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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento


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Don Martín, o de la Gloria

Miguel de Unamuno


Cuento


¡Pobre don Martín! Jamás olvidaré la última conversación que con él tuve. ¡Pobre don Martín, el antiguo y glorioso escritor, clásico ya en vida! Y este es su testamento: asistir a su propia inmortalización. Se mira en su fantasma y tiembla; su nombre inmortalizado le sume en desaliento.

¡Pobre don Martín! ¡Qué triste caso el suyo! Está el pobre hecho todo un mortal, todo un miserable mortal, así en lo bueno como en lo malo.

La idea de que su nombre durará acaso siglos le hace considerar con mayor amargura la muerte, que no puede estar lejos.

Había oído hablar de las tristezas de don Martín, del pesar con que echa de menos sus tiempos de resonancia, de su hipocondría, y hasta me habían asegurado que ofrecía síntomas premonitorios de delirio de las persecuciones. Y lo que he podido barruntar en él es que, a semejanza de Calipso, en su dolor por no promover ya aquel ruido que antaño metía en nuestra patria, no puede consolarse de ser inmortal. Ha descendido al fondo de la memoria de sus compatriotas, y quisiera estar a flor de ella.

Porque don Martín, ¿quién lo duda?, ha entrado ya entre nuestros inmortales, es un clásico de nuestra literatura. Y es el pesar que el pobre hombre siente, sin darse de ello clara cuenta; es que la mortalidad se le escapa. Está visto que no somos más que un poco de barro soplado.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Canto Adánico

Miguel de Unamuno


Cuento


Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of grass—, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.

Y mi amigo me dijo:

—¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?

Y yo le dije:

—Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el «te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma»; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: «¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!» El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: «¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!» Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.

—¿Cómo empezó la lírica? —preguntó mi amigo—; ¿cuál fue el primer canto?


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Revolución en la Biblioteca de Ciudámuerta

Miguel de Unamuno


Cuento


Había en la biblioteca pública de Ciudámuerta dos bibliotecarios que, como apenas tenían nada que hacer, se pasaban el tiempo discutiendo si los libros debían estar ordenados por las materias de que tratasen o por las lenguas en que estuviesen escritos. Y al cabo de mucho bregar vinieron a ponerse de acuerdo en ordenarlos según materias, y, dentro de éstas, según lenguas, en vez de ordenarlos según lenguas y, dentro de éstas, según materias. Venció, pues, el materialista al lingüista. Pero luego se acomodaron ambos a la rutina, aprendieron el lugar que cada volumen ocupaba entre los demás, y nada les molestaba ya sino que el público se los hiciera servir. Echaban las grandes siestas, rendían culto al balduque y remoloneaban cuando había que catalogar nuevas adquisiciones.

Y hete aquí que, no se sabe cómo, viene a meterse entre ellos un tercer bibliotecario, joven, entusiasta, innovador y, según los viejos, revolucionario. ¿Pues no les salió con la andrómina de que los libros no deben estar ordenados ni por materias ni por las lenguas en que están escritos, sino por tamaños? ¡Habráse oído disparate mayor! ¡Estos jóvenes utópicos y modernistas…!

Pero el joven bibliotecario no se rindió y, prevaliéndose de que su charla divertía a los dos viejos ordenancistas y sesteadores, al materialista y al lingüista, emprendió la tarea de demostrarles que, artificio por artificio, el de ordenar los libros según tamaño era el más cómodo y el que mayor economía de espacio procuraba, aprovechando estantes de todas alturas. Era como quedaban menos huecos desaprovechados. Y, a la vez, les convenció de otras reformas que había que introducir en la catalogación. Mas para esto era preciso ponerse a trabajar, y aquellos dos respetables funcionarios no estaban por el trabajo excesivo. Se contentaban con lo que se llama cumplir con la obligación, que, como es sabido, suele consistir en no hacer nada.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Al Pie de una Encina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombra de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol—, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?» Y empezó a retitiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Diamante de Villasola

Miguel de Unamuno


Cuento


El maestro de Villasola era perspicacísimo y entusiasta como pocos por su arte; así es que tan luego como entrevió en el muchacho una inteligencia compacta y clara, sintió el gozo de un lapidario a quien se le viene a las manos hermoso diamante en bruto.

¡Aquel sí que era ejemplar para sus ensayos y para poner a prueba su destreza! ¡Hermoso conejillo de Indias para experiencias pedagógicas! ¡Excelente materia pedagogizable en que ensayar nuevos métodos in anima vili! Porque la honda convicción del maestro de Villasola —aun cuando no llegara a formulársela— era que los muchachos son medios para hacer pedagogía, como para hacer patología los enfermos. «La ciencia por la ciencia misma» era su divisa expresa, y la tácita, la de debajo de la fórmula, esta otra: «La ciencia para mí solaz y propio progreso».

Cogió al muchacho prodigioso para desbastarlo. ¡Qué descanso después de aquella infecunda brega con tanta vulgaridad, con todos aquellos oscuros carbones que a lo sumo llegaban a grafitos! «Qué diferencia de alma —se decía-; todas son carbono espiritual, pero he aquí entre tanto oscuro carbón ordinario un alma cristalizada en diamante».

Empezó el maestro la faena. Tenía planeada la hermosa forma poliédrica, las múltiples facetas, los ejes. ¡Qué reflejos daría al mundo, y cómo se admiraría en él la pericia del lapidario que lo tallara!

El muchacho se dejó hacer, aunque conservando su cualidad íntima: la dureza diamantina. Mas cuando al descubrir su propio brillo se comparó con los opacos carbones entre que vivía, se prestó sumiso a las manipulaciones de su lapidario.

¡Qué de facetas! ¡Qué de aguas! ¡Qué de destellos!

¡Qué de cosas sabias y qué bien agrupadas todas en ordenación poliédrica! Era la maravilla del pueblo. El día en que habló en el casino fue aquello el pasmo de Villasola. ¡Cómo lo enlazaba y engarzaba todo en hilo continuado y ordenado!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Caridad Bien Ordenada

Miguel de Unamuno


Cuento


Uníase en don Elenterio a una honda filantropía trascendental un clarísimo concepto de la función de la beneficencia en la sociedad; y así, encauzados sus sentimientos altruistas por una severa disciplina racional, ganaban en intensidad lo que en extensión parecían perder. Cuanto más ahondaba don Eleuterio, menos veía la diferencia radical entre la caridad y la justicia, como tampoco la veía entre la libertad y el orden. Guiado de estas razones, reputaba pura licencia el dar limosna a ojos ciegas al primer pordiosero con quien se tope, dándosela por mera satisfacción irracional de un sentimiento ciego.

La verdadera limosna, la que Cristo pide, no era la material donación de dinero o bienes, sino la compasión, la piedad. Y ésta la cumplía pidiendo a Dios por los necesitados todos, y ofreciendo obras de piedad en favor de ellos.

Pertenecía don Eleuterio a diversas sociedades benéficas, y poseía una regular biblioteca de obras acerca del ramo de beneficencia pública y privada, obras atestadas de instructivas tablas estadísticas. Profesaba el principio de que los pobres deben recibir en los hospicios y asilos más que medios de vida, disciplina social, y que tales institutos son un derivativo humanitario a las funestas consecuencias de la ley de Malthus, en que creía a pies juntillas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Nerón Tiple o el Calvario de un Inglés

Miguel de Unamuno


Cuento


El pobre primo había pasado una noche horrorosa; se encontraba mal, muy mal, no tenía con qué responder a ciertas cuentecillas; es decir, como tener, sí, tenía; pero repartido entre deudores.

El pobre cordero se armó de valor, se encasquetó el sombrero, soltó un terno y salió a por lo suyo.

Iba componiendo la tremenda filípica que endilgaría a cada deudor, cuando vio a lo lejos a uno de los más mansos. Lo mismo que el viento al humo, esta visión disipó sus ímpetus, hizo latir su corazón, le puso rojo y le desvió por una calleja murmurando: «Pero, señor, ¿por qué soy así?».

Entonces se acordó de sus hijos y de su esposa venerable, de sus menos cien duros derramados, y lleno de valor subió a casa de otro de sus deudores. Subía despacito, contando las escaleras, en cada tramo las palpitaciones le obligaban a descansar, miró tres o cuatro veces al reloj, llegó a la puerta, oyó pasos hacia adentro, y sin llamar, pálido, bajó la escalera más que de prisa.

Iba midiendo el santo suelo, y diciéndose: «Nada, está visto, yo soy así», cuando le heló una voz que decía a sus espaldas: «¡Hola, José!».

El más manso de sus deudores le alargaba la mano vacía, que José estrechó enternecido de vergüenza. Hablaron de mil cosas indiferentes, de la plenitud de los tiempos y de la proximidad del cataclismo, habló el manso de aquella dichosa letra, que siempre que él topaba a José estaba ella por llegar, preguntó al primo si por casualidad llevaba encima cinco duros, contestó éste que por providencia no los tenía a mano, se la alargó el otro vacía y le despidió diciéndole:

—De lo otro no me olvido.

—¡Que no se olvida! ¡Habrase visto!


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¿Por Qué Ser Así?

Miguel de Unamuno


Cuento


Era terrible, verdaderamente terrible. Si aquello se prolongaba no respondería de sí mismo. «Pero ¡Dios mío! —se decía-, ¿por qué soy así? ¿Por qué soy como soy? Todo se me vuelven propósitos de energía que se me disipan en nieblas así que afronto la realidad».

Desde niño había guardado el pobre José sus indomables resoluciones en lo más hondo de su alma, entregando al mundo aquella debilidad que le valía fama de bueno, fama que le estaba dando no poco que sufrir. Porque era bueno, positivamente bueno, y si no había estallado más de una vez fue por bondad y reflexión; estaba seguro de ello. Tenía plena conciencia de que más de una vez habría dado que sentir, a no ser porque sobre todo tendía a sujetar al bruto bajo el ángel. Y la gente, que sólo juzga por las apariencias, confundía su bondad con la impotencia. ¡Hasta que estallase un día!...

Era ya tiempo de estallar. No se trataba de él solo, sino de sus hijos y de su mujer, del porvenir de los que le estaban encomendados. Un padre de familia no puede aspirar a santo, ni dejar además la capa al que le ponga pleito queriendo quitarle la ropa. Eso de no resistir al malo estaba bien para los frailes. ¿Es compatible la más alta perfección cristiana con las necesidades de la familia? No podía hacer a sus hijos víctimas de su bondad; tenía que azuzar por un momento al bruto que en él dormía. Ahora verían quién era él, José el manso, el paciente.


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Las Tribulaciones de Susín

Miguel de Unamuno


Cuento


A Juan Arzadun.

La fresca hermosura del cielo que envolvía árboles verdes y pájaros cantores alegraba a Susín, entretenido en construir fortificaciones con arcilla, mientras la niñera, haciendo muchos gestos, reía las bromas de un asistente.

Susín se levantó del suelo en que estaba sentado, se limpió en el trajecito nuevo las manos embarradas, y contempló su obra viendo que era buena. Dentro de la trinchera circular quedaba un espacio a modo de barreño que estaba pidiendo algo, y Susín, alzando las sayas, llenó de orina el recinto cercado. Entonces le ocurrió ir a buscar un abejorro o cualquier otro bicho para enseñarle a nadar.

Tendiendo por el campo la vista, vio a lo lejos brillar algo en el suelo, algo que parecía una estrella que se hubiera caído de noche con el rocío. ¡Cosa más bonita! Olvidado del estanquecillo, obra de sus manos y su meada, fuese a la estrella caída. De repente, según a ella se acercaba, desapareció la estrella. O se la había tragado la tierra, o se había derretido, o el Coco se la había llevado. Llegó al árbol junto al cual había brillado la añagaza, y no vio en él más que guijarros, y entre éstos un cachito de vidrio.

¡Qué hermosa mañana! Susín bebía luz con los ojos y aire del cielo azul con el pecho.

¡Allí sí que había árboles! ¡Aquello era mundo y no la calle oscura preñada de peligros, por donde a todas horas discurren caballos, carros, bueyes, perros, chicos malos y alguaciles!

Mudó Susín de pronto de color, le flaquearon las piernecitas y un nudo de angustia le apretó el gaznate. Un perro..., un perro sentado que le miraba con sus ojazos abiertos; un perrazo negro, muy negro, y muy grande. Si hubiera pasado por su calle, habríale amenazado desde el portal con un palo; pero estaba en medio del campo, que es de los perros y no de los niños.


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Del Odio a la Piedad

Miguel de Unamuno


Cuento


(El espejo de la muerte, 1913)

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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