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autor: Oscar Wilde editor: Edu Robsy textos no disponibles


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La Importancia de Llamarse Ernesto

Oscar Wilde


Teatro, comedia


A Roberto Baldwin Ross, con estimación y afecto.

Personajes de la comedia

Juan Worthing, J. P.

Algernon Moncrieff. El Reverendo Canónigo Casulla, D. D. Merriman, mayordomo. Lane, criado. Lady Bracknell. La Honorable Gundelinda Fairfax. Cecilia Cardew. Miss Prism, institutriz.

Decoraciones de la comedia

Acto primero: Saloncito íntimo en el pisito de Algernon Moncrieff, en Half—Moon Street (Londres W.)

Acto segundo: El jardín de la residencia solariega, en Woolton.

Acto tercero: Gabinete en la residencia solariega, en Woolton.

Época: La actual.

Acto primero

Decoración

Saloncito íntimo en el piso de Algernon, en Half—Moon—Street. La habitación está lujosa y artísticamente amueblado. Óyese un piano en el cuarto contiguo. LANE está preparando sobre la mesa el servicio para el té de la tarde, y después que cesa la música entra ALGERNON.

ALGERNON. —¿Ha oído usted lo que estaba tocando, Lane?

LANE. —No creí que fuese de buena educación escuchar, señor.

ALGERNON. —Lo siento por usted, entonces. No toco correctamente —todo el mundo puede tocar correctamente—, pero toco con una expresión admirable. En lo que al piano se refiere, el sentimiento es mi fuerte.

Guardo la ciencia para la Vida.

LANE. —Sí, señor.

ALGERNON. —Y, hablando de la ciencia de la Vida, ¿ha hecho usted cortar los sandwiches de pepino para lady Bracknell?

LANE. —Sí, señor. (Los presenta sobre una bandeja.)

ALGERNON. (Los examina, coge dos y se sienta en el sofá.)—¡Oh!... Y a propósito, Lane: he visto en su libro de cuentas que el jueves por la noche, cuando lord Shoreman y míster Worthing cenaron conmigo, anotó usted ocho botellas de champagne de consumo.

LANE. —Sí, señor; ocho botellas y cuarto.


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67 págs. / 1 hora, 57 minutos / 410 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

De Profundis

Oscar Wilde


Carta


Cárcel de Reading

Querido Bosie:

Después de una larga e infructuosa espera, me he decidido a escribirte, y ello tanto en tu interés como en el mío, pues me repugna el pensar que he pasado en la cárcel dos años interminables sin haber recibido de ti una sola línea, una noticia cualquiera: que nada he sabido de ti, fuera de aquello que había de serme doloroso.

Nuestra trágica amistad, en extremo lamentable, ha terminado para mí de un modo funesto, y para ti con escándalo público. Empero, el recuerdo de nuestra antigua amistad me abandona raramente, y siento honda tristeza al pensar que mi corazón, antes henchido de amor, está ya para siempre lleno de maldiciones, amargura y desprecio. Y tú mismo sientes seguramente, en el fondo de tu alma, que es preferible escribirme a mí, que me hallo en la soledad de la vida carcelaria, que no publicar sin mi autorización cartas mías, o dedicarme poesías, también sin permiso ninguno. Y esto, aunque el mundo nada sepa de las frases afligidas o apasionadas, de los remordimientos de conciencia, o de la indiferencia que te place ostentar en respuesta o como justificación.

En esta carta que he de escribira acerca de tu vida y la mía, del pasado y del porvenir, de unas dulzuras convertidas en amarguras, y de unas amarguras que quizá lleguen a convertirse en alegrías, habrá seguramente muchas cosas que han de herir, de hacer sangrar tu vanidad. Si así fuese, reléela hasta que esta vanidad tuya quede muerta. Si encuentras en ella algo que creas te acusa injustamente, no olvides esto: que se deben agradecer aquellas culpas por las cuales uno puede ser injustamente acusado. Y si algún párrafo aislado te arrasa los ojos en lágrimas, llora cual lloramos aquí en la cárcel, en donde ni de día ni de noche se ahorran las lágrimas.


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156 págs. / 4 horas, 33 minutos / 638 visitas.

Publicado el 17 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Reflejo

Oscar Wilde


Cuento


Cuando murió Narciso las flores de los campos quedaron desoladas y solicitaron al río gotas de agua para llorarlo.

—¡Oh! —les respondió el río— aun cuando todas mis gotas de agua se convirtieran en lágrimas, no tendría suficientes para llorar yo mismo a Narciso: yo lo amaba.

—¡Oh! —prosiguieron las flores de los campos— ¿cómo no ibas a amar a Narciso? Era hermoso.

—¿Era hermoso? —preguntó el río.

—¿Y quién mejor que tú para saberlo? —dijeron las flores—. Todos los días se inclinaba sobre tu ribazo, contemplaba en tus aguas su belleza…

—Si yo lo amaba —respondió el río— es porque, cuando se inclinaba sobre mí, veía yo en sus ojos el reflejo de mis aguas.


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1 pág. / 1 minuto / 1.241 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Balada de la Cárcel de Reading

Oscar Wilde


Poesía


En memoria de
CARLOS T. WOOLDRIDGE,
antiguo soldado de la Guardia Real de Caballería,
ejecutado en la Cárcel de Reading, en Berkshire,
el 7 de julio de 1896.

I

No tenía ya chaqueta roja
como es el vino y es la sangre;
y sangre y vino eran sus manos
cuando le hallaron el cadáver
de la pobre mujer que amaba,
y a la que dio muerte el infame.

Andaba él entre los presos
con traje gris y con gorrilla:
Parecía feliz su paso.
Mas nunca antes ví en la vida
un hombre tal que, intensamente,
mirara así la luz del día...

Jamás he visto ningún hombre
mirar así, con tal mirada,
ese toldillo de turquíes
que los reclusos cielo llaman,
y cada nube que navega
igual que un velero de plata.

Con las demás almas en pena
en otro patio hacía ronda
pensando si la falta suya
sería grande o poca cosa,
cuando una voz dijo a mi espalda:
“El hombre aquel irá a la horca!”

Dios mío! El mismo muro pétreo
tuvo temblores de ira negra;
casco de hierro enrojecido
fue el cielo sobre mi cabeza,
y aunque también estaba preso
no podía sentir mi pena.

Comprendí, entonces, qué congoja
apresuraba su misterio;
supe por qué miraba el día
con aquel mirar tan intenso:
Mató aquel hombre lo que amaba,
y debía morir por ello!

Y sin embargo, sepan todos,
cada hombre mata lo que ama.
Los unos matan con su odio,
los otros con palabras blandas;
el que es cobarde, con un beso,
y el de valor, con una espada!

Unos lo matan cuando jóvenes,
y cuando están viejos los otros;
unos con manos de deseo,
otros lo estrangulan con oro;
y el más hábil, con un puñal
porque así se enfría más pronto.


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10 págs. / 19 minutos / 163 visitas.

Publicado el 17 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Piel de Naranja

Oscar Wilde


Cuento


I

Acababa de doctorarme y la clientela se formaba poco a poco, por lo cual disponía de muchas horas para curiosear por las clínicas.

En una de ellas conocí a Juan Meredith. Químico de primer orden, no era médico, sino únicamente aficionado a la Medicina. Aquel muchacho me encantó por su espíritu despejado, e intimamos en unas semanas, como sucede a los veintitrés años entre jóvenes que tienen la misma edad y los mismos gustos.

Llevé a Meredith a casa de mis primos Carterac, donde creía yo haber encontrado mi «media naranja», como dicen los españoles, en la pobrecita Ángela, que ingresó en un convento antes de estar yo muy seguro de la naturaleza de mis sentimientos.

Meredith, por su lado, me presentó en casa de lord Babington, tutor y tío suyo. Vivía este con su esposa, mujer muy joven, a cuya primavera cometió él la tontería de unir su invierno, en una casita festoneada de hiedras y de glicinas, en un amplio parque a poca distancia de la estación de Villa—Avray, y todos los domingos, alrededor de las once y media, llegábamos Meredith y yo cuando la señora Babington, que era francesa y católica, volvía de oír su misa, que se celebraba en la encantadora iglesia de Villa—Avray, llena de obras de arte que envidiarían las catedrales de provincia.

Pasábamos el día en la terraza, aromada de olores a naranjos, charlando con el viejo lord o escuchando tocar el piano a lady Marcela, ocupación que alegraba nuestros ocios; o si no, paseábamos por los campos, cogiendo madreselvas o lilas tempranas.

Generalmente, lord William se agarraba a mi brazo y dejábamos a Meredith constituirse en caballero de honor de lady Marcela.

Se adelantaban con paso ligero, reuniéndose con nosotros a la vuelta, cargados de ramos y de hojas.


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7 págs. / 13 minutos / 705 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Pescador y su Alma

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:

—O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 288 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Joven Rey

Oscar Wilde


Cuento infantil


Aquella noche, la víspera del día fijado para su coronación, el joven rey se hallaba solo, sentado en su espléndida cámara. Sus cortesanos se habían despedido todos, inclinando la cabeza hasta el suelo, según los usos ceremoniosos de la época, y se habían retirado al Gran Salón del Palacio para recibir las últimas lecciones del profesor de etiqueta, pues aún había entre ellos algunos que tenían modales rústicos, lo cual, apenas necesito decirlo, es gravísima falta en cortesanos. El adolescente —todavía lo era, apenas tenía dieciséis años— no lamentaba que se hubieran ido, y se había echado, con un gran suspiro de alivio, sobre los suaves cojines de su canapé bordado, quedándose allí, con los ojos distraídos y la boca abierta, como uno de los pardos faunos de la pradera, o como animal de los bosques a quien acaban de atrapar los cazadores.

Y en verdad eran los cazadores quienes lo habían descubierto, cayendo sobre él punto menos que por casualidad, cuando, semidesnudo y con su flauta en la mano, seguía el rebaño del pobre cabrero que le había educado y a quien creyó siempre su padre.

Hijo de la única hija del viejo rey, casada en matrimonio secreto con un hombre muy inferior a ella en categoría (un extranjero, decían algunos, que había enamorado a la princesa con la magia sorprendente de su arte para tocar el laúd; mientras otros hablaban de un artista, de Rímini, a quien la princesa había hecho muchos honores, quizás demasiados, y que había desaparecido de la ciudad súbitamente, dejando inconclusas sus labores en la catedral), fue arrancado, cuando apenas contaba una semana de nacido, del lado de su madre, mientras dormía ella, y entregado a un campesino pobre y a su esposa, que no tenían hijos y vivían en lugar remoto del bosque, a más de un día de camino de la ciudad.


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15 págs. / 27 minutos / 160 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Niño-Astro

Oscar Wilde


Cuento infantil


Éranse una vez dos pobres leñadores que regresaban a su casa cruzando un gran pinar. Era invierno y hacía un frío terrible. La nieve caía espesa sobre la tierra y sobre los árboles; el hielo acumulado rompía las ramas más pequeñas y débiles, y cuando los leñadores llegaron al Torrente de la Montaña, vieron que éste colgaba inánime en el aire porque había recibido el beso del Rey de Hielo. Tanto frío hacía, que aun los animales, hasta los mismos pájaros, no sabían qué hacer. —¡Muh! —gruñó el lobo saltando entre los matorrales con su cola entre las patas—. ¡Hace un tiempo perfectamente horrible! ¿Por qué no trata de remediarlo el gobierno?

—¡Uit! ¡Uit! ¡Uit! —gorjeaban los verdes colorines—; la anciana Tierra ha muerto, y le han puesto su mortaja blanca.

—La Tierra se va a desposar, y éste es su traje de bodas —murmuraban las tórtolas entre sí. Tenían sus piececitos de rosa heridos por el hielo; pero sentían que era un deber el considerar la situación de un modo romántico.

—¡Vamos! —gruñó el lobo—. Les digo que toda la culpa la tiene el gobierno, y a quien no me crea me lo comeré.

El lobo poseía un gran sentido práctico, y no le faltaban nunca argumentos sólidos.

—¡Bueno, lo que es por mí —dijo un pajarillo, que había nacido filósofo— las explicaciones me importan... una teoría atómica! Si una cosa es así, pues es así, y ahora lo que hay es que hace un frío horrible.


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18 págs. / 31 minutos / 126 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Feliz y Otros Cuentos

Oscar Wilde


Cuento


El Príncipe Feliz

La estatua del Príncipe Feliz se alzaba sobre una alta columna, desde donde se dominaba toda la ciudad. Era dorada y estaba recubierta por finas láminas de oro; sus ojos eran dos brillantes zafiros y en el puño de la espada centelleaba un enorme rubí púrpura. El resplandor del oro y las piedras preciosas hacían que los habitantes de la ciudad admirasen al Príncipe Feliz más que a cualquier otra cosa.

—Es tan bonito como una veleta —comentaba uno de los regidores de la ciudad, a quien le interesaba ganar reputación de hombre de gustos artísticos—; claro que en realidad no es tan práctico —agregaba, porque al mismo tiempo temía que lo consideraran demasiado idealista, lo que por supuesto no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz —le decía una madre afligida a su pequeño hijo, que lloraba porque quería tener la luna—. El Príncipe Feliz no llora por nada.

—Mucho me consuela el ver que alguien en el mundo sea completamente feliz —murmuraba un hombre infortunado al contemplar la bella estatua.

—De verdad parece que fuese un ángel —comentaban entre ellos los niños del orfelinato al salir de la catedral, vestidos con brillantes capas rojas y albos delantalcitos.

—¿Y cómo saben qué aspecto tiene un ángel? —les refutaba el profesor de matemáticas— ¿Cuándo han visto un ángel?

—Los hemos visto, señor. ¡Claro que los hemos visto, en sueños! —le respondían los niños, y el profesor de matemáticas fruncía el ceño y adoptaba su aire más severo. Le parecía muy reprobable que los niños soñaran.


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50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 239 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Casa del Juicio

Oscar Wilde


Cuento


Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios.

Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste sangre inocente.

Y el Hombre respondió y dijo:

—Si, eso hice.

Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia.

Y el Hombre contestó, y dijo:

—Sí, eso hice también.

Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:


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1 pág. / 3 minutos / 392 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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