Textos más populares esta semana de O. Henry publicados por Edu Robsy no disponibles publicados el 20 de septiembre de 2016

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autor: O. Henry editor: Edu Robsy textos no disponibles fecha: 20-09-2016


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Después de 20 Años

O. Henry


Cuento


El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.

El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.

Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:

—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.

—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.

El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.


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3 págs. / 6 minutos / 259 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


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7 págs. / 13 minutos / 258 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Por Correo

O. Henry


Cuento


No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.

Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.

Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.

A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:


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4 págs. / 7 minutos / 115 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Caprichos de la Suerte

O. Henry


Cuento


Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus pasos lo llevaron directamente a Madison Square.

Seco y adusto como una colegiala —de las de antes—, el joven mayo suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares, arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo centavo. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía, un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.

Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino lo había desobedecido con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero: debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los andrajosos fantasmas del pequeño parque.


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6 págs. / 11 minutos / 108 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Habitación Amueblada

O. Henry


Cuento


En el bajo del West Side existe una zona de edificios de ladrillo rojo cuya población incluye un vasto sector de gente inquieta, trashumante y fugaz. La carencia de hogar hace que estos habitantes tengan multitud de hogares y se muevan de un cuarto amueblado a otro, en un incesante peregrinaje que no sólo alcanza a la morada sino también al corazón y a la mente. Cantan “Hogar, dulce hogar” en ritmo sincopado y transportan sus lares y penates en cajas de cartón; su viña se entrelaza en el sombrero de paja, y su higuera es un gomero.

Por tal motivo, es posible que las casas de ese barrio, que tuvieron infinidad de moradores, lleguen a contar asimismo con infinidad de anécdotas, en su mayoría indudablemente insulsas, pero resultaría extraño que entre tantos huéspedes vagabundos no hubiera uno o dos fantasmas.

Después de la caída del sol, cierto atardecer, un joven merodeaba entre esas ruinosas mansiones rojas y tocaba sus timbres. Al llegar a la duodécima, dejó su menesteroso bolso de mano sobre la escalinata y limpió el polvo que se había acumulado en la cinta de su sombrero y en su frente. El timbre sonó, débil y lejano, en alguna profundidad remota y hueca.

A la puerta de esta duodécima casa en la que había llamado se asomó una casera que le dejó la impresión de un gusano enfermizo y ahíto que se había comido su nuez hasta dejar vacía la cáscara, la que ahora trataba de rellenar con locatarios comestibles.

El recién llegado preguntó si había un cuarto para alquilar.

—Pase usted —respondió la casera, con una voz que parecía brotar de una garganta forrada en cuero—. Desde hace una semana tengo vacío el cuarto trasero del tercer piso. ¿Desea verlo?


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9 págs. / 16 minutos / 97 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Amante Tacaño

O. Henry


Cuento


En el Gran Almacén había tres mil chicas. Masie era una de ellas. Tenía dieciocho años y era vendedora en la sección de guantes de caballero. Allí fue donde aprendió a distinguir dos variedades de seres humanos: la de los caballeros que se compran los guantes en almacenes, y la de las mujeres que les compran guantes a caballeros desafortunados. Además de tan vasto conocimiento acerca de la especie humana, Masie había adquirido información por otras vías. Había prestado oídos a la sabiduría promulgada por las 2999 chicas restantes, y la había almacenado en un cerebro que era tan cauto y reservado como el de un gato maltés. Es posible que la Naturaleza, previendo que iban a faltarle sabios consejeros, hubiese mezclado el ingrediente salvador de la perspicacia junto con su belleza, tal como ha dotado al zorro plateado de una piel de inapreciable valor al tiempo que le ha dado una astucia superior a la de los otros animales.

Porque Masie era muy guapa. Tenía el pelo de un rubio intenso, y poseía la serena elegancia de la dama que hace pasteles de mantequilla en un escaparate. Permanecía de pie detrás del mostrador en el Gran Almacén; y cuando uno cerraba la mano sobre la cinta métrica para saber su talla de guantes recordaba a Hebe, y al mirarla de nuevo uno se preguntaba cómo habría logrado apoderarse de los ojos de Minerva.

Cuando el jefe de planta no estaba mirando, Masie mascaba tutti—frutti; cuando miraba, levantaba la vista como quien está contemplando las nubes y sonreía melancólicamente.


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7 págs. / 12 minutos / 79 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre de Ciudad

O. Henry


Cuento


Dos o tres cosas yo deseaba saber. No me importa del misterio. Por consiguiente, comencé a investigar.

Me llevó dos semanas averiguar qué llevan las mujeres en sus maletas. Y luego comencé a preguntar por qué un colchón se hace de dos piezas. Esta seria pregunta fue, al principio, recibida con sospechas, pues parecía una adivinanza. Por fin, se me aseguró que su construcción está destinada a aliviar la tarea de la mujer, que tiende la cama. Fui tan tonto como para insistir, rogando que me informaran por qué entonces no se hacía en dos partes iguales, pregunta cuya contestación fue evitada.

El tercer trago que pedí a la fuente del conocimiento fue que se me ilustrara acerca de un personaje llamado Hombre de la Ciudad, pues era más vago en mi mente de lo que puede ser un símbolo. Debemos tener una idea concreta de cualquier cosa, aunque ésta sea una idea imaginaria, antes de poder comprenderla. Ahora bien: poseo en mi mente una imagen de Juan del Pueblo, tan clara como un grabado en acero. Sus ojos son azul claro; viste un chaleco marrón y un saco de sarga negra. Siempre está parado al sol, masticando algo, y medio cerrado su cortaplumas y abriéndola con su pulgar. Y, si el Hombre Superior se encuentra alguna vez, les aseguro que será alto, pálido, con puños azules, postizos, apareciendo de la manga, se sentará para que le lustren los zapatos cerca del bullicio de una callejuela ventosa y habrá turquesas en algún sitio cercano a él.

Pero el lienzo de mi imaginación, cuando se trataba de pintar al Hombre de la Ciudad, estaba vacío. Yo lo imaginaba con algún destacable gesto (como la sonrisa del gato de Cheshire) y puños postizos; eso era todo. Después interrogué al respecto a un reportero de diario.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Regalo de los Reyes Magos

O. Henry


Cuento


Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Best Seller

O. Henry


Cuento


1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.

Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche—cama.

Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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