I
Bajo sus boinas azules, ennegrecidas por la pólvora y manchadas por
el polvo de los caminos, los soldados de Miralles tienen caras de
bandidos, con su piel color hollín y sus barbas y cabelleras descuidadas.
Desde hace cinco largas semanas se arrastran por las carreteras, sin casi
dormir, sin casi descansar, tiroteando en cualquier momento con una rabia
creciente.
¿No acabarán con aquellos bandidos liberales? Don Carlos habíales
prometido, sin embargo, que después de las fatigas de Estella, España
seria suya.
Todos ellos tienen sed de venganza y de sangre, y la alegría de
verterla es la que les mantiene en pie, por muy cansados y rendidos que se
encuentren.
Vascos, navarros, catalanes, hijos de desterrados que murieron de
hambre y de miseria en tierras extranjeras, sienten rabia de fieras contra
aquellos soldados que les disputan el camino de la meseta de Castilla, la
vía de los palacios en los que han jurado establecer al legítimo rey para
repartirse, sobre las gradas del trono restaurado, los cargos del reino y
las riquezas de los vencidos.
Entre estos montañeses y los hombres de los partidos nuevos no median
únicamente rencores políticos: existen, sobre todo, y antes que nada,
viejas cuentas de asesinatos impunes, saqueos sin indemnizar, incendios
sin revancha.
Por eso, cuando un soldado de Concha cae entre sus manos, ¡infeliz de
él!, paga por los demás, por los que se escurren.
—Hermano, hay que morir —le dicen, apoyándole contra una roca.
El hombre inicia el signo de la cruz, y no bien desciende su mano en
un amén más lento, los fusiles, alineados a diez pasos de su pecho,
vomitan la muerte.
La víctima se desploma como un guiñapo y no se vuelve a hablar de la
cosa.
Los buitres de los Pirineos hacen lo demás.
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