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autor: Miguel de Unamuno fecha: 25-10-2020


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Antolín S. Paparrigópulos

Miguel de Unamuno


Cuento


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.


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9 págs. / 16 minutos / 346 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Espejo de la Muerte

Miguel de Unamuno


Cuento


Historia muy vulgar

¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura; llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no renacía.

«¡Esto pasará —decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que pudiese.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».

—Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.

—Pero si no tengo ganas le he dicho...

—No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre hija.


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6 págs. / 10 minutos / 507 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Soledad

Miguel de Unamuno


Cuento


Soledad nació de la muerte de su madre: ya Leopardi cantó que es riesgo de muerte el nacimiento,

nasce l'uomo a fatica,
ed è rischio di morte il nascimento,

riesgo de muerte para el que nace, riesgo de muerte para quien le da el ser.

La pobre Amparo, la madre de Soledad, había llevado en sus cinco años de casada una vida penumbrosa y calladamente trágica. Su marido era impenetrable y parecía insensible. No sabía la pobre cómo se habían casado; se encontró ligada por matrimonio a aquel hombre como quien despierta de un sueño. Su vida toda de soltera se perdía en una lejanía brumosa, y cuando pensaba en ella se acordaba de sí misma, de la que fue antes de casarse, como de una persona extraña. No podía saber si su marido la quería o la detestaba. Se detenía en casa no más que para comer y dormir, para todo lo animal de la vida; trabajaba fuera, hablaba fuera, se distraía fuera. Jamás dirigió a su pobre mujer una palabra más alta o más agria que otra; jamás la contrarió en nada. Cuando ella, la pobre Amparo, le preguntaba algo, consultaba su parecer, obtenía de él invariablemente la misma respuesta: «¡Bueno, sí; déjame en paz; como tú quieras!». Y este insistente: «¡Como tú quieras!», llegaba al corazón de la pobre Amparo, un corazón enfermo, como un agudo puñal. «¡Como tú quieras! —pensaba la pobre-; es decir, que mi voluntad no merece ni siquiera ser contradicha». Y luego el: «¡Déjame en paz!»; ese terrible: «¡Déjame en paz!», que amarga tantos hogares. En el de Amparo, en el que debía ser hogar de Amparo, esa terrible y agorera paz lo entenebrecía todo.


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8 págs. / 14 minutos / 1.421 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Poema Vivo del Amor

Miguel de Unamuno


Cuento


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El que se Enterró

Miguel de Unamuno


Cuento


Era extraordinario el cambio de carácter que sufrió mi amigo. El joven oficial, dicharachero y descuidado habíase convertido en un hombre tristón, taciturno y escrupuloso. Sus momentos de abstracción eran frecuentes y durante ellos parecía como si su espíritu viajase por caminos de otro mundo. Uno de nuestros amigos, lector y descifrador asiduo de Browning, recordando la extraña composición en que éste nos habla de la vida de Lázaro después de resucitado, solía decir que el pobre Emilio había visitado la muerte. Y cuantas inquisiciones emprendimos para averiguar la causa de aquel misterioso cambio de carácter fueron inquisiciones infructuosas.

Pero tanto y tanto le apreté y con tal insistencia cada vez, que por fin un día, dejando transparentar el esfuerzo que cuesta una resolución costosa y muy combatida, me dijo de pronto: «Bueno vas a saber lo que me ha pasado, pero te exijo, por lo que te sea más santo, que no se lo cuentes a nadie mientras yo no vuelva a morirme». Se lo prometí con toda solemnidad y me llevó a su cuarto de estudio donde nos encerramos.

Desde antes de su cambio no había yo entrado en aquel su cuarto de estudio. No se había modificado nada, pero ahora me pareció más en consonancia con su dueño. Pensé por un momento que era su estancia más habitual y favorita la que le había cambiado de modo tan sorprendente. Su antiguo asiento, aquel ancho sillón frailero, de vaqueta, con sus grandes brazos, me pareció adquirir nuevo sentido. Estaba examinándolo cuando Emilio, luego de haber cerrado cuidadosamente la puerta, me dijo, señalándomelo:

—Ahí sucedió la cosa.

Le miré sin comprenderle.

Me hizo sentar frente a él, en una silla que estaba al otro lado de su mesita de trabajo, se arrellanó en su sillón y empezó a temblar. Yo no sabía qué hacer.


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7 págs. / 12 minutos / 188 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Canto Adánico

Miguel de Unamuno


Cuento


Fue esto en una tarde bíblica, ante la gloria de las torres de la ciudad, que reposaban sobre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of grass—, de Walt Whitman, este hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Stevenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé estas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada.

Y mi amigo me dijo:

—¡Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hombres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas… ¿Es eso poesía?

Y yo le dije:

—Cuando la lírica es sublime y espiritualizada acaba en meras enumeraciones, en suspirar nombres queridos. La primera estrofa del dúo eterno del amor puede ser el «te quiero, te quiero mucho, te quiero con toda mi alma»; pero la última estrofa, la del desmayo, no es más que estas dos palabras: «¡Romeo! ¡Julieta! ¡Romeo! ¡Julieta!» El suspiro más hondo del amor es repetir el nombre del ser amado, paladearlo haciéndose miel la boca. Y mira al niño. Jamás olvidaré una escena inmortal que Dios me puso una mañana ante los ojos, y fue que vi tres niños cogidos de las manos, delante de un caballo, cantando, enajenados de júbilo, no más que estas dos palabras: «¡Un caballo!, ¡un caballo!, ¡un caballo!» Estaban creando la palabra según la repetían; su canto era un canto genesíaco.

—¿Cómo empezó la lírica? —preguntó mi amigo—; ¿cuál fue el primer canto?


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4 págs. / 7 minutos / 153 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Al Pie de una Encina

Miguel de Unamuno


Cuento


Era un día de bochorno veraniego. Mi hombre se salió al campo, pero con un libro, y fue a tumbarse a la sombra de un árbol, de una encina, a descabezar una siesta, alternando con la lectura. Para hacer el papel de que se hace un libro hay que abatir un árbol y que no dé sombra. ¿Qué vale más, el libro, su lectura, o el árbol, la siesta a su sombra? ¿Libro y árbol? Problema de máximos y mínimos.

Empezó mi hombre, medio distraído, a leer —en el libro de papel, no en el de la naturaleza, no en el árbol—, cuando un violero, un mosquito, empezó a molestarle con su zumbido chillón, junto al oído. Se lo sacudió, pero el violero seguía violándole la atención de la lectura. Hasta que no tuvo otro remedio que apachurrarlo de un manotazo. Hecho lo cual volvió al libro; mas al volver la hoja se encontró con que en las dos que le seguían quedaba el cadáver, la momia mejor, de otro violero, de otro mosquito. ¿De cuándo? ¿De cuántos años hacía? Porque el libro era de una edición antigua, más que secular. ¿Cómo fue a refugiarse allí, a las páginas de aquel viejo libro, aquel mosquito, cuya momia se conservaba de tal modo? ¿Qué había ido a buscar en ellas? ¿Acaso a desovar? ¿O se metió entre página y página después de haber desovado? ¿Sería un violero erudito? «¿Y quién sabe —se dijo mi hombre— si este violero que acabo de apachurrar no era un descendiente en vigésima o centésima generación, tataranieto de tataranieto de aquel otro cuya momia aquí se conserva? ¿Y quién sabe si este violero que acabo de apachurrar no me traía al oído la misma sonatina, la misma cantinela, la misma violinada de aquel otro, de este cuya momia aquí calla?» Y empezó a retitiñirle en el oído el retintín de la violinada del violetero que apachurró. Y cerró el libro, dejando dentro de él la momia del antiguo violero. ¿Para qué leer más? Era mejor oír lo que le dirían el campo y sus criaturas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Del Odio a la Piedad

Miguel de Unamuno


Cuento


(El espejo de la muerte, 1913)

El viaje aquel de Toribio a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. «¿Pérfido? ¿Mal intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!», se decía Toribio sin poder pegar ojo.

Sacó los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: «Unos guantes así gasta Campomanes... Voy a parecer un elegante...». Y no se los puso.

Llegó a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.

Aquella misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y se olvidaría de Campomanes.

Cuando llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.

Llegaron sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en una y otra todo lo humano y lo divino.

Toribio continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba, y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dos Madres

Miguel de Unamuno


Cuento, Teatro


I

¡Cómo le pesaba Raquel al pobre don Juan! La viuda aquella, con la tormenta de no tener hijos en el corazón del alma, se le había agarrado y le retenía en la vida que queda, no en la que pasa. Y en don Juan había muerto, con el deseo, la voluntad. Los ojos y las manos de Raquel apaciguaban y adormecían todos sus apetitos. Y aquel hogar solitario, constituido fuera de la ley, era como en un monasterio la celda de una pareja enamorada.

¿Enamorada? ¿Estaba él, don Juan, enamorado de Raquel? No, sino absorto por ella, sumergido en ella, perdido en la mujer y en su viudez. Porque Raquel era, pensaba don Juan, ante todo y sobre todo, la viuda y la viuda sin hijos; Raquel parecía haber nacido viuda. Su amor era un amor furioso, con sabor a muerte, que buscaba dentro de su hombre, tan dentro de él que de él se salía, algo de más allá de la vida. Y don Juan sé sentía arrastrado por ella a más dentro de la tierra. «¡Esta mujer me matará!» —solía decirse, y al decírselo pensaba en lo dulce que sería el descanso inacabable, arropado en tierra, después de haber sido muerto por una viuda como aquélla.

Hacía tiempo que Raquel venía empujando a su don Juan al matrimonio, a que se casase; pero no con ella, omo habría querido hacerlo el pobre hombre.

RAQUEL.—¿Casarte conmigo? ¡Pero eso, mi gatito, no tiene sentido…! ¿Para qué? ¿A qué conduce que nos casemos según la Iglesia y el Derecho Civil? El matrimonio se instituyó, según nos enseñaron en el Catecismo, para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ¿Casarnos? ¡Bien casados estamos! ¿Darnos gracia? Ay michino —y al decirlo le pasaba por sobre la nariz los cinco finísimos y ahusados dedos de su diestra—, ni a ti ni a mí nos dan ya gracia con bendiciones. ¡Criar hijos para el cielo…, criar hijos para el cielo!


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Abuelo y Nieto

Miguel de Unamuno


Cuento


Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:

—Oye, Pedro.

—¿Qué quiere, padre?

—Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez...

—Si no lo dice...

—¿En qué piensas?

—No; sino, ¿en qué piensa usted?

—Pues yo pienso... mira... pienso que estamos mal así...

—¿Cómo así?

—Vamos... así... solos... —y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?

—Puesto que usted lo dice...

—¿No crees que nos falta algo?

—Sí, padre; nos falta madre.

—Pues ya lo sabes.

Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa...», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa...?». Y no volvieron a hablar de ello.

No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!


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5 págs. / 10 minutos / 499 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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