Textos más vistos de O. Henry no disponibles publicados el 20 de septiembre de 2016 | pág. 3

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autor: O. Henry textos no disponibles fecha: 20-09-2016


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La Reforma Recuperada

O. Henry


Cuento


Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel, donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.

—Bueno, Valentine —dijo el alcaide—. Mañana por la mañana quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.

—¿Yo? —dijo Jimmy con aire de sorpresa—. ¡Si yo nunca he forzado una caja fuerte!

—¡Oh, no! —dijo el alcaide, riendo—. Claro que no. Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes víctimas.

—¿Yo? —dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso—. Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!

—Lléveselo, Cronin —dijo sonriendo el alcaide—. Y provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.

A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Venganza de Cisco Kid

O. Henry


Cuento


Cisco Kid había matado a seis hombres en pendencias más o menos honestas, había asesinado a dos mexicanos, y había dejado inútiles a otros muchos, a los cuales, modestamente, no se preocupó en contar. Por consiguiente, una mujer lo amaba.

Cisco Kid tenía veinticinco años y aparentaba veinte; y una compañía de seguros celosa de su dinero hubiera calculado la probable fecha de su muerte fijándola alrededor de los veintiséis años. Se movía en una zona situada entre el Frío y el Río Grande. Mataba por afición… porque estaba de mal humor… para evitar que lo detuvieran… para divertirse… Había escapado de la captura porque podía disparar ocho décimas de segundo antes que cualquier sheriff o ranger de servicio, y porque montaba un caballo ruano que conocía al dedillo todas las vueltas y revueltas de los caminos, incluso de los de cabras, desde San Antonio a Matamoras.

Tonia Pérez, la muchacha que amaba a Cisco Kid, era medio Carmen, medio Madona, y el resto —¡Oh, sí! Una mujer que es medio Carmen y medio Madona puede ser siempre algo más—, el resto era colibrí. Vivía en un jacal con techo de ramas cerca de un pequeño poblado mexicano en el Lone Wolf Crossing, del Frío. Con ella vivía un padre o abuelo, un descendiente de los aztecas, que tenía por lo menos mil años, pastoreaba un centenar de cabras y se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, por culpa del mescal. Detrás del jacal se extendía un inmenso bosque. A través de su espinosa espesura, el ruano llevaba a Kid a visitar a su novia. Y en cierta ocasión, trepando como una lagartija hasta el tejado de ramas, Kid había oído a Tonia, con su rostro de Madona y su belleza de Carmen y su alma de colibrí, hablar con el sheriff, negando conocer a su hombre en su dulce mezcolanza de inglés y castellano.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Caprichos de la Suerte

O. Henry


Cuento


Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus pasos lo llevaron directamente a Madison Square.

Seco y adusto como una colegiala —de las de antes—, el joven mayo suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares, arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo centavo. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía, un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.

Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino lo había desobedecido con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero: debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los andrajosos fantasmas del pequeño parque.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mammón y el Arquero

O. Henry


Cuento


El viejo Anthony Rockwall, fabricante retirado y propietario del Jabón Eureka de Rockwall, miró por la ventana de la biblioteca de su residencia de la Quinta Avenida y sonrió. Su vecino de la derecha —el aristocrático clubman V. Van Schuylight Suffolk—Jones— salió para subir al automóvil que lo esperaba, frunciendo la nariz como de costumbre con aire insultante ante los bajorrelieves renacentistas que ostentaba la fachada del palacio de Rockwall.

—¡Vieja y engreída estatuilla de la inutilidad! —comentó el ex rey del jabón—. El Museo del Edén se quedará con ese viejo Nesselrode petrificado si no se cuida. En el verano próximo haré pintar esta casa de rojo, blanco y azul, y veremos si eso le hará mirarla con tanto desdén.

Y Anthony Rockwall, que ignoraba los timbres, fue hacia la puerta de su biblioteca y gritó “¡Mike!” con la misma voz que había retumbado antaño en las praderas de Kansas.

—Avise a mi hijo que venga antes de marcharse —ordenó al sirviente que acudió.

Cuando el joven Rockwall entró en la biblioteca, el viejo dejó el periódico, lo miró con bondadosa severidad en su semblante liso y rubicundo y revolvió con una mano su mechón de pelo blanco, mientras hacía tintinear con la otra las llaves en el bolsillo.

—Richard —dijo Anthony Rockwall—. ¿Cuánto pagas por el jabón que usas?

Estas palabras sobresaltaron un tanto a Richard, quien había vuelto de la universidad seis meses antes.

Aún no conocía lo suficiente al autor de sus días, un hombre tan pródigo en sorpresas como una muchacha en su primera fiesta.

—Seis dólares la docena de pastillas, papá, según creo.

—¿Y por tu ropa?

—Calculo que unos sesenta dólares, generalmente.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Memorias de un Perro Amarillo

O. Henry


Cuento


No creo que ninguno de ustedes vaya a rasgarse las vestiduras por leer un relato puesto en boca de un animal. El señor Kipling y muchos otros buenos escritores han demostrado que los animales son capaces de expresarse en provechoso inglés, y hoy en día ninguna revista pasa a imprenta sin una historia de animales, a excepción de las articuladas publicaciones mensuales que todavía siguen sacando retratos de Bryan y de la horrorosa erupción de Mont Pelée.

Pero no vayan ustedes a buscar en mi cuento ningún tipo de literatura pretenciosa, como la de los parlamentos de Bearoo el oso, Snakoo la serpiente y Tammanoo el tigre, reflejados en los libros de la jungla. No puede esperarse que un perro amarillo que ha pasado la mayor parte de su vida en un departamento barato de Nueva York, durmiendo en un rincón sobre una vieja combinación de satén (la misma sobre la que ella derramó el oporto en el banquete de la señora Longshoremen), sea capaz de grandes trucos en el arte de hablar.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Pasajeros en Arcadia

O. Henry


Cuento


En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.

Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.

Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.

En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Por Correo

O. Henry


Cuento


No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.

Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.

Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.

A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Tragedia en Harlem

O. Henry


Cuento


Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.

—¿Has visto qué hermosura? —dijo la señora Cassidy.

Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.

A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa semejante —manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.

—Yo no viviría con un hombre —declaró la señora Cassidy— que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.

—Me atrevo a esperar —dijo la señora Fink, simulando complacencia— que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a ponerme la mano encima.

—¡Venga ya, Maggie! —dijo riéndose la señora Cassidy, mientras se untaba el ojo con linimento de avellano—, lo que pasa es que tienes envidia. Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O no es verdad?

—Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos cuando llega —reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza—; pero también es cierto que jamás me toma por un Steve O'Donnell sólo para divertirse, eso desde luego que no.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Amante Tacaño

O. Henry


Cuento


En el Gran Almacén había tres mil chicas. Masie era una de ellas. Tenía dieciocho años y era vendedora en la sección de guantes de caballero. Allí fue donde aprendió a distinguir dos variedades de seres humanos: la de los caballeros que se compran los guantes en almacenes, y la de las mujeres que les compran guantes a caballeros desafortunados. Además de tan vasto conocimiento acerca de la especie humana, Masie había adquirido información por otras vías. Había prestado oídos a la sabiduría promulgada por las 2999 chicas restantes, y la había almacenado en un cerebro que era tan cauto y reservado como el de un gato maltés. Es posible que la Naturaleza, previendo que iban a faltarle sabios consejeros, hubiese mezclado el ingrediente salvador de la perspicacia junto con su belleza, tal como ha dotado al zorro plateado de una piel de inapreciable valor al tiempo que le ha dado una astucia superior a la de los otros animales.

Porque Masie era muy guapa. Tenía el pelo de un rubio intenso, y poseía la serena elegancia de la dama que hace pasteles de mantequilla en un escaparate. Permanecía de pie detrás del mostrador en el Gran Almacén; y cuando uno cerraba la mano sobre la cinta métrica para saber su talla de guantes recordaba a Hebe, y al mirarla de nuevo uno se preguntaba cómo habría logrado apoderarse de los ojos de Minerva.

Cuando el jefe de planta no estaba mirando, Masie mascaba tutti—frutti; cuando miraba, levantaba la vista como quien está contemplando las nubes y sonreía melancólicamente.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre de Ciudad

O. Henry


Cuento


Dos o tres cosas yo deseaba saber. No me importa del misterio. Por consiguiente, comencé a investigar.

Me llevó dos semanas averiguar qué llevan las mujeres en sus maletas. Y luego comencé a preguntar por qué un colchón se hace de dos piezas. Esta seria pregunta fue, al principio, recibida con sospechas, pues parecía una adivinanza. Por fin, se me aseguró que su construcción está destinada a aliviar la tarea de la mujer, que tiende la cama. Fui tan tonto como para insistir, rogando que me informaran por qué entonces no se hacía en dos partes iguales, pregunta cuya contestación fue evitada.

El tercer trago que pedí a la fuente del conocimiento fue que se me ilustrara acerca de un personaje llamado Hombre de la Ciudad, pues era más vago en mi mente de lo que puede ser un símbolo. Debemos tener una idea concreta de cualquier cosa, aunque ésta sea una idea imaginaria, antes de poder comprenderla. Ahora bien: poseo en mi mente una imagen de Juan del Pueblo, tan clara como un grabado en acero. Sus ojos son azul claro; viste un chaleco marrón y un saco de sarga negra. Siempre está parado al sol, masticando algo, y medio cerrado su cortaplumas y abriéndola con su pulgar. Y, si el Hombre Superior se encuentra alguna vez, les aseguro que será alto, pálido, con puños azules, postizos, apareciendo de la manga, se sentará para que le lustren los zapatos cerca del bullicio de una callejuela ventosa y habrá turquesas en algún sitio cercano a él.

Pero el lienzo de mi imaginación, cuando se trataba de pintar al Hombre de la Ciudad, estaba vacío. Yo lo imaginaba con algún destacable gesto (como la sonrisa del gato de Cheshire) y puños postizos; eso era todo. Después interrogué al respecto a un reportero de diario.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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