Textos más populares este mes de O. Henry etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 3

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autor: O. Henry etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Un Hombre de Ciudad

O. Henry


Cuento


Dos o tres cosas yo deseaba saber. No me importa del misterio. Por consiguiente, comencé a investigar.

Me llevó dos semanas averiguar qué llevan las mujeres en sus maletas. Y luego comencé a preguntar por qué un colchón se hace de dos piezas. Esta seria pregunta fue, al principio, recibida con sospechas, pues parecía una adivinanza. Por fin, se me aseguró que su construcción está destinada a aliviar la tarea de la mujer, que tiende la cama. Fui tan tonto como para insistir, rogando que me informaran por qué entonces no se hacía en dos partes iguales, pregunta cuya contestación fue evitada.

El tercer trago que pedí a la fuente del conocimiento fue que se me ilustrara acerca de un personaje llamado Hombre de la Ciudad, pues era más vago en mi mente de lo que puede ser un símbolo. Debemos tener una idea concreta de cualquier cosa, aunque ésta sea una idea imaginaria, antes de poder comprenderla. Ahora bien: poseo en mi mente una imagen de Juan del Pueblo, tan clara como un grabado en acero. Sus ojos son azul claro; viste un chaleco marrón y un saco de sarga negra. Siempre está parado al sol, masticando algo, y medio cerrado su cortaplumas y abriéndola con su pulgar. Y, si el Hombre Superior se encuentra alguna vez, les aseguro que será alto, pálido, con puños azules, postizos, apareciendo de la manga, se sentará para que le lustren los zapatos cerca del bullicio de una callejuela ventosa y habrá turquesas en algún sitio cercano a él.

Pero el lienzo de mi imaginación, cuando se trataba de pintar al Hombre de la Ciudad, estaba vacío. Yo lo imaginaba con algún destacable gesto (como la sonrisa del gato de Cheshire) y puños postizos; eso era todo. Después interrogué al respecto a un reportero de diario.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Caprichos de la Suerte

O. Henry


Cuento


Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus pasos lo llevaron directamente a Madison Square.

Seco y adusto como una colegiala —de las de antes—, el joven mayo suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares, arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo centavo. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía, un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.

Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino lo había desobedecido con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero: debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los andrajosos fantasmas del pequeño parque.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mammón y el Arquero

O. Henry


Cuento


El viejo Anthony Rockwall, fabricante retirado y propietario del Jabón Eureka de Rockwall, miró por la ventana de la biblioteca de su residencia de la Quinta Avenida y sonrió. Su vecino de la derecha —el aristocrático clubman V. Van Schuylight Suffolk—Jones— salió para subir al automóvil que lo esperaba, frunciendo la nariz como de costumbre con aire insultante ante los bajorrelieves renacentistas que ostentaba la fachada del palacio de Rockwall.

—¡Vieja y engreída estatuilla de la inutilidad! —comentó el ex rey del jabón—. El Museo del Edén se quedará con ese viejo Nesselrode petrificado si no se cuida. En el verano próximo haré pintar esta casa de rojo, blanco y azul, y veremos si eso le hará mirarla con tanto desdén.

Y Anthony Rockwall, que ignoraba los timbres, fue hacia la puerta de su biblioteca y gritó “¡Mike!” con la misma voz que había retumbado antaño en las praderas de Kansas.

—Avise a mi hijo que venga antes de marcharse —ordenó al sirviente que acudió.

Cuando el joven Rockwall entró en la biblioteca, el viejo dejó el periódico, lo miró con bondadosa severidad en su semblante liso y rubicundo y revolvió con una mano su mechón de pelo blanco, mientras hacía tintinear con la otra las llaves en el bolsillo.

—Richard —dijo Anthony Rockwall—. ¿Cuánto pagas por el jabón que usas?

Estas palabras sobresaltaron un tanto a Richard, quien había vuelto de la universidad seis meses antes.

Aún no conocía lo suficiente al autor de sus días, un hombre tan pródigo en sorpresas como una muchacha en su primera fiesta.

—Seis dólares la docena de pastillas, papá, según creo.

—¿Y por tu ropa?

—Calculo que unos sesenta dólares, generalmente.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Memorias de un Perro Amarillo

O. Henry


Cuento


No creo que ninguno de ustedes vaya a rasgarse las vestiduras por leer un relato puesto en boca de un animal. El señor Kipling y muchos otros buenos escritores han demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista pasa a imprenta sin una historia de animales, a excepción de las articuladas publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.

Pero no vayan ustedes a buscar en mi cuento ningún tipo de literatura pretenciosa, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un departamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes trucos en el arte de hablar.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mientras el Auto Espera

O. Henry


Cuento


A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.

Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.

El joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de distancia del banco.

El hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el tiempo —ese manido tema que ha causado tantas infelicidades en este mundo— y luego permaneció inmóvil un momento, esperando su destino.

La muchacha lo miró despaciosamente. En el vestido corriente de aquel hombre y en sus facciones no se distinguía nada de extraordinario.

—Puede sentarse si gusta —dijo con lenta y llena voz de contralto—. Por mi parte no me molesta. Hace muy poca claridad para seguir leyendo y preferiría un rato de charla.

El vasallo de la suerte se sentó al lado de la mujer, muy satisfecho. Y habló en seguida, empleando la fórmula que los conquistadores de parque eligen para sus parlamentos.

—¿Sabe que es usted la mujer más asombrosamente hermosa que he conocido? Me fijé en usted ayer. ¿No hay nadie, nena mía, que viva deslumbrado por esos dos faros que tiene usted en la cara?

La muchacha habló con tono glacial:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Némesis y el Vendedor de Caramelos

O. Henry


Cuento


—Zarpamos mañana por la mañana, a las ocho, en el Celtic —dijo Honoria, quitándose una hebra de su manga de encaje.

—Ya me lo han dicho —declaró el joven Ives, lanzando el sombrero al aire sin lograr volver a atraparlo—, y por eso he venido a desearte un feliz viaje.

—Supongo que te lo habrán dicho por ahí —dijo Honoria con gélida dulzura—, porque yo, desde luego, no he tenido ocasión de informarte personalmente.

Ives la miró suplicante, pero sin esperanza.

De la calle llegó una voz aguda que entonaba, no sin cierta musicalidad, una cancioncilla comercial:

—¡Carameeeelos! ¡Riquíííísimos caramelos recién hechos!

—Es nuestro viejo vendedor de caramelos —dijo Honoria, asomándose a la ventana y llamándolo por señas—. Quiero comprarle unos cuantos «besitos» de esos con verso. En las tiendas de Broadway no son ni la mitad de buenos.

El vendedor de caramelos detuvo el carrito frente a la vieja casa de Madison Avenue. Tenía un aire festivo infrecuente en los vendedores ambulantes. Llevaba una corbata nueva de color rojo vivo con un alfiler en forma de herradura casi de tamaño natural, que lanzaba engañosos destellos desde los pliegues de la tela. Su oscuro y tostado rostro se arrugaba formando una sonrisa medio estúpida. Unos puños rayados con gemelos en forma de cabeza de perro cubrían la piel morena de sus muñecas.

—Debe de estar a punto de casarse —dijo Honoria con tristeza—. Nunca lo había visto vestido así. Y hoy es la primera vez en muchos meses que se ha puesto a vocear la mercancía, estoy segura.

Ives lanzó una moneda a la acera. El vendedor de caramelos conoce bien a sus clientes. Llenó una bolsa de papel, subió la anticuada escalinata y se la entregó.

—Me acuerdo de cuando… —empezó Ives.

—Espera un momento —ordenó Honoria.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Pasajeros en Arcadia

O. Henry


Cuento


En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.

Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.

Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.

En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Valor de un Dólar

O. Henry


Cuento


Una mañana, al pasar revista a su correspondencia, el juez federal del distrito de Río Grande encontró la siguiente carta:

Juez:

Cuando me condenó usted a cuatro años, me endilgó un sermón. Entre otros epítetos, me dedicó el de serpiente de cascabel. Tal vez lo sea, y a eso se debe el que ahora me oiga tintinear. Un año después de que me pusieran a la sombra, murió mi hija, dicen que por culpa de la pobreza y la infelicidad. Usted, juez, también tiene una hija, y yo voy a hacer que sepa lo que se siente al perderla. También voy a picar a ese fiscal que habló en mi contra. Ahora estoy libre, y me toca volver a cascabelear El papel me sienta bien. No diré más. Este es mi sonido. Cuidado con la mordedura.
Respetuosamente suyo,

Serpiente de Cascabel

El juez Derwent dejó la carta de lado, sin preocuparse. Recibir esa clase de cartas, de proscritos que habían pasado por el tribunal, no era ninguna novedad. No se sintió alarmado. Más tarde le enseñó la carta a Littlefield, el joven fiscal del distrito que estaba incluido en la amenaza, pues el juez era muy puntilloso en todo lo concerniente a las relaciones profesionales.

Por lo que se refería a él, Littlefield dedicó al cascabeleo del remitente una sonrisa desdeñosa; pero ante la alusión a la hija del juez, frunció el ceño, ya que pensaba casarse con Nancy Derwent el otoño siguiente.

Littlefield fue a ver al secretario del juzgado y revisó con él los expedientes. Decidieron que la carta debía de provenir de México Sam, un mestizo forajido que vivía en la frontera y había sido encarcelado por asesinato cuatro años atrás. Al correr de los días, Littlefield fue absorbido por tareas oficiales, y el cascabeleo de la serpiente vengadora cayó en el olvido.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Duplicidad de Hargraves

O. Henry


Cuento


Cuando el comandante Pendleton Talbot, de Mobile, señor, y su hija la señorita Lydia Talbot se mudaron a Washington, eligieron como lugar de residencia una casa que estaba a cincuenta metros de una de las avenidas más tranquilas. Era un anticuado edificio de ladrillo, con un pórtico sostenido por columnas blancas. El jardín recibía la sombra de majestuosos olmos y acacias, y una catalpa derramaba sobre la hierba sus flores blancas y rosadas. La valla y los senderos estaban bordeados de altos arbustos de boj. Lo que gustó a los Talbot fue la apariencia y el estilo sureños del lugar.

En esta grata residencia privada alquilaron sus habitaciones, incluyendo un estudio para el comandante Talbot, que estaba corrigiendo y culminando los capítulos finales de su libro Anécdotas y recuerdos del ejército, los tribunales y la justicia de Alabama.

El comandante Talbot era un producto del viejo Sur. El presente carecía para él de todo interés y cualidades. Tenía la mente anclada en el periodo anterior a la guerra de Secesión, época en que los Talbot poseían miles de acres para plantar algodón y los esclavos necesarios para trabajarlos; en que la mansión familiar era escenario de una hospitalidad principesca y lo mejor de la aristocracia sureña llegaba de visita. De aquellos tiempos provenían su orgullo y sus escrúpulos en cuestiones de honor, una cortesía puntillosa y pasada de moda, y hasta puede que su vestuario.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Reforma Recuperada

O. Henry


Cuento


Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel, donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.

—Bueno, Valentine —dijo el alcaide—. Mañana por la mañana quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.

—¿Yo? —dijo Jimmy con aire de sorpresa—. ¡Si yo nunca he forzado una caja fuerte!

—¡Oh, no! —dijo el alcaide, riendo—. Claro que no. Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes víctimas.

—¿Yo? —dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso—. Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!

—Lléveselo, Cronin —dijo sonriendo el alcaide—. Y provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.

A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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