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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento


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Un Cuentecillo Sin Argumento

Miguel de Unamuno


Cuento


Escribir un cuento con argumento no es cosa difícil, lo hace cualquiera, un jarro sin asa, según dicen; la cuestión es escribirlo sin argumento. La vida humana tampoco tiene argumento, ¿quién sabe lo que será mañana? Las cosas vienen sin que sepamos cómo y se van del mismo modo.


—¿Qué quieres?—preguntó la mujer a su marido.

—¿Que qué quiero? ¿Lo sé yo acaso...?

La mujer hizo un gesto de resignación y dejó escapar una lágrima. Indudablemente, no estaba en su sano juicio el hombre que así hablaba y sí lo estaba la mujer que así lloraba.

—Pero, hijo, la cosa no es para ponerse así.

Llamaba hijo a su marido, y esto no era una pura metáfora; hay de todo en la viña del Señor. Era la mujer que así hablaba una mujer joven y hermosa, de carne y hueso, no de alabastro, coral, marfil y todos esos materiales de que suelen ser las mujeres de los libros (de los libros cursis). Su marido era más de hueso que de carne.

—Josefa, yo me voy a volver loco si esto sigue así.

—No digas esas cosas, hombre; confía en Dios.

—En Dios, que no abandona a los pajarillos aunque estos se mueran de frio cuando hay helada...

—No digas esas cosas, que Dios puede castigarnos.

—Por ti ha apartado hasta hoy la diestra de sobre nuestras cabezas; por ti, que le quieres tanto y a quien El tanto quiere, se ha limitado hasta hoy con dejarnos en la miseria.

—¡Calla, calla! Yo confío en Él.

Así se paso un día, y detrás de este paso otro, en los cuales días no vino el cuervo de Eliseo a visitar al matrimonio de mi cuento en su tribulación.

—¡Pan, papá, pan!

Érase un chiquillo enteco, flacucho, negro, los ojos en aureola de azul y amarillo, brillante y sudorosa la nariz, entreabierta la boca, engendrado en el seno de la miseria con vislumbres de vicio y oliendo a estercolero en putrefacción.

—Pan, papá, pan, ¡yo quiero pan!


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Una Tragedia

Miguel de Unamuno


Cuento


Recordáis, los que hayáis leído las Memorias de Goethe, aquel profesor Plessing de que nos habla el autor del Werther? Fue un joven misántropo y preocupado que quiso ponerse en relaciones con él; que le dirigió, como a un director laico de conciencia, unas largas cartas, a que él no respondió; que se quejaba de esto y que al fin se puso al habla con él, sin lograr interesarle en sus fantásticas cuitas. Pues vamos a contaros una historia algo parecida a la de Plessing, pero que acaba en tragedia.

Era un escritor, llamémosle Ibarrondo, que ejercía grande influencia sobre su pueblo con sus escritos y a quien oían con atención, y algunos con recogimiento, muchos de los jóvenes de su país y aun de otros países. Y eran no pocos los que se imaginaban que Ibarrondo estaba para atender privadamente a lo que ellos le preguntaran y a que les dijese—por carta y a su nombre—lo que estaba diciendo arreo al público todo. Hasta hubo quien le preguntó qué es lo que debía leer, sin más que este indicio: «Soy un joven de dieciocho años hambriento de cultura.» Y lo que más le atosigaba a Ibarrondo era la gran porción de locos, chiflados, ensimismados y hasta mentecatos que le iban con sus locuras, chifladuras, ensimismaduras y mentecatadas.

Era un joven, llamémosle Pérez, de esos que creen ingenuamente que se les ha ocurrido lo que habían leído y que toman por ideas originales las reminiscencias de lecturas y que se imaginan que van a romper moldes viejos cuando se disponen a hacerlo con otros más viejos todavía.


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Al Correr los Años

Miguel de Unamuno


Cuento


Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni...

(Horacio, Odas II, 14)
 

El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año —¡oh portento de observación!— que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

* * *

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo —el denso velo del cariño— para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Padrino Antonio

Miguel de Unamuno


Cuento


¿Qué drama íntimo de amor había vivido Antonio en su mocedad? No aludía a ello nunca aquel cincuentón casamentero que, mientras aconsejaba a los muchachos y muchachas que se casaran, repetía que él, por su parte, no había sido hecho por Dios para casado. «Nací demasiado tarde», era su explicación a su estado. Sólo un par de veces le oyeron decir, para mayor esclarecimiento: «Si hubiese nacido diez años antes...». «Tendría usted ahora sesenta», le replicó uno, y él: «¡Ah, sí, pero... los tendría!».

En cambio, teorizando se clareaba más, como sucede. «La materia trágica, la tragedia real, dolida, sale de las entrañas del tiempo —decía-, es el tiempo mismo. El tiempo es lo trágico. Pero lo eternizamos por el arte, destruimos el tiempo y tenemos la tragedia contemplada y gozada. Si cupiera repetir aquel dolor, aquel mismo y no otro, aquel dolor de aquel minuto y repetirlo a voluntad, haríase el más puro placer. El tiempo que pasa y no vuelve es la tragedia. ¡Toda la tragedia dolida es llegar o antes o después del momento del sino!».

—Las grandes tragedias de amor —decía otra vez— ocurren cuando coincidiendo el lugar y el tiempo alguna otra piedra de escándalo se interpone entre los amantes. Dios hizo nacer a Romeo y Julieta, a Diego e Isabel, a Pablo y Francisca, uno para otra, siendo así que de ordinario aquéllos que se completan mueren sin haberse conocido o por tiempo o por espacio; pero los hombres interpusieron entre ellos sus diabólicas invenciones.

—¿Y cuando los dos que se completan —le dijeron— nacen a tiempo y en lugar de coincidir y se conocen y se aman y se unen sin obstáculos?


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Bernardino y Doña Etelvina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología —presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:


Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».
 


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Silvestre Carrasco, Hombre Efectivo

Miguel de Unamuno


Cuento


(Semblanza en arabesco)

Don Silvestre Carrasco, natural de Carvajal del Monte, es un hombre efectivo. Quiero decir que no es causativo. O más claro —si es que no más oscuro-: que no se preocupa de las causas, sino de los efectos. Ante todo fenómeno natural o histórico, material o espiritual, no busca sus causas, sino que inquiere sus efectos.

Hay filósofos, sin embargo, que atendiendo a que don Silvestre Carrasco ante el fenómeno «a» busca sus efectos —aquellos efectos de que «a» es causa— y no sus causas —las causas de que «a» es efecto— consideran que don Silvestre ve en «a» una causa y no un efecto, y por lo mismo le llaman al señor Carrasco un hombre causativo, y no como yo le llamo, efectivo. De donde resulta que lo mismo se le puede llamar de un modo que de otro. Y de igual manera, o sea, procediendo por análoga dialéctica psicológica, lo mismo da decir de don Silvestre Carrasco que es tradicionalista y optimista e individualista, que decir de él que es progresista y pesimista y socialista.

En rigor, don Silvestre está más acá de esas diferencias. Es la suya un alma indiferencial. Pero la tiene, como cada quisque, en su almario. Y cabe decir que la suya es más almario que alma. Los espíritus malignos dicen que es alma de cántaro o de cañón. Y es hombre nuestro don Silvestre que se vacía en unos cuantos aforismos. Es decir, se vacía no, sino que se llena. Su almario no puede vaciarse.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bienaventuranza de Don Quijote

Miguel de Unamuno


Cuento


«Hallose el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu; quiero decir que murió». Así nos lo cuenta Miguel de Cervantes Saavedra al fin del libro. Dio don Quijote su espíritu a la eternidad, y a la vez al mundo, al morirse. Y su espíritu vive y revive.

No bien muerto don Quijote, sintió como si se despeñara, empozara y hundiera en un nuevo abismo como el de la cueva de Montesinos y aunque curado de su locura por la muerte figurósele que volvía a una de sus caballerescas aventuras. Y se dijo: «¿Me habré de verdad curado?». Sentíase bajar en las tinieblas y bajaba y más bajaba. Y así como al bajar a la cueva de Montesinos se había dormido, pareciole que se dormía de nuevo, pero con un sueño dulcísimo. Algo así como el sueño en que vivió en el seno de su santa madre —¡la madre de don Quijote!— antes de salir a la luz del mundo.

La oscuridad era espesísima y olía a tierra mojada; a tierra mojada en lágrimas y en sangre. El pobre caballero iba haciendo examen de conciencia. Y de lo que más se dolía era de aquellas pobres ovejas que alanceó tomándolas por ejército de bravos enemigos.

De pronto sintió que la sima en que iba cayendo, la sima de la muerte, empezaba a iluminarse pero con una luz que no hacía sombras. Era una luz difusa que parecía brotar de todas partes y como si su manantial estuviese en donde quiera y en redondo. Era como si todas las cosas se hiciesen luminosas y como si las entrañas mismas de la tierra se convirtiesen en luz. O era como si la luz viniese de un cielo cuajado de estrellas. Y era una luz humana a la vez que divina; era una luz de divina humanidad.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Carta del Difunto

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Jorge y Juana se querían mucho y se querían desde muy niños. Yo no me precio de saber describir el amor, y así me bastará decir al lector de este verosímil cuento que se querían Jorge y Juana tanto y también como se quieren un joven y una joven rayanos en los veinte años, cuando bien se quieren.

Era Juana una muchacha sencilla y natural, positivamente idealista, que se levantaba a las seis, tomaba chocolate, iba a misa, volvía de misa, hacia la cama y se ponía a trabajar. Leía el Año Cristiano y creía a pies juntillas todo cuanto enseña nuestra santa madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, aunque es lo cierto que ella ignoraba la mitad de lo que enseña, y creía también otras muchas cosas que nuestra santa madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana no enseña, como son que de los matrimonios entre parientes nacen hijos sordos, que los judíos son feos y tantas otras cosas más. Tenía sus puntas y ribetes de idealismo y sus trencillas de misticismo bordando un fondo positivista a carta cabal. Rezaba mucho y dormía mas, creía querer a Dios sobre todas las cosas y al novio como a sí misma y quería en realidad a sí misma sobre todas las cosas y a su novio como a Dios.

Basta de datos psicológicos, que con los que preceden tendrá bastan te todo lector de buen a voluntad.

Jorge era otro que tal, genio alegre y sombrío, fantástico y franco, idealista y práctico, que vivía en prosa y soñaba en verso. Cuando el sol más vigoroso cosquilleaba a la madre Tierra se estaba él metidito en su casa pasándose el tiempo, y cuando la lluvia más torrencial inundaba los campos, recorría a pie y solo los montes envuelto en su ancho impermeable. Todo lector discreto conoce ya a mi Jorge.

Jorge y Juana se querían mucho y porque sí.

Aseguro a mis lectoras, si alguna tiene este cuento, que se querían tanto, por lo menos, como cada una de ellas quiere a su novio.


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Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Y Va de Cuento

Miguel de Unamuno


Cuento


A Miguel, el héroe de mi cuento, habíanle pedido uno. ¿Héroe? ¡Héroe, sí! ¿Y por qué? —preguntará el lector—. Pues primero, porque casi todos los protagonistas de los cuentos y de los poemas deber ser héroes, y ello por definición. ¿Por definición? ¡Sí! Y si no, veámoslo.

P.— ¿Qué es un héroe?

R.— Uno que da ocasión a que se pueda escribir sobre él un poema épico, un epinicio, un epitafio, un cuento, un epigrama, o siquiera una gacetilla o una mera frase.

Aquiles es héroe porque le hizo tal Homero, o quien fuese, al componer la Ilíada. Somos, pues, los escritores —¡oh noble sacerdocio!— los que para nuestro uso y satisfacción hacemos los héroes, y no habría heroísmo si no hubiese literatura. Eso de los héroes ignorados es una mandanga para consuelo de simples. ¡Ser héroe es ser cantado!

Y, además, era héroe el Miguel de mi cuento porque le habían pedido uno. Aquel a quien se le pida un cuento es, por el hecho mismo de pedírselo, un héroe, y el que se lo pide es otro héroe. Héroes los dos. Era, pues, héroe mi Miguel, a quien le pidió Emilio un cuento, y era héroe mi Emilio, que pidió el cuento a Miguel. Y así va avanzando este que escribo. Es decir,

burla, burlando, van los dos delante.

Y mi héroe, delante de las blancas y agarbanzadas cuartillas, fijos en ellas los ojos, la cabeza entre las palmas de las manos y de codos sobre la mesilla de trabajo —y con esta descripción me parece que el lector estará viéndole mucho mejor que si viniese ilustrado esto—, se decía: «Y bien, ¿sobre qué escribo ahora yo el cuento que se me pide? ¡Ahí es nada, escribir un cuento quien, como yo, no es cuentista de profesión! Porque hay el novelista que escribe novelas, una, dos, tres o más al año, y el hombre que las escribe cuando ellas le vienen de suyo. ¡Y yo no soy un cuentista!…


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

En Manos de la Cocinera

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Esta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero… No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!… ¿No es este un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: “Para lo que me van a costar”?…». Vicente presentía que solo valen las caricias que cuestan.


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4 págs. / 7 minutos / 493 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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