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autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento


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San Manuel Bueno, Mártir

Miguel de Unamuno


Cuento


Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o, mejor, san Manuel Bueno, que fue en esta párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Ángela Carballino.

Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó al casarse aquí con mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico, algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los únicos casi que había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena madre apenas si me contaba hechos o dichos de mi padre. Los de Don Manuel, a quien, como todo el mundo, adoraba, de quien estaba enamorada —claro que castísimamente—, le habían borrado el recuerdo de los de su marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.


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39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 8.054 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Al Pie de una Encina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombra de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol—, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?» Y empezó a retitiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.


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3 págs. / 6 minutos / 192 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Nada Menos que Todo un Hombre

Miguel de Unamuno


Cuento


I

La fama de la hermosura de Julia estaba esparcida por toda la comarca que ceñía a la vieja ciudad de Renada; era Julia algo así como su belleza oficial, o como un monumento más, pero viviente y fresco, entre los tesoros arquitectónicos de la capital. «Voy a Renada — decían algunos — a ver la catedral y a ver a Julia Yáñez.» Había en los ojos de la hermosa como un agüero de tragedia. Su porte inquietaba a cuantos la miraban. Los viejos se entristecían al verla pasar, arrastrando tras sí las miradas de todos, y los mozos se dormían aquella noche más tarde. Y ella, consciente de su poder, sentía sobre sí la pesadumbre de un porvenir fatal. Una voz muy recóndita, escapada de lo más profundo de su conciencia, parecía decirle: «¡Tu hermosura te perderá!» Y se distraía para no oírla.

El padre de la hermosura regional, don Victorino Yáñez, sujeto de muy brumosos antecedentes morales, tenía puestas en la hija todas sus últimas y definitivas esperanzas de redención económica. Era agente de negocios, y éstos le iban de mal en peor. Su último y supremo negocio, la última carta que le quedaba por jugar, era la hija. Tenía también un hijo; pero era cosa perdida, y hacía tiempo que ignoraba su paradero.

—Ya no nos queda más que Julia — solía decirle a su mujer — ; todo depende de como se nos case o de como la casemos. Si hace una tontería, y me temo que la haga, estamos perdidos.

—¿Y a qué le llamas hacer una tontería?

—Ya saliste tú con otra. Cuando digo que apenas si tienes sentido común, Anacleta...

—¡Y qué le voy a hacer, Victorino! Ilústrame tú, que eres aquí el único de algún talento...


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 1.640 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor que Asalta

Miguel de Unamuno


Cuento


¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.


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5 págs. / 9 minutos / 254 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Soledad

Miguel de Unamuno


Cuento


Soledad nació de la muerte de su madre: ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento,

nasce l'uomo a fatica,
ed è rischio di morte il nascimento,

riesgo de muerte para el que nace, riesgo de muerte para quien le da el ser.

La pobre Amparo, la madre de Soledad, había llevado en sus cinco años de casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y parecía insensible. No sabía la pobre cómo se habían casado; se encontró ligada por matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Su vida toda de soltera se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la quería o la detestaba. Se detenía en casa no más que para comer y dormir, para todo lo animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada. Cuando ella, la pobre Amparo, le preguntaba algo, consultaba su parecer, obtenía de él invariablemente la misma respuesta: «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!». Y este insistente: «¡Como tú quieras!», llegaba al corazón de la pobre Amparo, un corazón enfermo, como un agudo puñal. «¡Como tú quieras! —pensaba la pobre-; es decir, que mi voluntad no merece ni siquiera ser contradicha». Y luego el: «¡Déjame en paz!»; ese terrible: «¡Déjame en paz!», que amarga tantos hogares. En el de Amparo, en el que debía ser hogar de Amparo, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.


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8 págs. / 14 minutos / 1.453 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Antolín S. Paparrigópulos

Miguel de Unamuno


Cuento


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

De Águila a Pato

Miguel de Unamuno


Cuento


Apólogo

Hubo allá en remotos tiempos una soberbia águila, reina de las alturas. Tenía su trono sobre un inaccesible peñón, y al pie de éste su nido. Cuando al salir el sol alzaba el vuelo, desafiando con su mirada al padre de la luz, cantaban sobre ella su himno matutino las alondras, y las aves todas le rendían vasallaje. Los cuervos la seguían para aprovechar los despojos de sus presas.

Nunca se vio águila cuyo aéreo reino se extendiese más. Elevándose por mucho más arriba que la región de las nubes, apenas abarcaba con su penetrante mirada la extensión toda de sus dominios.

Cuando cuajaba la tormenta y al chocar de las nubes retumbaba el trueno al resplandor del relámpago, levantábase el águila por encima de los nubarrones paridores del rayo y dejaba bramar a la tempestad bajo sus plantas, bañándose en tanto en luz plena y libre.

Era una hermosura verla cernerse casi inmóvil en el espacio azul, con sus extendidas alas a modo de acción de dominio o gesto de supremo poder. Con un ligero movimiento, como de juego, elevábase aun más, desarrollando sin aparente esfuerzo una enorme fuerza.

Al pie del peñón en que anidaban sus aguiluchos y se entronizaba ella, extendíase un arenal sembrado acá y allá de algunas matas, y en ese arenal reinaba un león como soberano.

Más de una vez se paró el león a contemplar el vuelo majestuoso del águila, y más de una vez el águila, cerniéndose en el aire, contempló los saltos del león al caer sobre su presa. Al rugido del rey del arenal contestaba no pocas veces el grito del rey de los aéreos espacios.

Al verle saltar al león, se dijo más de una vez el águila con lástima: «¡Pobrecillo!, acaso es que intenta volar... Salta, salta, pobre rey de las arenas, a ver si te brotan alas».


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2 págs. / 4 minutos / 298 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mecanópolis

Miguel de Unamuno


Cuento


Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el «Libro de las máquinas», consiguiendo con él que se desterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.

Voy a tratar de reproducir aquí el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.

Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como sí supiéramos hacia dónde estaba la salvación, o habían perecido de sed y de fatiga. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: «Será un ensueño de espejismo», pensé; pero fui arrastrándome.

Fueron horas de agonía; mas cuando llegué, encontreme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Espejo de la Muerte

Miguel de Unamuno


Cuento


Historia muy vulgar

¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura; llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no renacía.

«¡Esto pasará —decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que pudiese.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».

—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.

—Pero si no tengo ganas le he dicho...

—No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre hija.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recuerdos de Niñez y de Mocedad

Miguel de Unamuno


Cuento, biografía, autobiografía


Primera parte

I

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera —y al nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro—, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aunque no me acuerdo de haber nacido, sé, sin embargo, por tradición y documentos fehacientes, que nací en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864.

Murió mi padre en 1870, antes de haber yo cumplido los seis años. Apenas me acuerdo de él, y no sé si la imagen que de su figura conservo no se debe a sus retratos, que animaban las paredes de mi casa. Lo recuerdo, sin embargo, en un momento preciso, aflorando su borrosa memoria de las nieblas de mi pasado. Era la sala en casa un lugar casi sagrado, adonde no podíamos entrar siempre que se nos antojara los niños; era un lugar donde había sofá, butacas y bola de espejo, en que se veía un chiquitito, cabezudo y grotesco. Un día en que mi padre conversaba en francés con un francés me colé yo a la sala, y de no recordarlo sino en aquel momento, sentado en su butaca, frente a M. Legorgeu, hablando con él en un idioma para mí misterioso, deduzco cuán honda debió de ser en mí la revelación del misterio del lenguaje. ¡Luego los hombres pueden entenderse de otro modo que como nos entendemos nosotros! Ya desde antes de mis seis años me hería la atención el misterio del lenguaje. ¡Vocación de filólogo!


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15 págs. / 27 minutos / 322 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

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