A Agustín Bonnat
Prólogo y dedicatoria
Hace algún tiempo que mi amigo Rafael y yo, más enamorados de la
muerte que de la vida, dimos un largo paseo por el mar a las altas horas
de una tranquila noche de verano, sin otra compañía que la implacable
luna, y rigiendo por nosotros mismos un barquichuelo del tamaño de un
ataúd.
Cansados de remar, y extáticos ante la solemne calma de la
Naturaleza, acabamos por abandonar el bote a merced de las olas,
confiando en la mansedumbre con que lo acariciaban, o más bien en
nuestra mala suerte, que parecía decidida a no ayudarnos a morir.
Rafael había cantado una patética barcarola, y cuya letra decía de este modo:
«Boga, boga sin recelo,
Del remo al impulso blando,
Como las almas bogando
Van desde la tierra al cielo.
Boga, que el viento no zumba
Y la mar se duerme en calma;
Boga, como boga el alma
Desde la cuna a la tumba.»
Esta sencilla canción había aumentado la tristeza que nos devoraba;
tristeza que en él era ingénita o consubstancial, y que a mí me habían
comunicado los libros románticos, algunos hombres sin creencias y las
esquiveces de la fortuna...
—Rafael... —exclamé de pronto. —Tú debes haber tenido algún amor desgraciado...
Rafael no era comunicativo. En otra cualquier circunstancia habría
eludido la respuesta. Pero en aquella situación culminante mi
interpelación fue como la ruptura de un dique.
—Escucha... —dijo.
Y me contó una historia incoherente, inexplicable, tan original como melancólica.
¡El desgraciado había pasado la vida corriendo tras un celaje de
amor, que se desvaneció lentamente ante sus ojos, dejándole el alma
llena de amargura!...
Acabo de saber que mi amigo ha muerto.
Su historia, dormida en lo profundo de mi memoria, ha saltado a la superficie.
Y sin vacilar he cogido la pluma.
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