágrimas que disipaban la imagen misma sugestiva, hallándose así, en fin de cuenta, con que lloraba sin saber de que.

A medida que su cuerpo se vigorizaba, enderezábanse sus anhelos, y sus imágenes cobraban siluetas y perfiles definidos. Una fe sin dogma, fe en la fe misma, llevábale a burilar en su mente los objetos todos y a desear desentrañarlos con ojo seguro y frío. Diole por leer filósofos y dar vueltas en su magín a los conceptos más abstractos, el ser y la nada, la materia y el espíritu, el espacio y el tiempo, la substancia y la causa. Complacíase en barajarlos y combinarlos de mil diversos modos, en sutilizarlos verbalmente. Más de una vez, arrebujado en las sábanas, se preguntaba: la nada ¿es algo?, y poco a poco, nada y algo iban perdiendo sus contornos verbales, sus sílabas se licuaban, fundíanse una y otra palabra y se derrocan, con la conciencia misma que las soportaba, en un sueño profundo.


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Euritmia

Miguel de Unamuno


Cuento


Creyérase que llevaba sobre sí el peso de algún crimen cometido por su alma allá, en la eternidad, antes de cobrar existencia encarnando en el cuerpo; tal era su carácter extrañamente huraño y sombrío. Su mirada no se posaba serena en las cosas, sino que parecía asirlas con dolorosa percepción. De sus palabras podía decirse con toda verdad brotaban del silencio y no que eran la continuación en alta voz del pensamiento hasta entonces callado.

Lo sorprendente fue cómo se casó tal hombre y, para los que creían conocerle, cómo encontró mujer que le quisiese por marido, y cómo acabó su mujer por quererle con locura. Porque cuando, sentándose él frente a ella, en las veladas invernales la contemplaba silencioso con aquella su mirada de presa, sintiéndose la pobre subyugada, advertía que le llenaban el alma las profundas aguas de la piedad. ¿Cómo redimiría la docente culpa de aquel hombre?

De todas las singularidades de aquel desgraciado taciturno, la que más daba que cavilar a su mujer era su aversión a la música. La música le daba dentera espiritual, le ponía fuera sí, desasosegado. Y era, a la verdad, caso extraño el de que aquella alma fuese antimusical.

Pareció respirar otros aires cuando llegó a ser padre, profesando al niño un amor de presa también, con su mirada. Seguíale todas partes desasosegado e inquieto, fantaseando sin cesar imprevistos sucesos que acabaran con la tierna vida. La idea de que se le muriese el hijo apenas le dejaba descansar.

El niño gustaba recogerse en los brazos del padre taciturno, dejarse mecer por su silencio, dormirse en ellos mirándole a la mirada de presa, que parecía derretírsele entonces y difundirse con dulzura en la del hijo. ¡Qué coloquios entre las dos miradas! ¡Y cómo adivinaba el niño las sonrisas interiores de aquella alma recogida, las caricias enterradas en sus honduras!


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Una Historia de Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Hacía tiempo ya que a Ricardo empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido. No, no estaba de veras enamorado de Liduvina, y tal vez no lo había estado nunca. Aquello fué una ilusión huidera, un aturdimiento de mozo que al enamorarse en principio de la mujer se prenda de la que primero le pone ojos de luz en su camino. Y luego, esos amores contrariaban su sino, bien manifiesto en señales de los cielos. Las palabras que el Evangelio le dijo aquella mañana cuando, después de haberse comulgado, lo abrió al azar de Dios, eran harto claras y no podían marrar: “Id y predicad la buena nueva por todas las naciones”. Tenía que ser predicador del Evangelio, y para ello debía ordenarse sacerdote y, mejor aún, entrar en claustro de religión. Había nacido para apóstol de la palabra del Señor y no para padre de familia; menos, para marido, y redondamente nada para novio.

La reja de la casa de Liduvina se abría a un callejón, flanqueado por las altas tapias de un convento de Ursulinas. Sobre las tapias asomaba su larga copa un robusto y cumplido ciprés, en que hacían coro los gorriones. A la caída de la tarde, el verde negror del árbol se destacaba sobre el incendio del poniente, y era entonces cuando las campanas de la Colegiata derramaban sobre la serenidad del atardecer las olas lentas de sus jaculatorias al infinito. Y aquella voz de los siglos hacía que Ricardo y Liduvina suspendieran un momento su coloquio: persignábase ella, se recogía y palpitaban en silencio sus rojos labios frescos una oración, mientras él clavaba su mirada en tierra. Miraba al suelo, pensando en la traición que a su destino venía haciendo; la lengua de bronce le decía: “Ve y predica mi buena nueva por los pueblos todos”.


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32 págs. / 56 minutos / 139 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Al Correr los Años

Miguel de Unamuno


Cuento


Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni...

(Horacio, Odas II, 14)
 

El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año —¡oh portento de observación!— que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

* * *

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo —el denso velo del cariño— para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.


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6 págs. / 11 minutos / 435 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Del Odio a la Piedad

Miguel de Unamuno


Cuento


(El espejo de la muerte, 1913)

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.


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3 págs. / 6 minutos / 130 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Gárcia, Mártir de la Ortografía Fonética

Miguel de Unamuno


Cuento


Gárcia —con acento en la primera a y bisílabo, y no García— era maestro de escuela y decidido partidario de la ortografía fonética. Para cada sonido, un solo signe, y para cada signo, un solo sonido. Suprimía la c y la qu, escribiendo ka, ke, ki, ko, ku y za, ze, zi, zo, zu. Así, kerer, kinto y zera, zinturón. Su grito de guerra—que él escribía gerra—era: «¡Muera la qu!»

García—no García—sostenía que las más hondas revoluciones vienen de lo que creemos más accesorio; que en cuanto se forme una generación que escriba su lengua con ortografía fonética, esto solo le cambiará todo el resto de la manera de pensar. Aunque Gárcia no había leído a Spengler, el último gran paradojista germánico, presentía que lo sustancial es el estilo, y que lo que llamamos forma es lo más fundamental. Y por eso no se conformaba con la ortografía académica u oficial.


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Redención del Suicidio

Miguel de Unamuno


Cuento


«¿Cómo será la muerte? —se preguntaba—. ¿Qué sensación dará el morir? Y ¿qué será lo que haya realmente detrás de ella? ¿Detrás?, quiero decir después. La verdad es que, aun cuando no fuese más que por saberlo, era cosa de procurársela. ¡Bah!, ¡bah!, ¡bah!, ¡a mi tarea!» Pero era inútil; la obsesión de la muerte no le abandonaba un solo día; y no era una obsesión dolorosa, nada de eso; era curiosidad de investigador celoso. ¿No hay quien se inocula tal o cual enfermedad pasajera y curable para estudiar sus efectos? ¿No hay quien fuma opio para ver qué le pasa con ello? ¿Pues por qué no había él de darse muerte?

La lástima era que no podía volver luego a contar lo que hubiese sucedido. ¿A contarlo? Y ¿a quién le importaba eso? Podrá interesarle a uno cómo ha de morirse él, pero ¿cómo murió el prójimo?, ¡quia! Había un término medio, y era echarse al agua, ordenando que le sacasen medio ahogado; pero eso no es más que una engañifa, una seudomuerte. Para eso le bastaba con dormirse.

Más de una noche se quedó esperando al momento en que el sueño le sorprendiera, para estudiar cómo se pasa de la vigilia a él; pero era todo inútil: jamás pudo atraparlo. El condenado sueño es un traidor, os viene cautelosamente por la espalda, cuando más descuidados estáis, sin el menor ruido, y ¡zas!, os echa la garra sin daros tiempo a volveros y verle la cara.

Sus vecinos le diputaban por triste, hasta por tétrico; pero él, que lo sabía, no acertaba a darse cuenta de tal juicio. Nunca llegó a comprender la diferencia entre la alegría y la tristeza, como un ciego de nacimiento no comprenderá nunca lo que hay entre la claridad del día y las tinieblas de la noche. El mismo efecto le hacía ver reír o llorar, que a un sordo-mudo ver tocar el violín; ¡cosa más rara!, ¡lo que no han de inventar los hombres!


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Al Pie de una Encina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombra de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol—, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?» Y empezó a retitiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bonifacio

Miguel de Unamuno


Cuento


Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.

Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.

Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.

«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.

Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así». Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!».

¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.

Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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