Habiendo leído el Amor el título de esta obra, dijo: «Es la guerra,
lo veo, es la guerra con lo que se me amenaza.» ¡Oh Cupido!, no achaques
semejante maldad al poeta que, sumiso a tus órdenes, enarboló en cien
ocasiones el estandarte que le habías confiado.
Yo no soy aquel Diomedes, cuya lanza hirió a tu madre, cuando los
caballos de Marte la arrebataban a las etéreas regiones. Otros jóvenes
no se abrasan a todas horas en tu fuego; mas yo amé siempre, y si me
preguntas mi actual ocupación, te diré que es la de amar. Hay más:
enseñé el arte de obtener tus mercedes y sometí al dictado de la razón
lo que antes fue un ímpetu ciego. No te soy desleal, amado niño; no
desautorizo mis lecciones, ni mi nueva Musa destruye su antigua labor.
El amante recompensado, ebrio de felicidad, gócese y aproveche el
viento favorable a su navegación; mas el que soporta a regañadientes el
imperio de una indigna mujer, busque la salud acogiéndose a las reglas
que prescribo. ¿Por qué algún amador se echa un lazo al cuello y
suspende de alta viga la triste carga de su cuerpo, o ensangrienta sus
entrañas con el hierro homicida? Tú deseas la paz y miras las muertes
con horror. El que ha de perecer víctima de pasión contrariada, si no se
sobrepone a ella, cese de amar, y así no habrás ocasionado a nadie la
perdición. Eres un niño, y nada te sienta tan bien como los juegos;
juega, pues, ya que las diversiones son propias de tus años. Podrías
lanzarte a la guerra armado de agudas flechas, pero tus armas jamás se
tiñen en la sangre del vencido. Marte, tu padre, pelee con la espada o
la aguda lanza, y vuelva del combate vencedor y ensangrentado con la
atroz carnicería. Tú cultivas las artes poco peligrosas de Venus, por
cuyos dardos ninguna madre quedó huérfana de su hijo. Haz que caiga
hecha pedazos una puerta al rigor de las contiendas nocturnas, y que
otra se adorne con multitud de guirnaldas.
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