Tic... Tac...
Pedro Antonio de Alarcón
Cuento
I
Arturo de Miracielos (un joven muy hermoso, pero que a juzgar por su conducta, no tenía casa ni hogar) consiguió cierta noche, a fuerza de ruegos, quedarse a dormir en las habitaciones de una amiga suya, no menos hermosa que él, llamada Matilde Entrambasaguas, que hacía estas y otras caridades a espaldas de su marido, demostrando con ello que el pobre señor tenía algo de fiera…
Mas he aquí que dicha noche, a eso de la una, oyéronse fuertes golpes en la única puerta que daba acceso al departamento de Matilde, acompañados de un vocejón espantoso, que gritaba:
—¡Abra V., señora!
—¡Mi marido!… —balbuceó la pobre mujer.
—¡Don José! (tartamudeó Arturo). —¿Pues no me dijiste que nunca venía por aquí?
—¡Ay! No es lo peor que venga… (añadió a hospitalaria beldad), sino que es tan mal pensado, que no habrá manera de hacerle creer que estás aquí inocentemente.
—¡Pues mira, hija, sálvame! (replicó Arturo). —Lo primero es lo primero.
—¡Abre, cordera! —prosiguió gritando don José, a quien el portero había notificado que la señora daba aquella noche posada a un peregrino.
(El apellido de D. José no consta en los autos: sólo se sabe que no era hermoso.)
—¡Métete ahí! —le dijo Matilde a Arturo, señalándole uno de aquellos antiguos relojes de pared, de larguísima péndola, que parecían ataúdes puestos de pie derecho.
—¡Abre, paloma! —bramaba entretanto el marido, procurando derribar la puerta.
—¡Jesús, hombre!… (gritó la mujer): ¡qué prisa traes! Déjame siquiera coger la bata…
A todo esto Arturo se había metido en la caja del reloj, como Dios le dio a entender, o sea reduciéndose a la mitad de su volumen ordinario.
Dominio público
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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.