Textos más populares esta semana de Miguel de Unamuno etiquetados como Cuento | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 95 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Miguel de Unamuno etiqueta: Cuento


12345

La Beca

Miguel de Unamuno


Cuento


«Vuelva usted otro día…» «¡Veremos!» «Lo tendré en cuenta». «Anda tan mal esto…» «Son ustedes tantos…» «¡Ha llegado usted tarde y es lástima!» Con frases así se veía siempre despedido don Agustín, cesante perpetuo. Y no sabía imponerse ni importunar, aunque hubiese oído mil veces aquello de «pobre porfiado saca mendrugo».

A solas hacía mil proyectos, y se armaba de coraje y se prometía cantarle al lucero del alba las verdades del barquero; mas cuando veía unos ojos que le miraban ya estaba engurruñándosele el corazón. «Pero ¿por qué seré así, Dios mío?», se preguntaba, y seguía siendo así, como era, ya que sólo de tal modo podía ser él el que era.

Y por debajo gustaba un extraño deleite en encontrarse sin colocación y sin saber dónde encontraría el duro para el día siguiente. La libertad es mucho más dulce cuando se tiene el estómago vacío, digan lo que quieran los que no se han encontrado con la vida desnuda. Estos sólo conocen la vestidura de la vida, sus arreos; no la vida misma, pelada y desnuda.

El hijo, Agustinito, desmirriado y enteco, con unos ojillos que le bailaban en la cara pálida, era la misma pólvora. Las cazaba al vuelo.

—Es nuestra única esperanza —decía la madre, arrebujada en su mantón, una noche de invierno— que haga oposición a una beca, y tendremos las dos pesetas mientras estudie… ¡Porque esto de vivir así, de caridad…! ¡Y qué caridad, Dios mío! ¡No, no creas que me quejo, no! Las señoras son muy buenas, pero…

—Sí, que, como dice Martín, en vez de ejercer caridad se dedican al deporte de la beneficencia.

—No, eso no; no es eso.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 134 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Beatriz

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un muchacho enclenque y sonador, apenas entrado, entre angustias y sofocos, en la pubertad. Casi siempre apartado de sus compañeros, entre los que pasaba por algo excéntrico (aburrido era la palabra), vivía en un mundo incoherente de ideas embrionarias. Forjaba en su mente vastas escenéndose ya general en jefe de numerosos ejércitos y dirigiendo la batalla, ya santo ermitaño sumido en la penitencia y la pertinaz meditación de las eternas verdades. En el templo, la voz del órgano le sumía en un mundo de fantasmas que acababan fundiéndose en vaguísima nebulosa imaginativa provocadora de las hondas ternuras de su alma. Y, una vez penetrado de ternura sin objeto, corría en busca de este su espíritu, espoleándose la imaginación con toda clase de incentivos sugestionadores, hasta que descargaba la tensión interna en lágrimas que disipaban la imagen misma sugestiva, hallándose así, en fin de cuenta, con que lloraba sin saber de que.

A medida que su cuerpo se vigorizaba, enderezábanse sus anhelos, y sus imágenes cobraban siluetas y perfiles definidos. Una fe sin dogma, fe en la fe misma, llevábale a burilar en su mente los objetos todos y a desear desentrañarlos con ojo seguro y frío. Diole por leer filósofos y dar vueltas en su magín a los conceptos más abstractos, el ser y la nada, la materia y el espíritu, el espacio y el tiempo, la substancia y la causa. Complacíase en barajarlos y combinarlos de mil diversos modos, en sutilizarlos verbalmente. Más de una vez, arrebujado en las sábanas, se preguntaba: la nada ¿es algo?, y poco a poco, nada y algo iban perdiendo sus contornos verbales, sus sílabas se licuaban, fundíanse una y otra palabra y se derrocan, con la conciencia misma que las soportaba, en un sueño profundo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 115 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Chimbos y Chimberos

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Dejaron el escritorio el sábado, al anochecer; como llovía un poco, se refugiaron en la Plaza Nueva, donde dieron la mar de vueltas, comentando el estado del tiempo próximo futuro. Al separarse, dijo Michel a Pachi:

—Mañana a las seis, en el simontorio, ¿eh?

—¿En el sementerio? ¡Bueno!

—¡Sin falta!

El otro dio una cabezada, como quien quiere decir sí, y se fue.

—Reconcho, ¡qué noche!

Enfiló al cielo la vista: así, así. Soplaba noroeste, ¡maldito viento gallego! El cielo gris destilaba sirimiri, con aire aburrido; pasaban nubarrones, también como aburridos; pero…, ¡quiá!, las golondrinas iban muy altas… Se frotó las manos, diciéndose:

—Esto no vale nada.

Subió de dos en dos las escaleras, y a la criada, que le abrió, le dijo:

—¡Nicanora, mañana ya sabes!

—¿Pa las cinco?

A eso de las diez, se levantó de la mesa, fue al balcón, miró al cielo y al fraile y se acostó. ¡El demonio dormía!

Revoloteaba por la alcoba un moscardón, zumbando a más y mejor. Michel sintió tentaciones de levantarse, apostarse en un rincón y, cuando pasara, ¡pum!, descerrajarle un tiro a quemarropa… A las seis en el cementerio de Santiago. Había que levantarse, lavarse, vestirse, revisar la escopeta, ya limpia; tomar chocolate, oír misa de cinco y media en Santiago. ¡Pues no son pocas cosas! Lo menos había que levantarse a las cinco… No; mejor a las cuatro y media. Estuvo por levantarse e ir a dar la nueva orden al cuarto de la criada; sacó un brazo, sintió el fresco y se arrepintió; dio media vuelta y cerró los ojos con furia, empezando a contar uno, dos, tres, etc… ¡Maldito moscón, qué perdigonada se le podía meter en el cuerpo! ¡Qué mosconada bajo la parra!


Leer / Descargar texto

Dominio público
14 págs. / 24 minutos / 109 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ver con los Ojos

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa, verano como corona de un invierno duro.

El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecicas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre estos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse los unos saludaban a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se le ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz el pobre…!». ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?

Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué solo el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?

Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 404 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Bonifacio

Miguel de Unamuno


Cuento


Bonifacio vivió buscándose y murió sin haberse hallado; como el barón del cuento, creía que tirándose de las orejas se sacaría del pozo.

Era un muchacho, por su desgracia, listo, empeñadísimo en ser original y parecer extravagante, hasta tal punto que dejaba de hacer lo que hacían otros por la misma razón que éstos lo hacen: porque ven hacerlo. Empeñado en distinguirse de los hombres, no conseguía dejar de serlo.

Yo no quiero hacer ningún retrato; declaro que Bonifacio es un ser fantástico que vive en el mundo inteligible del buen Kant, una especie de quinto cielo; pero la verdad es que cada vez que pienso en Bonifacio siento angustia y se me oprime el pecho.

«¿Cuál será mi aptitud?», se preguntaba Bonifacio a solas.

Escribió versos y los rompió por no hallarlos bastante originales; éstos recordaban los de tal poeta, aquéllos los de cual otro; le parecía cursi manifestarse sentimental, más cursi aún romántico (¿qué quiere decir romántico?), mucho más cursi, escéptico y soberanamente cursi, desesperado. Escribió unas coplas irónicas, llenas de desdén hacia todo lo humano y lo divino, y leyéndolas un mes más tarde las rompió, diciéndose: «¡Vaya una hipocresía!, pero si yo no soy así». Luego escribió otras tiernísimas en que hablaba del hogar, de su familia, de su rincón natal, cosa de arrancar lágrimas a un canto, y las rompió también: «Sosadas, sosadas; ¡esto es música celestial!».

¡Pobre Bonifacio! Cada mañana la luz hacía brotar de su mente un pensamiento nuevo, que moría poco más o menos a la hora en que muere el sol.

Bonifacio era muy alegre entre sus amigos; a solas se empeñaba en ser triste, se tiraba con furia de las orejas, pero ¡como si no!, siempre tranquila la superficie del pozo y él metido allí.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 140 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Sencillo Don Rafael

Miguel de Unamuno


Cuento


Cazador y tresillista

Sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose sobre el recuerdo muerto de aquel amor de antaño. Muy lejos, detrás de él, dos ojos ya sin brillo entre nieblas. Y un eco vago, como el del mar que se rompe tras la montaña, de palabras olvidadas. Y allá, por debajo del corazón, susurro de aguas soterrañas. Una vida vacía, y él solo, enteramente solo. Solo con su vida.

Tenía para justificarla nada más que la caza y el tresillo. Y no por eso vivía triste, pues su sencillez heroica no se compadecía con la tristeza. Cuando algún compañero de juego, despreciando un solo, iba a buscar una sola carta para dar bola, solía repetir don Rafael que hay cosas que no se debe ir a buscar; vienen ellas solas. Era providencialista; es decir, creía en el todopoderío del azar. Tal vez por creer en algo y no tener la mente vacía.

—¿Y por qué no se casa usted? —le preguntó alguna vez con la boca chica su ama de llaves.

—¿Y por qué me he de casar?

—Acaso no vaya usted descaminado.

—Hay cosas, señora Rogelia, que no se deben ir a buscar: vienen ellas solas.

—¡Y cuando menos se piensa!

—¡Así se dan las bolas! Pero, mire, hay una razón que me hace pensar en ello...

—¿Cuál?

—La de morir tranquilo ab intestato.

—¡Vaya una razón! —exclamó el ama, alarmada.

—Para mí la única valedera —respondió el hombre, que presentía no valen las razones, sino el valor que se las da.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 138 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Misterio de Iniquidad

Miguel de Unamuno


Cuento


(o sea, los Pérez y los López)

Juan pertenecía a la familia Pérez, rica y liberal desde los tiempos de Álvarez Mendizábal. Desde muy niño había oído hablar de los carlistas con encono mal contenido. Se los imaginaba bichos raros, y tenía de ellos una idea del mismo género a que pertenece la vulgar del judío. Gente taciturna, de cara torcida, afeitada o con grandes barbas negras y alborotadas, largos chaquetones negros, parcos de palabras y tomadores de rapé. Se reunían de noche en las lonjas húmedas, entre los sacos fantásticos de un almacén lleno de ratas, para tramar allí cosas horribles.

Con los años cambiaron de forma en su magín estos fantasmas, y se los imaginó gente taimada, que en paz prepara a la sordina guerras y que sólo se surte de las tiendas de los suyos.

Cuando se hizo hombre se disiparon de su mente estas disparatadas brumas matinales, y vio en ellos gente de una opinión opinable, puesto que es opinada, fanáticos que, so capa de religión, etc. Es excusado enjaretar aquí la letanía de sandeces salpicada de epítetos podridos que es de rigor entre anticarlistas.

En la familia Pérez había vieja inquina contra la familia carlista López. Un Pérez y un López habían sido consocios en un tiempo; hubo entre ellos algo de eso, cuy o recuerdo se entierra en las familias; este algo engendró chismes, y la sucesión continua de pequeñas injurias diarias, saludos negados, murmuraciones, miradas procaces, chinchorrerías, en fin, engendraron un odio duro.

La familia Pérez, aunque liberal, era tan piadosa como la familia López. Oían misa al día, comulgaban al mes, figuraban en varias congregaciones, gastaban escapularios. Eran irreprochables.

Nuestro Juan Pérez se había nutrido de estos sentimientos, a los que añadía alguna instrucción, ni mucha ni muy variada. Su afición mayor eran las matemáticas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 124 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Don Bernardino y Doña Etelvina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era don Bernardino, aunque soltero, un eminente sociólogo, ya con lo cual queda dicho todo cuanto esencial respecto a él se puede decir. Mas dentro de la sociología la especialidad de nuestro soltero era el feminismo, y es claro, merced a ello, no tenía partido alguno entre las muchachas casaderas. Huían todas de aquel hombre que no iba sino a hablarles de sus derechos. Está visto que un feminista no sirve para conquistador porque cuando una mujer le oye a un hombre hablarle de la emancipación femenina, se dice al punto: «¡Aquí hay trampa!, ¿para qué querrá éste emanciparnos?

Así es que el pobre don Bernardino, a pesar de su sociología —presunta fuente de resignación-, se desesperaba; mas sin perder su fe en la mujer, o más bien en el feminismo. Y lo que más le dolía era ni poder lograr siquiera que las muchachas le llamasen Bernardino a secas. ¡No, había de ser don!, suponíale el don la sociología, ciencia grave si las hay. Era autor de varias obras de varia doctrina y en el membrete de los pliegos de papel para sus cartas hizo grabar esto:


Bernardino Bernárdez,
abogado y sociólogo
autor de «La emancipación de la mujer».
 


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 114 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dos Originales

Miguel de Unamuno


Cuento


A. nació en cueros, pero rico; así es que pronto se encontró entre algodones y con teta de alquiler. Le criaron y educaron para rico, y a los veintisiete años era uno de los más distinguidos de su pueblo, esto es, un imbécil macizo, atacado de anticursilerismo y fascinado por B.

B. era un portento de distinción, refinamiento y anticursilería, juerguista con sombra, según sus compañeros; «¡laátima de chico!», según los viejos amigos de su familia. Siempre decía estar enfermo o aburrido y no importarle de nada, nada.

La suprema indiferencia es la más alta elegancia del estúpido. Le reventaban los serios, los formales, ¡lerdos!, y, sobre todo, los laboriosos. Sentía una sorda irritación hacia los que trabajaban.

Todo el empeño de B. era no contaminarse de cursilería y ramplonismo, mantenerse como el armiño, libre del fango de la vida.

B. metió a A. en el casino de los originales, formado de copias de millonésima reproducción enteramente borrosas, porque la estampilla se había gastado desde antiguo. Allí todos se dedicaban a ejercicios de dislocación y a rendir culto a la anticursilería. Sus gustos tenían que ser refinados ú ordinarios e infantiles, y, como glotón que aspira a sibarita, por huir del vil puchero, se hartaban de podredumbre, de verdadera boñiga. Las sesiones acababan en la revelación de la mayor penuria de espíritu y de la más radical estupidez, en la borrachera. Otras veces se cultivaba lo grotesco, lo infantil, lo tabernario.

Como la descripción más exacta de la vida y hazañas de A. y B. es pasarlas por alto, las omito.

El caso fue que A. se jugó todo su patrimonio, con calma sin dar importancia al hecho, por hacer algo. Y como aún le quedaba en la masa una chispa de vergüenza, desapareció el pueblo y en años no volvió en éste a saberse de él.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 85 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Dos Madres

Miguel de Unamuno


Cuento, Teatro


I

¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.

¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.

Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.

RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!


Leer / Descargar texto

Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 551 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

12345