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autor: Narciso Segundo Mallea


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El "Loco Castro"

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Mi madre debió hacer ese año la cosecha. Mi padre estaba ausente. Las vacaciones nos llamaban a mi hermana y a mí al asoleo, a la fruta, al baño tras largo correr, descalzos, por la arena candente, con grandes sombreros de paja y echarnos en el agua del canal, sombreado por los duraznos cargados de fruto velludo, polvoriento, delicioso.

No éramos ricos. Sólo había en casa un poco de orgullo. Fué por eso que nuestra ida a la viña se realizó sin ostentación, sin ruido, desvistiendo a un santo para vestir a otro... como que allá fueron con nosotros algunos trastos para dar vida a lo que casi todo el año permanecía inhospitalario y solo.

La casa era grande: un corredor largo y ancho, muchas piezas que daban a él, un patio con un estanque, una obscura bodega, una sala con dos ventanas a la calle por donde se veían la acequia y muchos sauces llorones, cuyas ramillas verdes, fragantes, entraban y salían por entre los barrotes, mecidas apenas en la calma de aquellas siestas octavianas.

Mi madre se levantaba al amanecer. Ella debía ver entrar la gente al trabajo, recorrer el lagar, la bodega, y sólo entonces se unía a nosotros para tomar juntos el desayuno. Hecho ésto, corríamos a ver descargar la uva llevada desde los plantíos al lagar, y verla después pisar por recios mozos al son de alegres cantares. Más tarde nos llamaba el trasiego a la bodega, y allí nos quedábamos jugando en el suelo terrizo hasta que algún murciélago nos espantaba con su grito diabólico.

Al anochecer el corredor era alumbrado pálidamente por la luz de un farol adosado al muro y un perfume suave mundaba toda la casa. Aquella noche mi madre cosía a la luz de una lámpara. Estaba contenta. Había recibido carta de nuestro padre. Nosotros la dijimos:

—Madre, cuéntenos Vd. la historia del "loco Castro". Siempre nos lo prometió y nunca lo hizo.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Cuento Raro

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Vivía Zint-ching en una pequeña población, sita a la orilla de un río, de esos que hay en China, que sirven para navegar y para vivir en ellos sin navegar. Mendigo, primero, en Pekin, y curandero después, en la sazón de esta historia, era nuestro habitante del Celeste Imperio todo un personaje en aquel rincón virgen aún del zarpazo de la civilización. Personaje, entendámonos: queremos decir hombre de consejo entre la gente menestcrosa, que él también lo era, en fuerza de curandero y filósofo.

En las calles mal olientes de la diminuta población de Chom—him, no se veía otra cosa que la figura magra y broncina del chino oyendo cuitas o dando en mascadas palabras algún sabio consejo.

Creiase en Chom-him que al lado de los brebajes y unturas del curandero había una honda filosofía que el viejo chino conservaba como en cerrada, aromática caja. Y no había enredo público o privado, diatriba u oculta cosa, en que la macerada humanidad de Zint-ching no asomara para poner, a las veces con su sola presencia, calma o dirección en los espíritus.


Hubo un día en la pequeña población musitado mnovimiento en las calles. Los mendigos que, por ser tantos, daban en pedir los unos a los otros, debatían un intrincado asunto que les era atañedero y relacionado con la mutualidad local a la que estaban todos adheridos. Una asamblea que se llevaría a cabo en breve daría la razón a unos u otros. Y alguien pronunció en la ocurrencia: "Por qué no llamar a Zint-ching para que nos ilustre, él que es sabio y entendido en la materia, que ya perteneció a la asociación de pordioseros de Pekin?..." —"Sí; que venga a la asamblea, él desatará el nudo" —dijeron varios a la vez.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

"Corso"

Narciso Segundo Mallea


Cuento


En un remoto pueblecillo vivía un viejo galeno entregado en cuerpo y alma al manso oficio de curar. Sin hijos, compartía su vida con Doña Perpetua, su mujer, y con "Corso", la bestia que tiraba a diario de su destartalada calesa.

Cuando tenía alguna gresquecilla con su mujer, íbase al establo a ver a "Corso". Le palmeaba, le pasaba la mano por el lomo, le acariciaba las orejas, y cuando se acordaba de algún enfermo grave, metía las manos en los bolsillos, miraba al compañero de diaria fatiga y se quedaba pensativo. "Corso" dejaba de comer y ponía triste la mirada como si también pensara en el caso. Al fin el galeno decía: qué diablos..., y se ponía en marcha; entonces veníale a "Corso" un estornudo, como si dijera: anda, que Dios proveerá...

Decía el viejo médico que "Corso" era el ser más inteligente que él había conocido. Y sí que lo era. El sabía donde debía pararse cuando el viejo práctico visitaba a sus enfermos; conocía el mejor vado y salvaba los baches sujetando el andar de manera que nadie sufriera el contragolpe: ni el amo ni él. Y cuando el Dr. Molina que así se llamaba su amo—poníase a hablar solo, cosa que sucedía a menudo, veníale a "Corso" una tosecilla que el galeno reprimía con un recio movimiento de riendas... Y era resignado; cuando no había pienso, sabía esperar, y apenas si los clientes del físico, aposentados en el ancho zaguán, oían alguna patada en el establo, como si la pobre bestia exclamara: bueno, pues, ya pasa esto de castaño obscuro...

Provisto el gallinero, algunos ahorros dados a rédito, consideración y bendiciones del vecindario, amistad inalterable con el boticario, el cura y el juez, salud del alma y del cuerpo, qué más felicidad, qué mayor beatitud para un galeno sencillo, bueno, católicamente ignorante, viejo ya, en el último tramo de la fatal pendiente?


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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