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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento


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El Misterio de Iniquidad

Miguel de Unamuno


Cuento


(o sea, los Pérez y los López)

Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuy o recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Canto Adánico

Miguel de Unamuno


Cuento


Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of grass—, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.

Y mi amigo me dijo:

—¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?

Y yo le dije:

—Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el «te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma»; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: «¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!» El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: «¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!» Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.

—¿Cómo empezó la lírica? —preguntó mi amigo—; ¿cuál fue el primer canto?


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Marqués de Lumbria

Miguel de Unamuno


Cuento


La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos de misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa y barroca fábrica de ésta; pero como el sol la bañaba casi todo el día, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo señor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Teje da, tenía horror a la luz del Sol y al aire libre. «El polvo de la calle y la luz del Sol —solía decir— no hacen más que deslustrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas…» El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca…

Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo.


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15 págs. / 27 minutos / 140 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Redención del Suicidio

Miguel de Unamuno


Cuento


«¿Cómo será la muerte? —se preguntaba—. ¿Qué sensación dará el morir? Y ¿qué será lo que haya realmente detrás de ella? ¿Detrás?, quiero decir después. La verdad es que, aun cuando no fuese más que por saberlo, era cosa de procurársela. ¡Bah!, ¡bah!, ¡bah!, ¡a mi tarea!» Pero era inútil; la obsesión de la muerte no le abandonaba un solo día; y no era una obsesión dolorosa, nada de eso; era curiosidad de investigador celoso. ¿No hay quien se inocula tal o cual enfermedad pasajera y curable para estudiar sus efectos? ¿No hay quien fuma opio para ver qué le pasa con ello? ¿Pues por qué no había él de darse muerte?

La lástima era que no podía volver luego a contar lo que hubiese sucedido. ¿A contarlo? Y ¿a quién le importaba eso? Podrá interesarle a uno cómo ha de morirse él, pero ¿cómo murió el prójimo?, ¡quia! Había un término medio, y era echarse al agua, ordenando que le sacasen medio ahogado; pero eso no es más que una engañifa, una seudomuerte. Para eso le bastaba con dormirse.

Más de una noche se quedó esperando al momento en que el sueño le sorprendiera, para estudiar cómo se pasa de la vigilia a él; pero era todo inútil: jamás pudo atraparlo. El condenado sueño es un traidor, os viene cautelosamente por la espalda, cuando más descuidados estáis, sin el menor ruido, y ¡zas!, os echa la garra sin daros tiempo a volveros y verle la cara.

Sus vecinos le diputaban por triste, hasta por tétrico; pero él, que lo sabía, no acertaba a darse cuenta de tal juicio. Nunca llegó a comprender la diferencia entre la alegría y la tristeza, como un ciego de nacimiento no comprenderá nunca lo que hay entre la claridad del día y las tinieblas de la noche. El mismo efecto le hacía ver reír o llorar, que a un sordo-mudo ver tocar el violín; ¡cosa más rara!, ¡lo que no han de inventar los hombres!


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Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Abuelo y Nieto

Miguel de Unamuno


Cuento


Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:

—Oye, Pedro.

—¿Qué quiere, padre?

—Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez...

—Si no lo dice...

—¿En qué piensas?

—No; sino, ¿en qué piensa usted?

—Pues yo pienso... mira... pienso que estamos mal así...

—¿Cómo así?

—Vamos... así... solos... —y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?

—Puesto que usted lo dice...

—¿No crees que nos falta algo?

—Sí, padre; nos falta madre.

—Pues ya lo sabes.

Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa...», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa...?». Y no volvieron a hablar de ello.

No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!


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5 págs. / 10 minutos / 531 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Pobre Hombre Rico o el Sentimiento Cómico de la Vida

Miguel de Unamuno


Cuento


Dilectus meus misit manum suam Per foramen, et venter meus intremuit ad tactum eius.

Cantica Canticorum, V, 4.

I

Emeterio Alfonso se encontraba a sus veinticuatro años soltero, solo y sin obligaciones de familia, con un capitalino modesto y empleado a la vez en un Banco. Se acordaba vagamente de su infancia y de cómo sus padres, modestos artesanos que a fuerza de ahorro amasaron una fortunita, solían exclamar al oírle recitar los versos del texto de retórica y poética: “¡Tú llegarás a ministro!” Pero él, ahora, con su rentita y su sueldo no envidiaba a ningún ministro.

Era Emeterio un joven fundamental y radicalmente ahorrativo. Cada mes depositaba en el Banco mismo en que prestaba sus servicios el fruto de su ahorro mensual. Y era ahorrativo, lo mismo que en dinero, en trabajo, en salud, en pensamiento y en afecto. Se limitaba a cumplir, y no más, en su labor de oficina bancaria, era aprensivo y se servía de toda clase de preservativos, aceptaba todos los lugares comunes del sentido también común, y era parco en amistades. Todas las noches al acostarse, casi siempre a la misma hora, ponía sus pantalones en esos aparatos que sirven para mantenerlos tersos y sin arrugas.

Asistía a una tertulia de café donde reía las gracias de los demás y él no se cansaba en hacer gracia. El único de los contertulios con quien llegó a trabar alguna intimidad fué Celedonio Ibáñez, que le tomó de “¡oh amado Teótimo!” para ejercer sus facultades. Celedonio era discípulo de aquel extraordinario Don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón de quien se dió prolija cuenta en nuestra novela Amor y Pedagogía.


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31 págs. / 54 minutos / 243 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El que se Enterró

Miguel de Unamuno


Cuento


Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

—Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.


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7 págs. / 12 minutos / 205 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Historia de Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Hacía tiempo ya que a Ricardo empezaban a cansarle aquellos amoríos. Las largas paradas al pie de la reja pesábanle con el peso del deber, a desgana cumplido. No, no estaba de veras enamorado de Liduvina, y tal vez no lo había estado nunca. Aquello fué una ilusión huidera, un aturdimiento de mozo que al enamorarse en principio de la mujer se prenda de la que primero le pone ojos de luz en su camino. Y luego, esos amores contrariaban su sino, bien manifiesto en señales de los cielos. Las palabras que el Evangelio le dijo aquella mañana cuando, después de haberse comulgado, lo abrió al azar de Dios, eran harto claras y no podían marrar: “Id y predicad la buena nueva por todas las naciones”. Tenía que ser predicador del Evangelio, y para ello debía ordenarse sacerdote y, mejor aún, entrar en claustro de religión. Había nacido para apóstol de la palabra del Señor y no para padre de familia; menos, para marido, y redondamente nada para novio.

La reja de la casa de Liduvina se abría a un callejón, flanqueado por las altas tapias de un convento de Ursulinas. Sobre las tapias asomaba su larga copa un robusto y cumplido ciprés, en que hacían coro los gorriones. A la caída de la tarde, el verde negror del árbol se destacaba sobre el incendio del poniente, y era entonces cuando las campanas de la Colegiata derramaban sobre la serenidad del atardecer las olas lentas de sus jaculatorias al infinito. Y aquella voz de los siglos hacía que Ricardo y Liduvina suspendieran un momento su coloquio: persignábase ella, se recogía y palpitaban en silencio sus rojos labios frescos una oración, mientras él clavaba su mirada en tierra. Miraba al suelo, pensando en la traición que a su destino venía haciendo; la lengua de bronce le decía: “Ve y predica mi buena nueva por los pueblos todos”.


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32 págs. / 56 minutos / 159 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El Diamante de Villasola

Miguel de Unamuno


Cuento


El maestro de Villasola era perspicacísimo y entusiasta como pocos por su arte; así es que tan luego como entrevió en el muchacho una inteligencia compacta y clara, sintió el gozo de un lapidario a quien se le viene a las manos hermoso diamante en bruto.

¡Aquel sí que era ejemplar para sus ensayos y para poner a prueba su destreza! ¡Hermoso conejillo de Indias para experiencias pedagógicas! ¡Excelente materia pedagogizable en que ensayar nuevos métodos in anima vili! Porque la honda convicción del maestro de Villasola —aun cuando no llegara a formulársela— era que los muchachos son medios para hacer pedagogía, como para hacer patología los enfermos. «La ciencia por la ciencia misma» era su divisa expresa, y la tácita, la de debajo de la fórmula, esta otra: «La ciencia para mí solaz y propio progreso».

Cogió al muchacho prodigioso para desbastarlo. ¡Qué descanso después de aquella infecunda brega con tanta vulgaridad, con todos aquellos oscuros carbones que a lo sumo llegaban a grafitos! «Qué diferencia de alma —se decía-; todas son carbono espiritual, pero he aquí entre tanto oscuro carbón ordinario un alma cristalizada en diamante».

Empezó el maestro la faena. Tenía planeada la hermosa forma poliédrica, las múltiples facetas, los ejes. ¡Qué reflejos daría al mundo, y cómo se admiraría en él la pericia del lapidario que lo tallara!

El muchacho se dejó hacer, aunque conservando su cualidad íntima: la dureza diamantina. Mas cuando al descubrir su propio brillo se comparó con los opacos carbones entre que vivía, se prestó sumiso a las manipulaciones de su lapidario.

¡Qué de facetas! ¡Qué de aguas! ¡Qué de destellos!

¡Qué de cosas sabias y qué bien agrupadas todas en ordenación poliédrica! Era la maravilla del pueblo. El día en que habló en el casino fue aquello el pasmo de Villasola. ¡Cómo lo enlazaba y engarzaba todo en hilo continuado y ordenado!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Contertulio

Miguel de Unamuno


Cuento


A mis compatriotas de tertulia

Más de veinte años hacía que faltaba Redondo de su patria, es decir, de la tertulia en que transcurrieron las mejores horas, las únicas que de veras vivió, de su juventud larga. Porque para Redondo, la patria no era ni la nación, ni la región, ni la provincia, ni aun la ciudad en que había nacido, criádose y vivido; la patria era para Redondo aquel par de mesitas de mármol blanco del café de la Unión, en la rinconera del fondo de la izquierda, según se entra, en torno a las cuales se había reunido día a día, durante más de veinte años, con sus amigos, para pasar en revista y crítica todo lo divino y lo humano y aun algo más.

Al llegar Redondo a los cuarenta y cuatro años encontróse con que su banquero lo arruinó, y le fue forzoso ponerse a trabajar. Para lo cual tuvo que ir a América, al lado de un tío poseedor allí de una vasta hacienda. Y a la América se fue añorando su patria, la tertulia de la rinconera del café de la Unión, suspirando por poder un día volver a ella, casi llorando. Evitó el despedirse de sus contertulios, y una vez en América hasta rompió toda comunicación con ellos. Ya que no podía oírlos, verlos, convivir con ellos, tampoco quiso saber de su suerte. Rompió toda comunicación con su patria, recreándose en la idea de encontrarla de nuevo un día, más o menos cambiada, pero la misma siempre. Y repasando en su memoria a sus compatriotas, es decir, a sus contertulios, se decía: ¿qué nuevo colmo habría inventado Romualdo? ¿Qué fantasía nueva el Patriarca? ¿Qué poesía festiva habrá leído Ortiz el día del cumpleaños de Henestrosa? ¿Qué mentira, más gorda que todas las anteriores, habrá llevado Manolito? Y así lo demás.


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5 págs. / 9 minutos / 237 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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