Allí está, en la Penitenciaria, asomando por entre las rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago.
Todos lo conocen. Las gentes caen allí como llovidas por ver al
antropófago. Dicen que en estos tiempos es un fenómeno. Le tienen
recelo. Van de tres en tres, por lo menos, armados de cuchillas, y
cuando divisan su cabeza grande se quedan temblando, estremeciéndose al
sentir el imaginario mordisco que les hace poner carne de gallina.
Después le van teniendo confianza; los más valientes han llegado hasta
provocarle, introduciendo por un instante un dedo tembloroso por entre
los hierros. Así repetidas veces como se hace con las aves enjauladas
que dan picotazos.
Pero el antropófago se está quieto, mirando con sus ojos vacíos.
Algunos creen que se ha vuelto un perfecto idiota; que aquello fue sólo un momento de locura.
Pero no les oiga; tenga mucho cuidado frente al antropófago: estará
esperando un momento oportuno para saltar contra un curioso y
arrebatarle la nariz de una sola dentellada.
Medite Ud. en la figura que haría si el antropófago se almorzara su nariz.
¡Ya lo veo con su aspecto de calavera!
¡Ya lo veo con su miserable cara de lázaro, de sifilítico o de
canceroso! ¡Con el unguis asomando por entre la mucosa amoratada! ¡Con
los pliegues de la boca hondos, cerrados como un ángulo!
Va Ud. a dar un magnífico espectáculo.
Vea que hasta los mismos carceleros, hombres siniestros, le tienen miedo.
La comida se la arrojan desde lejos.
El antropófago se inclina, husmea, escoge la carne —que se la dan
cruda—, y la masca sabrosamente, lleno de placer, mientras la sanguaza
le chorrea por los labios.
Leer / Descargar texto 'El Antropófago'