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autor: Norberto Torcal textos disponibles


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Un Lego Predicador

Norberto Torcal


Cuento


Echada atrás la recia capucha, reluciente de sudor el rostro y medio cegados los ojos por la intensa vibración de aquel sol estival que con ardientes llamaradas resplandecía en un cielo sin nubes, el buen hermano lego apareció en la era guiando del ronzal al humilde asnillo, fiel compañero suyo de armas y fatigas en las tardes de verano, en que, por encargo del Padre Guardián del convento, salían por las eras á recoger las limosnas de trigo que de buena gana siempre daban aquellos honrados labradores.

Montados en los trillos de aceradas puntas, semejantes á aquellos romanos que en los amplios circos guiaban los carros de poderosas y veloces cuadrigas, dos robustos gañanes daban vueltas á la era desmenuzando la dorada mies, que bajo los cascos de las muías y los afilados hierros de los trillos, crugía con rumor estridente y seco.

—Buenas tardes, muchachos—dijo el lego, deteniéndose en un extremo de la era.

—Bienvenido, fray Ambrosio—contestó uno de los mozos, reparando en el hermano lego, que, con un gran pañuelo de rayas azules, salido de las profundidades de su inmensa manga, limpiábase el sudor de la frente.

—Se conoce que á vuestra merced le gusta tomar el fresco—fue el saludo del otro gañán, arreando la poderosa yunta que arrastraba el trillo.

Fray Ambrosio se sonrió bondadosamente y, sin contestar palabra, se puso á mirar á su al redor buscando dónde atar el asnillo, que sin pedir permiso á nadie, sin encomendarse á Dios ni al diablo, comenzó enseguida á hundir sus dientes en la parva, dispuesto á darse, no un buen verde, sino un buen amarillo aquella tarde.

—Eh, fray Ambrosio—gritó desde lejos una voz juvenil—que las cuaresmas de San Francisco deben rezar también con los burros de sus conventos.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Recompensa de un Héroe

Norberto Torcal


Cuento


Al Sr. D. Valentín Gómez.

I

Envuelta en espesa nube de polvo, con mucho cascabeleo y mucho chasquido de tralla, la vieja y despintada diligencia llegó á la plaza del pueblo entre un verdadero enjambre de chiquillos desarrapados y descalzos en su mayor parte, que desde media legua atrás venían corriendo desesperadamente por lograr la suprema felicidad de subirse á la zaga en el estribo.

—¡Ya está ahf el coche! exclamó el módico del pueblo, que en unión de cuatro ó seis personas más bajaba todas las tardes á esperar la llegada del coche correo, que les traía el pan nuestro del periódico de cada día con los últimos telegramas de la guerra de Cuba y las noticias fresquitas de la insurrección de Filipinas.

Paró la diligencia, abrióse la portezuela, y el viajero único que dentro venía descendió trabajosamente, apoyado en grueso y nudoso bastón, y sin otro equipaje que un ligero hatillo de ropa blanca. Era el tal viajero un muchacho alto y delgado en extremo, de rostro amarillento y mirada tan débil y apagada que, á primera vista, hubiérasele tomado por un anciauo abrumado con el peso de los años y las enfermedades.

De que no era, sin embargo, tan viejo como su aire enfermizo y su paso vacilante indicaban, así como de su condición de soldado que vuelve de la guerra, eran otras tantas señales y pruebas inequívocas aquel sombrero de paja de anchas alas con escarapela amarilla y roja que cubría su cabeza; aquel Irajecillo de dril claro con rayas azules que vestía, y, sobre todo, aquellos galones de cabo primero, descoloridos y medio rotos que en la bocamanga de la guerrera lucía, y aquella orucecUa plateada sujeta al pecho con estrecha cinta amarilla, que hablaba de luchas y heroísmos, de glorias desconocidas y sangre derramada por la patria allá en las oscuras soledades de cubana manigua en momentos de febril entusiasmo.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Negra Honrilla

Norberto Torcal


Cuento


A Mr. Ernest Mérimée.


Poco á poco, con rumor de marea en descenso, el coloso de piedra y de ladrillo comenzó á vomitar por sus cien puertas como por otras tantas válvulas ó bocas abiertas á aquella compacta abigarrada muchedumbre que, ebria de sol, de sangre y de vino, hacía retemblar momentos antes las graderías de piedra del tendido con rugidos de fiera y convulsiones de epiléptico.

Ya el interior de la plaza iba quedando silencioso y vacío; los rayos del sol elevándose lentamente, iluminaban la parte más alta de las galerías de la plaza; por entre los arabescos arcos veíanse los huecos inmensos que el público dejaba al retirarse, y abajo en la movediza arena del ruedo, un largo rastro de sangre fresca y roja como recién brotada de la herida, señalaba aún el camino seguido por las mulillas en el arrastre del último toro.

Con los codos apoyados en la barrera y la cara entre las manos, Manolo Rílez, un buen novillero de rostro simpático, franca y noble mirada, chaqueta corta de alpaca y pantalón cedido, estallante en la cintura y amplio en la pierna, contemplaba distraídamente el desfile interminable de la gente.

Así pasó breve rato, y cuando la gritería y confusión de los primeros momentos comenzó á decrecer y apagarse, volvióse á Chavillo, que silencioso y reflexivo permanecía sentado á su vera, y con tono de guasa le dijo:

—Pero hombre, se te van á secar los sesos de tanto cavilar... ¿Piensas pasarte aquí la noche haciendo filosofías y almanaques?

Chavillo por toda respuesta se puso en pie y echó á andar seguido de Manolo. Juntos atravesaron el patio de caballos, donde no había más que dos viejos picadores, que con gran calor y entusiasmo comentaban los lances de la corrida de aquella tarde, y salieron fuera.


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Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Amores Tardíos

Norberto Torcal


Cuento


Se llamaba Juan: tenía alrededor de los setenta años, y llevaba diez en el asilo. De joven sirvió al rey; luego entró de mozo de muías en un mesón, y cuando la edad y los achaques, que son su natural y obligado cortejo, le hicieron inútil para el trajín de la posada, agarró un palo, echó un zurrón sobre su encorvada espalda y fué de pueblo en pueblo y de camino en camino llamando á todas las puertas ó extendiendo su mano á todos los transeúntes en súplica de una limosna por el amor de Dios.

Aquella vida se le hacía insoportable; pero no había otra y era preciso resignarse. En el buen tiempo, cuando el sol calienta la tierra y en las eras se amontona la mies olorosa y dorada, todavía la vida de mendigo podía llevarse. En cualquier lado se encontraba cama y en cualquier lado se tenía á mano el alimento. Harto más difícil y duro se presentaba el problema en invierno, cuando la lluvia y el cierzo azotaban las carnes con recios latigazos de frío, y los campos, despojados de frutos y como muertos, nada ofrecían al paso para calmar la rabiosa hambre que hurgaba el vacío estómago y hasta llegaba á anublar los ojos. Entonces era cuando Juan echaba de menos el vaho caliente de la cuadra, el saco de paja á los pies de las bestias, la sabrosa pitanza, compartida, entre juegos y risas, con otros gañanes, y todos los demás regalos y dulzuras que, durante más de cuarenta años, había gozado hasta el día verdaderamente triste en que el mesonero, viéndole ya torpe y sin fuerzas para el oficio, le dijo poniéndole la mano en el hombro:—Ea, Juan, esto no es ya para tí. Arregla tu atillo y anda á ver si por esos mundos de Dios te buscas ocupación más apropiada á tu edad y tus fuerzas.


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La Mancha de Sangre

Norberto Torcal


Cuento


Al Dr. D. Juan B. Castro, de Caracas.


Por segunda vez desde que el sol arrojaba sus rayos de luego sobre la inmensidad desierta del planeta, la envidia babía armado el brazo criminal del bombre contra la inocencia, y de la tierra silenciosa elevábase al cielo demandando venganza el clamor de la sangre inocente derramada.

Samaí, el soberbio é irascible Samaí, el de la larga é hirsuta cabellera, el que cubría sus carnes con pieles ensangrentadas de tigres y leones por su propia inano muertos en franca y formidable lucha allá en el fondo de las selvas vírgenes ó en medio de los desiertos abrasados, acababa de matar á su hermano, el dulce y sencillo Nisraim, y sus manos, salpicadas de sangre, brillaban como circundadas de fuego bajo los vivos resplandores de las primeras estrellas, que en las profundidades del firmamento azul comenzaban á parpadear con centelleos que daban á la noche claridades de aurora risueña y diáfana.

Lleno de espanto al notar el color rojo de sus manos, y sin atreverse á entrar en la tienda de su padre con la mancha acusadora del crimen, Samaí echó á correr por bosques y llanuras sin camino, bajo el silencio solemne de la noche luminosa, en busca de la fuente cuyas refrigerantes y cristalinas aguas habían apagado muchas veces su sed y limpiado sus manos sangrientas con los despojos palpitantes de las fieras.


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Juan Ángel

Norberto Torcal


Cuento


Llegó al antiguo exconvento de la Merced, convertido hacía tiempo en cuartel donde á la sazón se alojaba el regimiento de Infantería de Gerona, y al primer soldado que al paso halló preguntóle por el coronel del regimiento.

La casualidad hizo que la respuesta del interpelado luese de lodo punto innecesaria é inútil, puesto que el coronel D. Sergio del Roble, asomado en aquel momento á la ventana del cuarto de banderas, había visto al paisano entraren el patio del cuartel, y reconociendo en él á su antiguo y fiel asistente, le gritó desde arriba:

—¡Juan Angel!

Este levantó la cabeza, electrizado por el-eco de aquella voz desabrida y ronca como un trueno, que despertaba en su alma los recuerdos más queridos y hermosos de su vida, quitóse el basto sombrero de anchas alas con que cubría el revuelto greñal de su cabeza encanecida, y cuadrándose como en sus buenos tiempos de servicio:

—A la orden de usía, mi coronel, dijo-. ¿Podría hablarle unos instantes?...

—Por supuesto, hombre: sube, sube...

Subió al despacho del coronel, y un instintivo sentimiento de respeto le hizo detenerse á la puerta aguardando que la voz autoritaria de don Sergio le mandara pasar adelante.


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Genio y Figura...

Norberto Torcal


Cuento


I

Célebre entre las más célebres y acreditadas tabernas que allá, hacia el último tercio del siglo XVIII existían en Zaragoza, era la llamada del Gallo, nombre que, sin duda, le venía del que pintado sobre la puerta del establecimiento lucía chillonamente su roja cresta y sus recios espolones, si bien hay quien relaciona dicha denominación con el difunto dueño de la taberna, á quien sus convecinos conocían por el apodo de «el gallo».

Situada en estrecha callejuela del popular barrio de la Magdalena, cerca de las Tenerías, hallábase al frente de ella una mujer, ni vieja ni joven, ni guapa ni fea, sino pasadera y de regular edad, llamada la tía Dominica, cuya singular habilidad consistía en el aliño y preparación de los caracoles que á su tienda acudían á comer lo más principalito de la gente del bronce y aún de los señoritos de aquel entonces.

Si esta señalada predilección de la distinguida clientela por la taberna del Gallo era debida efectivamente á la especialidad del indicado plato, ó si en ello por buena parte entraba la arrogante presencia de Andresica, la hija de la tabernera, una real moza en toda la extensión de la palabra, por la que andaban bebiéndose los vientos los más guapos y gallardos mozos de la parroquia, cosa es que ni yo he logrado poner enteramente en claro, ni es cuestión que al lector debe preocupar mayormente, aunque á decir verdad, más me inclino á creer lo segundo que lo primero; que á no ser porque la muchacha se lo valía y los clientes tenían allí ocasión de ejercitar su ingenio discurriendo finezas á porfía con que requebrar á la moza, poco se les diera del rico ajolí ni de los sabrosos caracoles de la tía Dominica.


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Memorias de un Gorrión

Norberto Torcal


Cuento


Yo nací no sé cuando; por consiguiente, ignoro la edad que tengo, aunque juzgando por las cosas que he visto y me han pasado, me figuro que debo llevar ya algunos años en el mundo. Mas si no puedo precisar la fecha exacta ni siquiera aproximada de mi nacimiento, en cambio, me es sumamente fácil el recordar el sitio en que por vez primera abrí mis ojos á la luz del sol.

Fué en las ruinas de un antiguo convento. Allí en una tapia oscura, revestida de verde hiedra, en el profundo hueco de dos carcomidos sillares, colocaron mis padres el nido de sus amores y vieron crecer su prole, nada escasa por cierto, pues éramos seis los gorrioncillos que aquellos abrigaban con el calor de sus alas, y á cuya subsistencia atendían con amoroso anhelo.

Gracias á que la campiña en donde las venerables ruinas se alzaban era harto fértil, y poco tenían que fatigarse nuestros progenitores para encontrar el alimento que en su pico nos traían y nosotros devorábamos con singular apetito alargando nuestros cuellos y sacando fuera del nido nuestras menudas cabecitas.

En los ratos dé ocio, cuando nuestros buches estaban bien repletos, acurrucaditos en el fondo de la redonda cuna recibiendo las suaves caricias del sol, nuestro padre, que era todo un señor gorrión, orondo y de mucho talento, solía entretenernos refiriéndonos largamente la historia y vicisitudes de aquel lugar, en donde por gracia y voluntad de Dios nos había tocado nacer.


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Ginesillo

Norberto Torcal


Novela corta


A la Excma. Sra Condesa de Rivadedeva.

I

Eran aquellos desdichados tiempos en que el hombre no había hallado aún la manera de devorarlas distancias sostenido sobre una doble rueda pneumática, ni resuelto el problema de tener luz brillante y clarísima sin necesidad de la mecha y el gastado eslabón, ni inventado, en fin, el modo originalísimo y cómodo de poder conversar con los ausentes sin más que acercar los labios á una delgada lámina, y aplicar al oído un pequeño aparato de madera barnizada.

Dicho se está con esto que, en tales tiempos, nuestros antepasados vivían hechos unos verdaderos brutos. Comiencen Vds. por recordar que todas aquellas gentes que hoy se pudren en el seno de la tierra, eran lo suficientemente ignorantes para creer en la existencia de Dios y en la inviolabilidad de los bienes del prójimo; que no tenían la menor noticia de las trufas de Perigord, ni de los cangrejos del Rhin, ni del foie-gras de Strasburgo, sino que hacían del vulgar garbanzo y la democrática patata elementos indispensables del imprescindible y clásico cocido; que desconocían en absoluto las excelencias del sleeping-car y del champagne, lo mismo que las delicias de los libros de Zola y de Bourget, que ni celebraban cotillones, ni sabían, en fin, lo que era el género chico en los teatros, y creo que será lo suficiente para que cuantos henchidos de sabiduría y ahitos de felicidad vivimos en este dichoso fin de siglo, compadezcamos muy de veras á aquellos iulelices abuelos nuestros, que si no andaban á gatas, era seguramente por especialísimo favor de la Providencia.


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En las Puertas del Cielo

Norberto Torcal


Cuento


San Pedro estaba realmente intratable.

No soy yo quien con poco respeto á sus venerables canas y falta de reverencia á sus méritos indiscutibles se atreve á calificarle de ese modo; el mismo Señor era quien aquella mañana se lo había dicho en vista de su taciturnidad y mal humor, cosa poco frecuente en él, porque dígase lo que se quiera, la verdad es que San Pedro no tiene mal genio ni es fosco con nadie.

Y conste que su mal humor de aquel día no nacía de exceso de trabajo ó de cansancio en el vestíbulo de la gloria, sino de todo lo contrario. Más de ocho días hacía ya que por allí no se acercaba ninguna persona decente. Todo se volvía chiquillos y más chiquillos, de esos á quienes no hay más que abrirles la puerta y dejarles que entren en el cielo sin cambiar con ellos ni un saludo, ni una palabra.

Apestado estaba ya el celestial portero de ver caras molletudas y cabelleras rubias, ojos azules y alitas blancas, cosa que le alegraba, sí, pero que al fin y al cabo no le dejaba satisfecho ni mucho menos.

Aquello era un fastidio; el pobre San Pedro no tiene otros ralos divertidos que los que se pasa cuando ajusta cuentas con almas de empuje, y aquellas almas no parecían por parle alguna. Además, la gloria misma iba á convertirse en lugar poco agradable, y de continuar por aquel camino las cosas, día iba á llegar en que las gentes de acá abajo, renunciarían al cielo sólo por no verse envueltos de chiquillos, que serán todo lo alegres y hermosos que se quiera, pero que á la corta ó á la larga acaban siempre por aburrir y hacerse insoportables cuando se les trata de cerca y por mucho tiempo.

Jamás había visto San Pedro cosa igual desde que ejercía su importante oficio. ¿Será que Dios no envía ahora á la tierra tantas gracias como antes? se preguntaba á sí mismo continuamente, tratando de explicarse de algún modo fenómeno tan raro.


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