I
En la pequeña villa del Padrón, sita en territorio gallego, y
allá por el año
a fuer de legítimo boticario, un tal GARCÍA DE PAREDES,
misántropo solterón, descendiente acaso, y sin acaso, de aquel
varón ilustre que mataba un toro de una puñada.
Era una fría y triste noche de otoño. El cielo estaba encapotado
por densas nubes, y la total carencia de alumbrado terrestre
dejaba a las tinieblas campar por su respeto en todas las
calles y plazas de la población.
A eso de las diez de aquella pavorosa noche, que las lúgubres
circunstancias de la patria hacían mucho más siniestra, desembocó
en la plaza que hoy se llamará de la Constitución un silencioso
grupo de sombras, aun más negras que la obscuridad de
cielo y tierra, las cuales avanzaron hacia la botica de García de
Paredes, cerrada completamente desde las Ánimas, o sea desde
las ocho y media en punto.
—¿Qué hacemos?—dijo una de las sombras en correctísimo
gallego.
—Nadie nos ha visto....—observó otra.
—¡Derribar la puerta!—propuso una mujer.
—¡Y matarlos!—murmuraron hasta quince voces.
—¡Yo me encargo del boticario!—exclamó un chico.
—¡De ése nos encargamos todos!
—¡Por judío!
—¡Por afrancesado!
—Dicen que hoy cenan con él más de veinte franceses....
—¡Ya lo creo! ¡Como saben que ahí están seguros, han
acudido en montón!
—¡ Ah! Si fuera en mi casa! ¡Tres alojados llevo echados
al pozo!
—¡Mi mujer degolló ayer a uno!...
—¡Y yo ... (dijo un fraile con voz de figle) he asfixiado a
dos capitanes, dejando carbón encendido en su celda, que antes
era mía!
—¡Y ese infame boticario los protege!
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