¡Espíritu extraño a mi familia planetaria, que, como yo, vagas por la
inmensidad buscando el término del pavoroso viaje de las almas, detén
un momento el raudo vuelo y fija tu penetrante vista, ajena a las
imperfecciones de los carnales sentidos, en aquel astro que frontero a
nosotros se presenta, girando pausado al rededor de uno de los
innumerables soles de la Vía Láctea!
—¡Sombra a la par que yo desvanecida de la materia, cuya cósmica
unidad descubro claramente!, di, ¿por qué apartas mi atención, absorta
ante las grandiosas maravillas del Universo, fijándola en cuerpo celeste
tan raquítico, pobre y diminuto, sol extinguido, esqueleto de una
estrella, pigmeo que pasea su mortaja por los insondables abismos del
espacio?
—¡Ah! Aquel planeta fue mi patria.
—¿Tu patria? ¿Patria del espíritu un átomo?
—¡La patria del cuerpo que animé!
—Di mejor tu destierro.
—Treinta años vi correr en ella, ¡un instante apenas!, y siento el dolor de la partida.
—¡Cuán apacible deslizarase la vida del polvo animado en esa esfera, anónima para mí, cuando de tal suerte lloras su ausencia!
—La dicha, el placer, la bienandanza son allí risueñas ficciones: nombres, como la oscuridad, que afirman una negación.
—¿Que te aqueja, pues?
—El grato recuerdo de un ser amado.
—¿Luego existe la dicha?
—Existe el más dulce y cruel de los dolores.
—Me asalta el deseo de conocer mundo semejante. ¿Qué hiciste en tu
sepulcro carnal? ¿A qué frívolos pasatiempos se entregaron tus iguales?
¿Cómo vive la materia en acción?
—¿Quieres saberlo? Sígueme y tus ojos te darán testimonio de ello.
Trasladémonos sin tiempo alguno a la estrella Polar, y, merced a la
lentitud de la luz, verás los reflejos de mi mundo, la Tierra, durante
los treinta años que di vida a deleznable arcilla.
—Sea.
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