Textos más vistos de O. Henry publicados por Edu Robsy | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 30 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: O. Henry editor: Edu Robsy


123

El Tributo del Éxito

O. Henry


Cuento


Hastings Beauchamp Morley iba paseando lenta y apaciblemente por Union Square con una mirada de compasión dirigida a los cientos de personas que se encontraban reclinadas en los bancos del parque. Formaban una colección variopinta: los hombres, con rostro estólido, animal y sin afeitar; las mujeres, inquietas y cohibidas, cruzando y descruzando los pies que les colgaban a cuatro pulgadas de distancia de la gravilla.

Si yo fuese el señor Carnegie o el señor Rockefeller me metería unos cuantos millones en el bolsillo interior y convocaría a todos los guardias del parque (a la vuelta de la esquina, si fuese preciso), y ordenaría que se pusieran bancos en todos los parques del mundo, lo suficientemente bajos para que las mujeres pudiesen sentarse apoyando los pies en el suelo. Una vez hecho esto, tal vez me dedicase a abastecer de bibliotecas las ciudades que quisieran pagar por ello, o a construir sanatorios para profesores chiflados, y llamarlos luego universidades, si así me placía.

Las asociaciones en defensa de los derechos de la mujer llevan muchos años luchando por conseguir la igualdad con el hombre. ¿Y con qué resultado? Cuando se sientan en un banco se ven obligadas a entrelazar los tobillos y a girar incómodamente sus más altos tacones franceses, exentos de todo apoyo terrenal. Señoras, no empiecen la casa por el tejado. Pongan primero los pies en el suelo y luego elévense a las teorías sobre la igualdad mental.

Hastings Beauchamp Morley iba pulcra y cuidadosamente vestido, lo cual se debía a un instinto innato del que le habían dotado su cuna y educación. No nos está permitido mirar el pecho de un hombre más allá de su pechera de almidón; así que lo único que nos queda es observar sus andares y su conversación.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 60 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Valor de un Dólar

O. Henry


Cuento


Una mañana, al pasar revista a su correspondencia, el juez federal del distrito de Río Grande encontró la siguiente carta:

Juez:

Cuando me condenó usted a cuatro años, me endilgó un sermón. Entre otros epítetos, me dedicó el de serpiente de cascabel. Tal vez lo sea, y a eso se debe el que ahora me oiga tintinear. Un año después de que me pusieran a la sombra, murió mi hija, dicen que por culpa de la pobreza y la infelicidad. Usted, juez, también tiene una hija, y yo voy a hacer que sepa lo que se siente al perderla. También voy a picar a ese fiscal que habló en mi contra. Ahora estoy libre, y me toca volver a cascabelear El papel me sienta bien. No diré más. Este es mi sonido. Cuidado con la mordedura.
Respetuosamente suyo,

Serpiente de Cascabel

El juez Derwent dejó la carta de lado, sin preocuparse. Recibir esa clase de cartas, de proscritos que habían pasado por el tribunal, no era ninguna novedad. No se sintió alarmado. Más tarde le enseñó la carta a Littlefield, el joven fiscal del distrito que estaba incluido en la amenaza, pues el juez era muy puntilloso en todo lo concerniente a las relaciones profesionales.

Por lo que se refería a él, Littlefield dedicó al cascabeleo del remitente una sonrisa desdeñosa; pero ante la alusión a la hija del juez, frunció el ceño, ya que pensaba casarse con Nancy Derwent el otoño siguiente.

Littlefield fue a ver al secretario del juzgado y revisó con él los expedientes. Decidieron que la carta debía de provenir de México Sam, un mestizo forajido que vivía en la frontera y había sido encarcelado por asesinato cuatro años atrás. Al correr de los días, Littlefield fue absorbido por tareas oficiales, y el cascabeleo de la serpiente vengadora cayó en el olvido.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 90 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Reforma Recuperada

O. Henry


Cuento


Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel, donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.

—Bueno, Valentine —dijo el alcaide—. Mañana por la mañana quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.

—¿Yo? —dijo Jimmy con aire de sorpresa—. ¡Si yo nunca he forzado una caja fuerte!

—¡Oh, no! —dijo el alcaide, riendo—. Claro que no. Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes víctimas.

—¿Yo? —dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso—. Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!

—Lléveselo, Cronin —dijo sonriendo el alcaide—. Y provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.

A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 16 minutos / 115 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Venganza de Cisco Kid

O. Henry


Cuento


Cisco Kid había matado a seis hombres en pendencias más o menos honestas, había asesinado a dos mexicanos, y había dejado inútiles a otros muchos, a los cuales, modestamente, no se preocupó en contar. Por consiguiente, una mujer lo amaba.

Cisco Kid tenía veinticinco años y aparentaba veinte; y una compañía de seguros celosa de su dinero hubiera calculado la probable fecha de su muerte fijándola alrededor de los veintiséis años. Se movía en una zona situada entre el Frío y el Río Grande. Mataba por afición… porque estaba de mal humor… para evitar que lo detuvieran… para divertirse… Había escapado de la captura porque podía disparar ocho décimas de segundo antes que cualquier sheriff o ranger de servicio, y porque montaba un caballo ruano que conocía al dedillo todas las vueltas y revueltas de los caminos, incluso de los de cabras, desde San Antonio a Matamoras.

Tonia Pérez, la muchacha que amaba a Cisco Kid, era medio Carmen, medio Madona, y el resto —¡Oh, sí! Una mujer que es medio Carmen y medio Madona puede ser siempre algo más—, el resto era colibrí. Vivía en un jacal con techo de ramas cerca de un pequeño poblado mexicano en el Lone Wolf Crossing, del Frío. Con ella vivía un padre o abuelo, un descendiente de los aztecas, que tenía por lo menos mil años, pastoreaba un centenar de cabras y se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, por culpa del mescal. Detrás del jacal se extendía un inmenso bosque. A través de su espinosa espesura, el ruano llevaba a Kid a visitar a su novia. Y en cierta ocasión, trepando como una lagartija hasta el tejado de ramas, Kid había oído a Tonia, con su rostro de Madona y su belleza de Carmen y su alma de colibrí, hablar con el sheriff, negando conocer a su hombre en su dulce mezcolanza de inglés y castellano.


Información texto

Protegido por copyright
13 págs. / 23 minutos / 86 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mammón y el Arquero

O. Henry


Cuento


El viejo Anthony Rockwall, fabricante retirado y propietario del Jabón Eureka de Rockwall, miró por la ventana de la biblioteca de su residencia de la Quinta Avenida y sonrió. Su vecino de la derecha —el aristocrático clubman V. Van Schuylight Suffolk—Jones— salió para subir al automóvil que lo esperaba, frunciendo la nariz como de costumbre con aire insultante ante los bajorrelieves renacentistas que ostentaba la fachada del palacio de Rockwall.

—¡Vieja y engreída estatuilla de la inutilidad! —comentó el ex rey del jabón—. El Museo del Edén se quedará con ese viejo Nesselrode petrificado si no se cuida. En el verano próximo haré pintar esta casa de rojo, blanco y azul, y veremos si eso le hará mirarla con tanto desdén.

Y Anthony Rockwall, que ignoraba los timbres, fue hacia la puerta de su biblioteca y gritó “¡Mike!” con la misma voz que había retumbado antaño en las praderas de Kansas.

—Avise a mi hijo que venga antes de marcharse —ordenó al sirviente que acudió.

Cuando el joven Rockwall entró en la biblioteca, el viejo dejó el periódico, lo miró con bondadosa severidad en su semblante liso y rubicundo y revolvió con una mano su mechón de pelo blanco, mientras hacía tintinear con la otra las llaves en el bolsillo.

—Richard —dijo Anthony Rockwall—. ¿Cuánto pagas por el jabón que usas?

Estas palabras sobresaltaron un tanto a Richard, quien había vuelto de la universidad seis meses antes.

Aún no conocía lo suficiente al autor de sus días, un hombre tan pródigo en sorpresas como una muchacha en su primera fiesta.

—Seis dólares la docena de pastillas, papá, según creo.

—¿Y por tu ropa?

—Calculo que unos sesenta dólares, generalmente.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 84 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Memorias de un Perro Amarillo

O. Henry


Cuento


No creo que ninguno de ustedes vaya a rasgarse las vestiduras por leer un relato puesto en boca de un animal. El señor Kipling y muchos otros buenos escritores han demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista pasa a imprenta sin una historia de animales, a excepción de las articuladas publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.

Pero no vayan ustedes a buscar en mi cuento ningún tipo de literatura pretenciosa, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un departamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes trucos en el arte de hablar.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 105 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Némesis y el Vendedor de Caramelos

O. Henry


Cuento


—Zarpamos mañana por la mañana, a las ocho, en el Celtic —dijo Honoria, quitándose una hebra de su manga de encaje.

—Ya me lo han dicho —declaró el joven Ives, lanzando el sombrero al aire sin lograr volver a atraparlo—, y por eso he venido a desearte un feliz viaje.

—Supongo que te lo habrán dicho por ahí —dijo Honoria con gélida dulzura—, porque yo, desde luego, no he tenido ocasión de informarte personalmente.

Ives la miró suplicante, pero sin esperanza.

De la calle llegó una voz aguda que entonaba, no sin cierta musicalidad, una cancioncilla comercial:

—¡Carameeeelos! ¡Riquíííísimos caramelos recién hechos!

—Es nuestro viejo vendedor de caramelos —dijo Honoria, asomándose a la ventana y llamándolo por señas—. Quiero comprarle unos cuantos «besitos» de esos con verso. En las tiendas de Broadway no son ni la mitad de buenos.

El vendedor de caramelos detuvo el carrito frente a la vieja casa de Madison Avenue. Tenía un aire festivo infrecuente en los vendedores ambulantes. Llevaba una corbata nueva de color rojo vivo con un alfiler en forma de herradura casi de tamaño natural, que lanzaba engañosos destellos desde los pliegues de la tela. Su oscuro y tostado rostro se arrugaba formando una sonrisa medio estúpida. Unos puños rayados con gemelos en forma de cabeza de perro cubrían la piel morena de sus muñecas.

—Debe de estar a punto de casarse —dijo Honoria con tristeza—. Nunca lo había visto vestido así. Y hoy es la primera vez en muchos meses que se ha puesto a vocear la mercancía, estoy segura.

Ives lanzó una moneda a la acera. El vendedor de caramelos conoce bien a sus clientes. Llenó una bolsa de papel, subió la anticuada escalinata y se la entregó.

—Me acuerdo de cuando… —empezó Ives.

—Espera un momento —ordenó Honoria.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 93 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Primavera a la Carta

O. Henry


Cuento


Corrían los primeros días de la primavera.

Nunca jamás se debe comenzar un cuento de este modo, cuando se escribe. No hay apertura peor. Es seca, sin relieve, carente de imaginación y, según todas las probabilidades, sólo ha de contener viento. Pero en este caso resulta permisible. Pues el párrafo siguiente, que debería haber inaugurado la narración, es demasiado extravagante, descabellado y ridículo para que se lo lance a la cara del lector, sin preparación alguna.

Sara estaba llorando sobre el menú.

¡A quién se le ocurre! ¡Una neoyorquina derramando lágrimas sobre el menú!

Para explicar este hecho, se permitirá al lector pensar que se habían terminado las langostas, o que ella había hecho promesa de no comer helados durante la Cuaresma, o que acababa de pedir cebollas, o que terminaba de ver una película muy triste. Y luego, considerando que todas estas teorías son erróneas, se dignará el lector permitir que el relato continúe.

Cierto caballero afirmó una vez que el mundo era una ostra y que él la abriría con su espada; en realidad, acertó más de lo que merecía. No es difícil abrir una ostra con una espada. Pero ¿alguna vez se vio que alguien tratara de abrir a ese terrestre molusco utilizando una máquina de escribir? ¿Querría esperar a que abran una docena con tal sistema?

Sara había logrado apartar las valvas con esa incómoda arma, lo bastante como para mordisquear un poquito el frío mundo interior. Sabía tan poca estenografía como una recién graduada de la escuela de comercio.

Por lo tanto, incapaz de taquigrafiar, no podía ingresar a la brillante galaxia de los talentos oficinescos. Trabajaba como mecanógrafa independiente, haciendo copias para quien se lo pidiera.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 81 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Tragedia en Harlem

O. Henry


Cuento


Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.

—¿Has visto qué hermosura? —dijo la señora Cassidy.

Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.

A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa semejante —manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.

—Yo no viviría con un hombre —declaró la señora Cassidy— que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.

—Me atrevo a esperar —dijo la señora Fink, simulando complacencia— que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a ponerme la mano encima.

—¡Venga ya, Maggie! —dijo riéndose la señora Cassidy, mientras se untaba el ojo con linimento de avellano—, lo que pasa es que tienes envidia. Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O no es verdad?

—Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos cuando llega —reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza—; pero también es cierto que jamás me toma por un Steve O'Donnell sólo para divertirse, eso desde luego que no.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 116 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Sacrificio por Amor

O. Henry


Cuento


Cuando uno ama su propio arte, ningún sacrificio parece demasiado arduo.

Esa es nuestra premisa. Este cuento extraerá de ella una conclusión y, al mismo tiempo, demostrará que la premisa es incorrecta, lo cual constituirá algo nuevo en lógica y un hecho en la narración de cuentos, más viejo que la gran muralla de China.

Joe Larrabee surgió de las llanuras de robles del medio oeste, palpitando con el genio del arte pictórico. A los seis años dibujó un cuadro representando la bomba de la ciudad, por el lado de la cual pasaba aprisa un ciudadano prominente. Este esfuerzo pictórico fue colocado en un marco y colgado en el escaparate del bar, al lado de una fila irregular de botellas de whisky. A los veinte años, partió para Nueva York con una corbata de moño suelto, y un capital algo más ajustado.

Delia Caruthers hacía cosas en seis octavas tan promisorias en una aldea de pinos del sur, que sus parientes guardaron mucho en su barato sombrero para que ella fuese al “norte” y “terminara”. No podían ver su t…, pero ésa es nuestra historia.

Joe y Delia se conocieron en un atelier donde se había reunido un grupo de estudiantes de arte y música, para discutir el claroscuro, Wagner, música, las obras de Rembrandt, cuadros, Waldenteufel, papel de pared, Chopin y Oolong.

Delia y Joe se enamoraron uno del otro o mutuamente, como a usted le agrade, y, en breve lapso, casaron…, pues (véase más arriba) cuando uno ama su propio arte ningún sacrificio parece demasiado arduo.

El señor y la señora Larrabee comenzaron a mantener un departamento. Era un departamento triste como el mantenido en la primera octava del piano. Pero ellos se sentían felices, pues tenían su Arte y se sonreían mutuamente. Yo daría un consejo a los jóvenes ricos: vendan todas sus posesiones y denlas al portero de su casa, por el privilegio de contar con un departamento en el que habiten su arte y su Delia.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 12 minutos / 124 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

123