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autor: O. Henry etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Después de 20 Años

O. Henry


Cuento


El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.

El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.

Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:

—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.

—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.

El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.


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3 págs. / 6 minutos / 247 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Alegre Mes de Mayo

O. Henry


Cuento


Les ruego que le propinen un buen golpe al poeta cuando les cante las alabanzas del mes de mayo. Se trata de un mes que presiden los espíritus de la travesura y la demencia. En los bosques en flor rondan los duendes y los trasgos: Puck y su séquito de gnomos se dedican febrilmente a cometer desaguisados en la ciudad y en el campo.

En mayo, la naturaleza nos amonesta con un dedo admonitorio, recordándonos que no somos dioses, sino súper engreídos miembros de su gran familia. Nos recuerda que somos hermanos de la almeja y del asno, vástagos directos de la flor y del chimpancé, y primos de las tórtolas que se arrullan, de los patos que graznan, y de las criadas y los policías que están en los parques.

En mayo, Cupido hiere a ciegas: los millonarios se casan con las taquígrafas, los sabios profesores cortejan a masticadoras de chicle de blanco delantal que, detrás de los mostradores de los bares, sirven almuerzos; los jóvenes, provistos de escaleras, se deslizan rápidamente por los parques donde los espera Julieta en su enrejada ventana, con la maleta pronta; las parejas juveniles salen a pasear y vuelven casadas; los viejos se ponen polainas blancas y se pasean cerca de la Escuela Normal; hasta los hombres casados, sintiéndose insólitamente tiernos y sentimentales, les dan una palmada en la espalda a sus esposas y gruñen: “¿Cómo vamos, vieja?”

Este mes de mayo, que no es una diosa sino Circe, que se pone un traje de disfraz en el baile dado en honor de la bella Primavera que hace su presentación en sociedad, nos abruma a todos.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Guardia y la Antífona

O. Henry


Cuento


Soapy se removió con desasosiego en su banco del Madison Square. Cuando los gansos salvajes graznan en la noche, cuando las mujeres sin abrigo de piel de foca se ponen más cariñosas con sus maridos y cuando Soapy se remueve con desasosiego en su banco del parque, puede decirse que el invierno está a la vuelta de la esquina.

Una hoja seca le cayó a Soapy sobre las rodillas. La tarjeta de visita de Juan Escarcha. Juan es atento con los habituales del Madison Square y les previene honradamente de su visita anual. En las encrucijadas lo anuncia el Viento Norte, heraldo de la mansión de la Intemperie, para que vayan preparándose sus moradores.

Soapy abriga el convencimiento de que ha llegado la hora de constituirse en Junta individual de Recursos y Arbitrios que provea contra los rigores que se avecinan. Tal es la causa de que se revuelva con inquietud en su banco.

No puede decirse que las ambiciones de Soapy, cara al invierno, fueran excesivas. No había en ellas lugar para consideraciones tales como cruceros por el Mediterráneo, cielos adormecedores del sur o singladuras por el golfo del Vesubio. Tres meses en la Isla era cuanto anhelaba su alma. Tres meses de mesa y cama garantizadas en amable compañía, al abrigo del cierzo y de los polizontes, parecían a Soapy la esencia de cuanto pueda desearse.


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7 págs. / 13 minutos / 79 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Péndulo

O. Henry


Cuento


—Calle Ochenta y Uno… Dejen bajar, por favor —gritó el pastor de azul.

Un rebaño de ciudadanos salió forcejeando y otro subió forcejeando a su vez. ¡Ding, ding! Los vagones de ganado del Tren Aéreo de Manhattan se alejaron traqueteando, y John Perkins bajó a la deriva por la escalera de la estación, con el resto de las ovejas.

John se encaminó lentamente hacia su departamento. Lentamente, porque en el vocabulario de su vida cotidiana no existía la palabra “quizás”. A un hombre que está casado desde hace dos años y que vive en un departamento no lo esperan sorpresas. Al caminar, John Perkins se profetizaba con lúgubre y abatido cinismo las previstas conclusiones de la monótona jornada.

Katy lo recibiría en la puerta con un beso que tendría sabor a cold cream y a dulce con mantequilla.


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5 págs. / 10 minutos / 103 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Romance de un Ocupado Bolsista

O. Henry


Cuento


Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell, bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.

La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría, teñida de reminiscencias.

Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua, donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.

La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes desenrollados.

—Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? —interrogó Maxwell lacónicamente.

Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.


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4 págs. / 7 minutos / 103 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Sueño

O. Henry


Cuento


La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, “gemelo de la muerte”. Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.

Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

—Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?

—Muy bien, Carpani —dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.


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2 págs. / 4 minutos / 125 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Teatro es la Vida

O. Henry


Cuento


Gracias a mi amistad con un periodista que tenía un par de entradas gratis pude ir a ver, hace dos noches, el espectáculo que daban en una de las salas populares de vaudeville.

Uno de los números era un solo de violín que tocaba un hombre de aspecto impresionante y poco más de cuarenta años, aunque peinaba ya muchas canas en su espesa cabellera. Como no soy particularmente sensible a la música, dejé que el sistema de ruidos pasase de largo por mis oídos mientras me dedicaba a contemplar al hombre.

—Hace uno o dos meses hubo una historia protagonizada por ese tipo —dijo el periodista—. Me encargaron a mí la crónica. Tenía que escribir una columna y había de ser en un tono extremadamente ligero y divertido. Al viejo parece gustarle el toque jocoso con el que trato los sucesos locales. Sí, ahora estoy trabajando en una farsa. Bueno, pues entonces fui a ver al hombre a la sala y tomé nota de todos los detalles; pero lo cierto es que fracasé en aquel empeño. Me eché para atrás y opté por hacer una crónica sobre un funeral en el East Side. ¿Que por qué? No sé, en cierto modo me sentí incapaz de hincarle el diente a aquel asunto por el lado divertido. Quizá tú pudieras hacer una tragedia de un acto, en plan entremés, con aquella historia. Voy a contártela en detalle.

Después del concierto, mi amigo el reportero me relató los hechos en el Würzburger.

—No veo la razón —dije, cuando hubo terminado— para que no pueda hacerse con eso una historia divertida realmente estupenda. Esas tres personas no podrían haber actuado de forma más absurda y ridícula si hubiesen sido auténticos actores de teatro. Me temo que el escenario es todo un mundo, en cierto modo, y todos los actores simples hombres y mujeres. «El teatro es la vida», así es como yo cito al señor Shakespeare.

—Inténtalo —dijo el periodista.

—Lo haré —le contesté.


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9 págs. / 16 minutos / 93 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Tributo del Éxito

O. Henry


Cuento


Hastings Beauchamp Morley iba paseando lenta y apaciblemente por Union Square con una mirada de compasión dirigida a los cientos de personas que se encontraban reclinadas en los bancos del parque. Formaban una colección variopinta: los hombres, con rostro estólido, animal y sin afeitar; las mujeres, inquietas y cohibidas, cruzando y descruzando los pies que les colgaban a cuatro pulgadas de distancia de la gravilla.

Si yo fuese el señor Carnegie o el señor Rockefeller me metería unos cuantos millones en el bolsillo interior y convocaría a todos los guardias del parque (a la vuelta de la esquina, si fuese preciso), y ordenaría que se pusieran bancos en todos los parques del mundo, lo suficientemente bajos para que las mujeres pudiesen sentarse apoyando los pies en el suelo. Una vez hecho esto, tal vez me dedicase a abastecer de bibliotecas las ciudades que quisieran pagar por ello, o a construir sanatorios para profesores chiflados, y llamarlos luego universidades, si así me placía.

Las asociaciones en defensa de los derechos de la mujer llevan muchos años luchando por conseguir la igualdad con el hombre. ¿Y con qué resultado? Cuando se sientan en un banco se ven obligadas a entrelazar los tobillos y a girar incómodamente sus más altos tacones franceses, exentos de todo apoyo terrenal. Señoras, no empiecen la casa por el tejado. Pongan primero los pies en el suelo y luego elévense a las teorías sobre la igualdad mental.

Hastings Beauchamp Morley iba pulcra y cuidadosamente vestido, lo cual se debía a un instinto innato del que le habían dotado su cuna y educación. No nos está permitido mirar el pecho de un hombre más allá de su pechera de almidón; así que lo único que nos queda es observar sus andares y su conversación.


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8 págs. / 14 minutos / 60 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Valor de un Dólar

O. Henry


Cuento


Una mañana, al pasar revista a su correspondencia, el juez federal del distrito de Río Grande encontró la siguiente carta:

Juez:

Cuando me condenó usted a cuatro años, me endilgó un sermón. Entre otros epítetos, me dedicó el de serpiente de cascabel. Tal vez lo sea, y a eso se debe el que ahora me oiga tintinear. Un año después de que me pusieran a la sombra, murió mi hija, dicen que por culpa de la pobreza y la infelicidad. Usted, juez, también tiene una hija, y yo voy a hacer que sepa lo que se siente al perderla. También voy a picar a ese fiscal que habló en mi contra. Ahora estoy libre, y me toca volver a cascabelear El papel me sienta bien. No diré más. Este es mi sonido. Cuidado con la mordedura.
Respetuosamente suyo,

Serpiente de Cascabel

El juez Derwent dejó la carta de lado, sin preocuparse. Recibir esa clase de cartas, de proscritos que habían pasado por el tribunal, no era ninguna novedad. No se sintió alarmado. Más tarde le enseñó la carta a Littlefield, el joven fiscal del distrito que estaba incluido en la amenaza, pues el juez era muy puntilloso en todo lo concerniente a las relaciones profesionales.

Por lo que se refería a él, Littlefield dedicó al cascabeleo del remitente una sonrisa desdeñosa; pero ante la alusión a la hija del juez, frunció el ceño, ya que pensaba casarse con Nancy Derwent el otoño siguiente.

Littlefield fue a ver al secretario del juzgado y revisó con él los expedientes. Decidieron que la carta debía de provenir de México Sam, un mestizo forajido que vivía en la frontera y había sido encarcelado por asesinato cuatro años atrás. Al correr de los días, Littlefield fue absorbido por tareas oficiales, y el cascabeleo de la serpiente vengadora cayó en el olvido.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Duplicidad de Hargraves

O. Henry


Cuento


Cuando el comandante Pendleton Talbot, de Mobile, señor, y su hija la señorita Lydia Talbot se mudaron a Washington, eligieron como lugar de residencia una casa que estaba a cincuenta metros de una de las avenidas más tranquilas. Era un anticuado edificio de ladrillo, con un pórtico sostenido por columnas blancas. El jardín recibía la sombra de majestuosos olmos y acacias, y una catalpa derramaba sobre la hierba sus flores blancas y rosadas. La valla y los senderos estaban bordeados de altos arbustos de boj. Lo que gustó a los Talbot fue la apariencia y el estilo sureños del lugar.

En esta grata residencia privada alquilaron sus habitaciones, incluyendo un estudio para el comandante Talbot, que estaba corrigiendo y culminando los capítulos finales de su libro Anécdotas y recuerdos del ejército, los tribunales y la justicia de Alabama.

El comandante Talbot era un producto del viejo Sur. El presente carecía para él de todo interés y cualidades. Tenía la mente anclada en el periodo anterior a la guerra de Secesión, época en que los Talbot poseían miles de acres para plantar algodón y los esclavos necesarios para trabajarlos; en que la mansión familiar era escenario de una hospitalidad principesca y lo mejor de la aristocracia sureña llegaba de visita. De aquellos tiempos provenían su orgullo y sus escrúpulos en cuestiones de honor, una cortesía puntillosa y pasada de moda, y hasta puede que su vestuario.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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