Este es un viaje de siete días y usted, caballero, caballero en una
mula flaca, tiene por bien insultar a las autoridades civiles, y a las
militares, y a las eclesiásticas. Unas veces el sol le latiguea las
espaldas, de la salida a la puesta. Otras, el cierzo le masca los
huesos.
Me place imaginarlo, a usted, señor, al tiempo de ascender una de
estas grandes arrugas terrestres, la silla casi ya en las ancas de la
mujer flaca, a consecuencia de la cual usted, señor, es caballero.
De aquí a diez leguas hay un techo de paja y si usted llega allá,
aunque hay chinches, antes de concederle abrigo se aseguran de que no
sea soldado.
Usted se rasca. Usted ama. Usted se fuma un pitillo. Usted echa una
miradita al horizonte. Usted se divierte mucho con todo lo grande que es
esto. Usted aspira el aire puro de las montañas con el objeto de
asegurar a sus amigos que aquello era regularmente vivificante.
Aquí no es verdad que para la tierra cada siete años sea sábado. La
naturaleza es judía y a la tierra, le exige. Todo el tiempo se está
oliendo. ¡Huele a quinina, a fresno, a cedro, a albaricoques y a tierra!
Pero también es cierto que aquí para ella todos los años son sábado,
porque no queremos oler nada, nada, nada.
El viento se ha creído que entre los árboles hay tubos y silba.
La paja crece alta, seca, gris y desgarbada como señorita de provincias.
Con un poco más de frío, la nariz se le haría a usted un helado.
Bien lejos, dos ramas que rozan con fuerza chillan como condenados:
una vez y otra; otra y una vez. Así, en balancín y con batuta.
¡Y usted aquí solo, sin tener un amigo para que le aconseje!
En la ciudad le habrían dicho:
—¿Por qué no te escribes un libro?
—¿Por qué no te enamoras de Adriana?
—¡Te hubieras levantado un poco más temprano!
—¿Por qué no ha venido usted a verme?
—Le aconsejo que se compre un caballo.
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